27.1.13

N y J

Las agujas del reloj se mueven azarosamente. Frente a N está el espejo del baño, reflejando a  J detrás suyo mientras sostiene una tijera. J le corta el primer mechón y N lo siente inmediatamente rozándole el hombro. J se percata de cómo va perdiendo la vista con los años. N ve crecerle una barba canosa. Por el espejo, igualmente, se reflejan los muebles del salón mutando hacia un pardo opaco. Ambos se lavan las manos con un jabón que abrieron antes de desnudarse. El mechón de pelo finalmente roza los pies de J antes de desarmarse en el suelo.

7.1.13

Santos Inocentes (Parte III: La juiciosa realidad)


A todo esto una nube cubre el escaso sol que me iluminaba mientras permanecía inmóvil frente al café. Y percibo a mi ciudad, bajo el cambio de luz, como si fuera un cuerpo violado y mutilado. Lo veo claramente moribundo mientras yo descanso agitado y a cierta distancia del cuerpo, el inacabable.

Casi irreconocibles, las calles están impresas con una luz de atardecer y una dinámica que me resultan histéricamente desacertadas; como todo lo que llevo viviendo desde que salí de aquel baño hace sólo unos instantes. ¿Acaso estoy fantaseando? me pregunto aterrado mientras siento que me caigo entre los pliegues de una realidad. Me acaricio las muñecas con las manos y encuentro un efecto sedante en este acto.

Tal vez cerrando los ojos pueda vivir como un alquimista. O al menos darle cimientos a  la esperanza de convertir todas esas líneas que se me cruzan al abrir los ojos, en una sola visión agradable. Capaz de explicar esta fiebre que marcha pero regresa, y siempre me deja como a un niño perdido en su habitación.

Es en vano. Al cerrar los ojos siento las miradas sobre mí; todas recorren sobre un lienzo negro con intención de ser distinguidas entre su pares. Algunas, desesperadas, piden piedad bajo mi autoridad, otras, juiciosas, se hinchan ante mi incapacidad para entender sus acusaciones. Y al abrir los ojos confirmo mi miseria. Una ola de gente va y viene por la ciudad pero todos me miran al pasar como si fuera un extraño objeto.

Un niño me señala claramente. Tira del abrigo de su madre mientras sus ojos saltan de los míos al poste de luz que hay junto a su madre. Ella, ignorando lo que el niño intenta decirle, lo sube al tranvía.

Me acerco. Caminando sin percibir lo que sucede a mi alrededor. Sin saber realmente si estoy siendo parte de todo lo que me rodea, así como tampoco jamás he sabido si estoy realmente activo.

Sobre el poste de luz hay un afiche con mi rostro. Me identifico inmediatamente en una foto tomada hace unos meses; o no, en verdad dudo del tiempo. La opresión en las sienes finalmente se evapora y siento como, poco a poco, un proceso cargado de alivio ensancha mi cabeza, y con ella mi lucidez. El cartel dice que soy Moritz Gleixner, que tengo 26 años, que he asesinado seis mujeres y estoy fugado de un centro penitenciario desde hace diez días, y que soy una persona que  padece serios trastornos de percepción.

Caigo al suelo, ahogado y boqueando como un pez en la superficie. No puedo evitar romper en un llanto desolado. Siento culpa e impotencia. A mi lado, un periódico dice que hoy es lunes siete de enero del 2013. Y no sábado.  

FIN.

6.1.13

Santos Inocentes (Parte II: La inocencia)


El recuerdo es interrumpido por un perro que se acerca hasta la gran maceta blanca. El aire fresco de la mañana y mi instinto, me afirman que estoy en la realidad. Pero la pausa a la que me induce enterarme donde me encuentro me incomoda hasta el punto de querer escabullirme de ella, y de la vergüenza que me provoca, a toda costa y de la manera que sea. Por ejemplo, abriendo la puerta y entrando al café que hay frente a mí. Camino hasta única mesa libre que encuentro, una junto a la puerta del baño y sobre la cual reposa, doblado, un periódico viejo.

En diagonal, junto a la ventana, una pareja desayuna impaciente. Ella, visiblemente segura, viste un gris que resalta el grito apagado que se asoma por su mirada ya madura. Sus constantes repasos al reloj de muñeca resaltan la concentración con la que el hombre frente a ella, prolijamente afeitado y peinado, pasa las hojas del periódico sin mover la vista. Los presumo pareja, y por la fría confianza con que se corresponden, que llevan varios años juntos. Y juzgo por la vestimenta sobria y el silencio inquieto, que llegan tarde a un casamiento o a una gala de fin de semana. Sin embargo el maletín de cuero entre las piernas del hombre me desconcierta.

