19.5.11

El reflejo del río


Esta voz siempre llega desde un espejo. Como si del reflejo del propio rostro brotara un susurro sigiloso pero inequívocamente nítido que sólo el reflejado puede oír. Pues así fue: en el ascensor de mi edificio, bajando, saliendo de casa, por la mañana. Entré al pequeño cubículo como desde hace años, sin reloj en la muñeca y con el ánimo a medio despertar. Hasta entonces me había comportado como si el tiempo no pasara para mí sino para los otros. Es más, sin aparente conciencia ni intención, había dejado que el oxido de la rutina, tan popular y tan temido, me protegiera de la conciencia del tiempo hasta esa mañana.

 

En los segundos que demora un ascensor en bajar cinco pisos, mordí el anzuelo de mi reflejo en el espejo. Vi en mis ojos matutinos las máculas que dejó impresas el primer tercio de vida. Abrí y cerré los ojos con la ingenua intención de desaparecer la pavura que sentía al ver mi reflejo, pero fue en vano, nada cambió, más bien sentí el anzuelo bajar por mi garganta hasta engancharse a una de sus paredes. Con el rostro pegado al espejo me acaricié la mejilla derecha, suavemente, como quien busca robar la miel de una colmena. Y al hundir mi mirada en mis propias retinas reflejadas, caí derrotado al ver la indiferencia y soberbia que de ellas se desprendían. Ni el consuelo que me regalaron mis labios –afortunadamente atemporales- pudo contrarrestar la nostalgia que sentí por los tiempos donde todo era novedad.

 

Tuve que apoyarme en la barandilla de aquella diminuta caja de metal en la que estaba y dejar caer el peso de mi mochila para que no me derribara el primer zarpazo de la vejez. El tiempo según cuando, me confunde hasta suponer que mis intenciones han sido más reales que mis acciones. Cada vez que este gusto llega a mi boca, un pedazo tangible de mi cuerpo se escapa mientras no me queda más remedio que presenciar su fuga. Aceptarla.

 

El tiempo se mide en espejos, ausencias, regresos, encuentros; cada uno determinando la dirección de su caudal. Yo no quiero saber cuán profundo es el tiempo, pues no tengo tiempo para eso, yo sólo quiero saber si podré flotar en su cauce, o si me tocará vivir bajo agua, junto a tantos otros.


15.5.11

El y ella



El y ella son miedo y esperanza; el miedo es tripa y la esperanza, corazón. Ellos juntos son necesidad. La necesidad es fe; la fe siempre es incierta. Y así fue como la incertidumbre se les convirtió en un estorbo para vivir, dejando que los días se acumulen y bauticen en tiempos de amor y miedo encarnizado. Ese muchacho se quiere salvar, pero él es débil y los débiles no entran en el reino del amor, que es un reino impío y mezquino donde solo los atrevidos y de ánimo resuelto logran caminarlo y apreciarlo. Ella sí es atrevida, o tan solo humana. Y por eso el tiempo para ella es solo tiempo. Ella no exige más que sentir que mientras dure, que sea infinito.

