29.6.13

El castigo (crónicas H&S)

¿Qué sucederá cuando no haya más espacio para escribir en estas cuatro hojas?  Sospecho que nuestra historia podría llenar miles y miles de hojas y jamás revelar los verdaderos impulsos o propósitos que empujaron los hechos. Por eso pienso que tal vez cuatro hojas sí puedan hacer justicia y revelar la verdad.
Anoche soñé con él nuevamente. Es la tercera vez que me pasa esta semana, como si tuviera que recibir un mensaje oculto a través de sus imágenes que se me revelan tan vívidas y con una coherencia que me perturba. En el sueño estamos encerrados en un galpón cuya llave cuelga de mi cuello, atada a un cordón dorado. El lugar está repleto de enormes máquinas. Nos rodean. El olor a grasa  y aceite me hacen sentir sucia y con la impresión de estar así desde hace varios días. Rechinan las cadenas mientras transportan piezas de hierro y chapa. El ruido que provoca la fricción de los metales y las chimeneas soltando vahos comprimidos es ensordecedor; casi hay que gritar para poder entenderse. La única luz que ilumina esa caja mustia llega desde unos largos tubos fluorescentes enjaulados al techo. El parpadeo de las luces refleja en el piso y me hace cerrar los ojos. Bien podría ser de día o de noche. El calor forma un caldo con la humedad que sube por mis piernas, me sofoca.  Se me nubla la vista cuando veo los hornos de fundición de los que proviene esa masa ardiente. Estoy de pie junto a uno de ellos. Mientras tanto, él de rodillas delante de mí y ambos  empapados de sudor. En mi mano tiembla la pistola con la que le estoy apuntando directo al rostro mientras él me mira con una calma casi insolente.  “Vas…apagar…por…tu…encanto…excesivo”, le digo masticando cada palabra mientras apoyo el cañón del arma en su frente y lo hundo en la piel con cada pausa. “No podés odiar algo de manera tan violenta sin que al menos una parte tuya también la ame”, me responde sin parpadear. Levanto entonces la pistola apuntando hacia un fondo oscuro, la sostengo unos segundos por encima de mi hombro derecho y siento el peso del metal en mi mano.  Aprieto con fuerza el mango del arma mientras busco el gatillo con el índice. Tiemblo de ira e impotencia y mientras se escapa el momento remato el golpe violentamente. Justo antes de alcanzar ese rostro inmutable, me despierto.
Abro los ojos con la sensación de estar ahogándome. Aún siento su presencia grabada en la oscuridad de mi habitación, como si estuviera proyectado. Apoyo los codos sobre el colchón para poder levantarme pero mi brazo derecho cede y caigo nuevamente sobre el colchón. Me doy cuenta  de que tengo el brazo dormido y el puño cerrado. Me incorporo ayudándome con la otra mano y  salgo de la cama con la impresión de que aquel cuaderno es el culpable de mis pesadillas. Me paro y lentamente camino hacia el baño tanteando la pared. Enciendo la luz que inmediatamente me ciega y cuando me voy acostumbrando me veo en el espejo, pero no… prefiero evitar el reflejo. Agacho la cabeza y comienzo a sentir el agua que llevo con mis manos a la cara y la nuca. Me siento sobre la bañera y me quedo unos segundos ahí mientras corre la canilla. “La situación me está sobrepasando”. "¿Qué voy a hacer sin él?, ¿qué sentido tendrá entonces todo esto?”
Después de todos estos años ya no soy la misma. Del odio que tenía ya no queda más que una sórdida amargura; no sé si lo que siento es rencor por todo lo que él me hizo o resentimiento por haber resignado parte de mi vida a darme revancha. Supongo sería la desesperación lo que me llevó a actuar así —ya no lo recuerdo—, sin embargo, en el fondo siempre supe que estaba cometiendo un error.   
Camino hasta la cocina y a través de la ventana veo la casita en el jardín. El reloj que hay en la pared indica que todavía no son si quiera las seis de la mañana. Me pongo un abrigo sobre los hombros por encima del camisón y atravieso el patio hasta ahí. Jamás hubiera él imaginado cuando nos mudamos, que el galpón que él mismo construyó para guardar las herramientas, sus bicicletas y las chatarras, como el televisor blanco y negro que nunca quiso tirar,  pasaría a ser su celda. Siempre repetía: “¿Para qué tanto jardín? La casa es diminuta y si tenemos hijos nos va a quedar chica”.  Si hubiéramos tenido hijos no sé dónde estaríamos parados ahora. Lo que sí sé es que de haber sido el caso, jamás hubiera podido llevar a cobo este plan, o como sea que se llame esto. Creo que hubieran hecho que mi vida sea más alegre, pero es inútil, ya no puedo pensar en eso, ha pasado tanto tiempo. Tal vez podría haber formado otra pareja, o vivir en algún otro lado, más cálido, tal vez en la costa. Se me quiebra el cuerpo de solo pensarlo. Tantos años desperdiciados... Las cosas son así, ya es tarde para arrepentimientos.