A mi izquierda dos adolescentes se interrumpen constantemente. Sus libros abiertos me hacen suponer que es épocas de exámenes. Sobre la barra, un hombre uniformado con un grueso abrigo negro que no se quita, bebe café. Más reparo en los clientes y mayor es la curiosidad que me despierta sus vidas, claramente desentonadas con la pereza de un sábado por la mañana.

Viendo que no soy atendido, aprovecho para ir un instante al baño a lavarme las manos. Al regresar a mi mesa, jamás imaginé lo que me esperaba. Súbitamente ya no hay nadie en el café y todas las mesas están ahora completamente vacías y limpias. Pienso en la posibilidad de una broma desagradable, pero inmediatamente descarto mi ingenuidad y entiendo que esto es más serio de lo que parece, y que si no procedo con juicio, algo más que mi cordura está en peligro.

Acercándome a mi mesa mi confusión se transforma en un sudor al encontrar una taza con restos de café frio y un plato con sobras de pan tostado. Me siento y advierto nuevamente la opresión en las sienes, y con ella, el metal caliente que abrasa mis ojos. Soplo los granos de azúcar que hay sobre el periódico y espero en silencio intentando atar los cabos de este caos. La camarera, a quien ahora identifico por ser la única persona en la sala, me atropella con una mirada tan breve que no me permite descifrarla.

 La ventana de la pareja inquieta ahora me muestra un atardecer que realza mi confusión. Ya es insostenible la incomodidad que me despierta este laberinto. Necesito usar toda mi energía y concentración para salir cuanto antes de este sitio, a toda costa y de la manera que sea.

Alzo la mano y llamo la atención de la camarera, quien llega trayéndome una cuenta que incluye un café con leche y tostadas, una coca cola y tres cervezas. No me animo a decir nada, y al sacar un billete de veinte francos que dejo sobre la mesa, veo que mis manos tiemblan. Luego me paro y me dirijo a la salida mientras quito la bufanda de la manga interna de mi abrigo. La camarera se acerca para abrirme la puerta, ya cerrada a llave y por lo tanto dejando en evidencia que soy el último cliente del día.

5.1.13

Santos Inocentes (Parte I: La fiebre)

Entre mis ojos, detrás del rostro, un enredo. Es sábado por la mañana y paseo por mi ciudad, la inacabable. Sobre mí se posa una autoridad como un sombrero prensando imágenes de calles adoquinadas, puentes suspendidos y una barca flotando sobre lo que parece, sólo mar. El dolor aprieta en las sienes. ¿Jaqueca? Me pregunto con una esperanza que percibo prestada.

Camino un poco más y me detengo junto a la enorme maceta blanca donde hace tan solo un par de años jugaba a la pelota. Al levantar la mirada me percato de que el césped de aquel parque es ahora el asfalto de una calle peatonal con fachadas victorianas y balcones donde el invierno se hilvana en forma de ramas secas. Desde uno de ellos, una mujer sin maquillaje silba.

Alzo la vista y su mirada de gata madre fumando me recuerda a una adolescencia en Génova, patrullando el casco  antiguo en moto y sospechando que todo tesoro se esconde bajo llave.  –No es verdad eso que piensas, niño- me había dicho desde el balcón la misma mujer una mañana de verano entre semana. Detuve mi moto y alcé la vista al balcón. -Sube- me susurró nítidamente entre humo de cigarrillo y una sonrisa lasciva.

Yo, obedeciendo sus órdenes con un coraje que me abandonaba en cada paso, comencé a trepar las escaleras de aquel edificio frente al mar. No alcancé la segunda planta cuando una fiebre ocre me envolvió en llamas. Derrotado en el suelo y sintiendo que el fuego alcanzaba mi vista, noté como el calor extirpaba algo de mí hasta separarlo totalmente y dotarle de una autoridad que inmediatamente percibí severa, aunque compasiva con la parte que abandonaba en las escaleras.

De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.

–Me estás matando y no lo puedes evitar- me decía sintiendo mis manos en su cuello mientras yo hacía el amor por primera vez.

–No temas, sólo basta que me despierte para devolverte a tu balcón.