6.5.11

A las palabras se las lleva el viento




Porque un día me desperté y al verme de cerca pude percibir las grietas de mi respiración. Con el aliento del mediodía en la piel regresé la vista para poder dibujar el camino hacia adelante; y fue en esa larga e instantánea mirada hacia los años encarnizados, donde tan solo encontré una piedra sobre la que sentarme a contemplar una ciudad en ruinas. Mi ciudad en ruinas. Bombardeada y humeante, tapada con el abrigo del silencio, abrumadora y llena de escombros que no convidaban optimismo. Y lo que es peor, algo en mi cabeza me susurró a través de un hilo de voz la evidencia de que ahora todo dependía de mi voluntad. De mi deseo de querer reconstruir o dejar todo tal cual para volver a sentarme y contemplar desde mi piedra. Dejarme.
Porque fue ante la anchura de ese paisaje durmiendo a los pies de mi mirada que no puede más que afirmarme y dejarme atravesar por lo que veía con los ojos y sentía con las tripas. Primero fue el pánico al que abracé, porque siempre nace cuando hay incertidumbre. Y luego fue una risa incontenible y nerviosa que llegó de la mano de la aceptación.
Si fuera fumador habría encendido un cigarrillo, le habría dado una fuerte calada y habría dejado que el humo me empape profundo. Pero tan solo me froté las manos, no para darme calor sino como expresión de lo que por dentro navegaba. Me comí una nuez azucarada que guardaba en el bolsillo, de un café en un hotel. Y así, con el paladar pastosamente endulzado y el alma incierta por lo que habría allí a donde iba, extendí mi brazo lo más que pude, abrí mi mano deshollinadora y allí la hundí, en la memoria del pasado. En ese sitio donde alguna vez vivió todo lo que ya no existía. 
Y fue en esa larga mirada hacia lo ya sucedido, que mis dedos revolvieron cautelosos, luego curiosos, y ansiosos al final porque nada lograban tocar. Eso sí, consto que los ojos de mis dedos lo vieron todo, y fue entonces que, trastornado por esa pequeña dicha, llegaron mil imágenes a mis escasos diez ojos. 
Aparecieron rostros de amigos y amigas que viajaban montados en relojes que goteaban horas sobre bosques de arenas movedizas. En el cielo y lejos de mis dedos, amparándome del sol que me  obnubilaba, vi los castillos sin techos que junto con las nubes viajaban a un mismo ritmo pasivo por un cielo celeste y limpio. Mis dedos se estiraron para tocarlos pero fue en vano, todo era –simplemente- visual. 
Vi una playa de arenas sin mar cubierta de espuma salada y juzgué por las cascaras de su esponjosa piel, que llevaba tiempo seca a pesar de conservar su blancura incorrupta. Seguí viendo y oí el bramar de una cascada a mi derecha, alta y solemne, vestida con la presencia de lo que es majestuosamente imponente. Sobre el lomo de su caudal caían desde lo alto el sinfín de cuerpos desnudos que alguna vez imantaron cada uno de mis sentidos. Caían sonrientes y con la expresión inconfundible del placer en la piel. Pero al caer en el lago que abajo los esperaba, en la espuma vaporosa del agua golpeando agua, se dibujó tu rostro. 
Vi en las gotas de vapor que dormían en el aire claramente aparecer a tus labios de mandarina, cincelados en tu tierna y suave cara de niña. Con solo ver tu rostro te recordé entera y dibujé en mis pensamientos a tus manos torpes y naturales. Siempre hechiceras de mis ojos. Y fue ahí cuando reviví la certeza de que si no enloquecí de desesperación en todos estos años, fue porque siempre encontré alivio en el recuerdo de tu rostro y tus manos.
Hacia el horizonte, allí donde todas las imágenes ya son una manta de colores fundidos. Donde se hace sentir la falta de formas que presidió justo antes de que la ciudad cayera, logré ver venir al león que siempre oí respirar a mis espaldas. Cruzaba el pasto con sus alas abiertas de par en par y la mirada fría de los felinos. Lo vi lejos. O tal vez lo imaginé. Tan solo se que sentí su presencia más cerca que a su cuerpo.
Porque de todo esto que vi al observar hacia atrás nada logré tocar. Porque al sacar mi mano de aquellas ruinas visuales –encrespada por la voracidad de la hoguera que se encarna al mirar atrás y no encontrar nada- hallé mis dedos manchados de tinta y entonces un profundo suspiro saltó de mi boca. 
Escapó. Esperanzó.
Porque a las palabras se las lleva el viento. Porque a las palabras se las mira pero no se las toca. Porque aquello que entra por los ojos no llega nunca al corazón y aquello que entra por el corazón no lo ven nunca los ojos. Por ese mar de tinta al que siempre le sopló el mismo viento. Por eso existen hoy estas palabras y esta intención de que entren en otros ojos y entonces así, tal vez logre yo tocarlas.