Todavía no logro olvidar cuando se confesó y me contó lo que había hecho. Fue como si me hubiera clavado un punzón en el hígado, una sensación de amarga muerte. Estaba abatida, no sabía si escapar o devolverle el mismo dolor que me había causado. Había vivido una mentira, tantos años. El odio que sentía era devastador. Entonces fue que pensé en el plan. Sabía que lo que había decidido no sería fácil pero tenía que hacerlo, para desquitarme, para desahogarme. Al principio fue duro pero el tiempo, luego se encargó de tornarlo en una rutina.
Avanzo por el jardín hacia la casita. Al ver el vapor que sale de mi boca me sobresalto —estaba hablando sola sin darme cuenta—: “Que estupidez, si bien estaba susurrando, podría escucharme y despertarse”. No estoy de ánimo como para escucharlo y no quiero que nada interrumpa mis pensamientos o el silencio en el que me estoy moviendo. Me cuesta avanzar: la humedad se cuela por mis tobillos, siento como si hubiera pisado un hormiguero y las hormigas, con sus tenazas, estuvieran mordiendo cada milímetro de los pies. Sigo camino hacia la casita. La claridad del horizonte deja ver un cielo azul todavía con algunas estrellas. Cuando llego a la puerta apoyo la oreja. El silencio profundo me da un escalofrío erizando la piel del antebrazo que se evidencia al estirarme para abrir la puerta. Bajo el picaporte y entro sin hacer ruido, esperando que todavía esté dormido. Cierro con precaución para evitar que una brisa fría o algún ruido de la calle se logren colar. Camino los dos metros que separan la entrada de las rejas de su habitación y ya frente a su cuarto veo que no se ha despertado. Me acerco hasta abrazar las barras de las rejas y es entonces cuando el llanto me vence. Intento reprimirlo pero no lo puedo evitar, se me tensa el rostro y voy sintiendo como se me llenan los ojos de lágrimas al verlo. Lo escucho respirar con dificultad; tiene ese bulto en la garganta que aprisiona sus vías aéreas: ya casi ha alcanzado el tamaño de una pelota de tenis en el último mes, y no hay que ser un experto para deducir que no faltará mucho para el final.
Me arrebata la idea de la soledad. De mi vida sin él. A pesar de mi odio visceral, a pesar de mi proyecto de castigo y los casi quince años de encierro en ese cuarto sin hablarle ni una sola palabra. A pesar de desear desde lo más profundo de mi ser que su vida sea un calvario colmado de silencio y ausencia; un inacabable bloque de tiempo en el que la culpa lo ahogue hasta absolverlo. Que el único rostro que vea durante el resto de su vida sea el mío, el de su verdugo, alimentándolo religiosamente cada día bajo el más claustrofóbico de los silencios —hasta las ventanas encargué sellar con cristales especiales para que la burbuja sea aún más impenetrable—, y que el único ruido que pueda oír sea la mínima porción que se puede escabullir durante la fracción de segundos que permanece abierta la puerta hasta que yo entro cada mañana. Y a pesar de todo, me invade un terrible frío al ver el bulto en su garganta y sentir que el final está cerca, que mi meta está a la vista, que mi plan se ha desplegado con máxima eficiencia y precisión.
Me acerco a la mesa que hay junto a la pequeña cocina y abro el cuaderno rojo de espiral que hay junto a un plato con frutas. Sus hojas son de papel grueso y absorbente, tamaño de carta y con cincuenta renglones por carilla. Lo abro por la mitad, me mojo el dedo índice con la lengua y separo cuatro hojas del bloque izquierdo. Cuidadosamente las voy cortando mientras me aseguro que se separan prolijamente a través del margen indicado para tal propósito. Las acomodo a un costado mientras cierro el cuaderno y deslizo la palma de mi mano derecha sobre la mesa sintiendo su superficie liza.
Así lo he decidido. Antes del final ambos tendremos la posibilidad de llenar dos hojas cada uno con nuestra verdad. Y así yo me aferraré a esa confesión hasta el día que la muerte nos una. Sellaremos nuestra historia con la libertad que sólo otorga la palabra.

19.6.13

La cámara


La cámara encuadra un campo a través de una ventana; una pequeña ventana de forma ovalada y con un marco de color gris pastel. Yo estoy de este lado del cristal, donde el aire es tibio.  Del otro lado, el viento sopla sobre un campo de pastizales que se extiende hasta el horizonte. Sus tallos largos flamean  en grades ondas zigzagueantes. Casi se podría confundir con un océano de cabellos sedosos moviéndose por corrientes submarinas. Ajustando la lente consigo aproximarme un poco más. Y más. Entonces entiendo que lo que en abundancia se muestra como parejo y suave, al individualizarlo es en realidad una masa de tallos secos y rígidos.  

Sin mi consentimiento la cámara ahora comienza a retirarse paulatinamente abriendo el campo visual. En un momento de su retroceso vuelve a emerger el campo en movimiento. Su pelaje sedoso meciéndose con el viento me vuelve a cautivar y olvido lo que vi hace instantes. La cámara sigue abriéndose. Poco a poco, en la parte superior del retrato, va cobrando presencia un cielo gris de primavera ventosa. La cámara continúa ascendiendo al mismo tiempo que va girando su lente hacia abajo. Así, poco a poco, el campo vuelve a ocupar toda la fotografía. La cámara continúa y continúa su trayecto y el campo va quedando inmóvil y opaco. Luego se me revela una superficie lisa y uniforme. Pero a medida que se eleva la cámara cada vez más, comienza a mostrar…a mostrar lo que parece ser….el lomo de un rinoceronte.

Me siento confundido y quiero detener todo para aproximarme. Necesito saber  si el lomo, aparentemente llano, de ese animal no esconde en realidad un campo sedoso de tallos secos y rígidos. Pero es en vano, mi esfuerzo no parece tener autoridad suficiente y la cámara continúa su trayecto vertical. Poco a poco noto que no es un rinoceronte lo que veía, sino una masa de asfalto gris. O tal vez una pared. O una tela. Pero no, no puedo asegurar qué es exactamente lo que veo. No hay formas, sino tan sólo grises y texturas . Ahora llegan ráfagas negras por los costados, marcando los límites del gris hasta encuadrarlo en un perfecto rectángulo y mostrarme que el lomo del rinoceronte es en realidad el piso de una azotea en una ciudad. Una ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces claramente distinguibles. Yo las observo desde arriba. Parado sobre el mismo suelo gris que hace instantes era un campo sobre un rinoceronte con piel de asfalto. Pero no, ahora es la terraza del edificio más alto de la ciudad, pues todo lo que veo está por debajo de mis ojos.

Si presto atención veo las luces de los autos desplazándose linealmente. Sólo puedo asumir que son coches pues lo que en realidad veo son trozos de luz en movimientos lineales. Una ciudad que en realidad solo es una masa oscura, con matices grises por la luz artificial, con zonas plenamente oscuras, apagadas, y otras tiritando una luz con mayor o menor intensidad. Y entre una y otra zona, pequeñas luces en movimiento, tal vez llevando luz hacia lo oscuro, o viceversa. 

Me esfuerzo por hacer foco en las luces hasta que logro atrapar una bajo el zoom de la cámara. La inspecciono y veo que se trata de un amarillo epiléptico que llega a tornarse feroz al acercar mis ojos. Aparecen entonces llamas de fuego y con ellas el sonido de un tamborello en invierno- el aire es salado y se escucha el mar-. Me agrada lo que veo y oigo. Intento permanecer pero es inútil, una vez más la cámara toma control y me lleva de regreso a la ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces en movimientos por texturas rugosas.

De repente la cámara se retira y distingo lo que parece ser un cerebro. Esta imagen me alcanza a perturbar, como si todo esto desfile se tratase de un chiste de mal gusto que busca burlarse de mí.

La cámara, con su constante desprendimiento, se burla de mi juicio. Me indica que mi lógica para calificar lo que me muestra siempre se equivoca. Que mi lógica siempre corre por detrás de su creatividad.
- A qué se dedica usted?, me dice con una sonrisa el pasajero a mi lado mientras se abrocha el cinturón.
- ¿Yo? Digo confuso mientras veo que la ventanilla del avión muestra un campo de pastizales bailarines.

- Si, usted. Parece muy preocupado.

- No, para nada- digo suspirando antes de sonreírle.- Yo me dedico al arte de no acabar nunca nada. No sé si me explico. Me dedico a emprender cuanta empresa tenga por fin la inutilidad. Esa es mi destreza, no sé si me explico.

- Interesante.

- Si, interesantemente inevitable diría yo. Veo el tiempo a través de una ansiosa obstinación por rellenarlo sin respiro ni descanso…hasta el momento donde la cosa toma algo de forma, y entonces la abandono.

- ¿De qué formas me habla?

- No lo sé, no podría asegurarle.

- Pero…¿Cuál es el aspiración de este arte suyo entonces?

- Ninguno más que ocupar mi tiempo.

1.6.13

La manivela




Con lo que acabábamos de hacer nos habíamos consumido el poco aire que quedaba en el coche. La ventilación estaba averiada y el último soplo había entrado hacía más de media hora cuando un golpe de viento se llevaba hacia la autopista el humo y las cenizas de su cigarrillo. Desde aquel momento nuestras intenciones habían ido agitándose sin más oxigeno que el que había dejado aquellos minutos. Además yo me sentía destemplada por ser nueva a estos climas trabados del norte de Europa, y no podía dejar de sentir que el aire húmedo que se respiraba en esa cabina transformaba cada bocanada en un trozo de materia espesa.

Afuera, el aire se condensaba mientras nosotros, dos cobardes enamorados, avanzábamos lentamente por las callecitas de tierra del parque. Su mirada nerviosa buscando el lugar apropiado donde detenernos no alcanzaba a disimular sus intenciones de refugiarnos de las pocas personas aún se paseaban por aquellos enormes campos de césped calado. Ambos estábamos visiblemente nerviosos desde que nos habíamos subido al coche (por primera vez) con el pretexto de llevarme a conocer los alrededores de la ciudad. Éramos dos extraños que apenas se conocían, pero dos extraños fascinados uno por el otro. No suelo fumar tanto, me dijo encendiendo el primer cigarrillo adentro del coche mientras yo aún me acomodaba en el asiento del copiloto. El olor a cenizas  se asomó en cuanto abrí la puerta; apenas me senté remarqué que en el cenicero había más de cinco colillas, todas oprimidas entre cenizas y papel de caramelo. Inmediatamente pensé en sus manos y fue recién ahí, cuando se acomodaron sobre el volante, que noté las manchas de nicotina en los dedos.

Tal vez nunca creímos que el aire que aun persistía cuando entramos al parque se iría consumiendo con tanto vigor. Lo cierto es que para cuando nos detuvimos debajo de aquellos pinos (tan altos que me llevaron a inclinarme hacia adelante para apreciar su altura desde la ventana frontal) ya apenas se podía respirar allí adentro; todo era un deseo espeso que no sabíamos cómo exteriorizar. Remarqué su perfil mientras aun maniobraba el coche y donde se delataban sus mejillas acaloradas que casi pude sentir como fiebre en mis labios. Estábamos atraídos por el azar de nuestro encuentro, casi absurdo para dos personas cuyas vidas no podían cruzarse más que por azar. A pesar de ser dos extraños que llevaban horas consolándose, en ningún momento desconfié de sus palabras o gestos, juzgué natural seguirlo, corresponder a su propuesta de subirme al coche y dar un paseo. Todo en él me resultaba extraordinariamente familiar desde el primer momento que me abordó en la cola del supermercado. No dudé en querer conocer más, en ver si era cierto aquello que yo veía en sus ojos mientras los dos hablábamos de precios, horarios comerciales y los acentos de cada uno. Fue natural seguir conversando y usar la excusa de la garua eterna de la capital belga y el hecho de estar libres de compromiso aquella mañana, para ir a tomar un café, por qué no, por qué no perseguir aquel titubeo a pesar de la diferencia de edad, a pesar de los prejuicios, por qué no creer cuando me dijo que mis palabras le hablaban a un aspecto de él al que nunca le habían hablado, y yo callé porque sentía lo mismo de sus palabras.

Cuando apagó el motor y se giró hacia mí para darme toda su atención remarqué que no era un hombre guapo, en nada se parecía a los hombres que me atraían o con los que había estado. Pero poco a poco me había ido atrapando con su pelo blanco despeinado, su mirada pueril y su cigarrillo constante, hasta que casi involuntariamente permitirle una belleza única que lo distinguía de todos los demás hombres.

Sería falso decir que me esperaba lo que sucedería. Yo sólo estaba dispuesta a besarlo, había pensado desde que entramos al parque. Y sin embargo fui yo quien lo impulsó a avanzar, a buscarme con sus manos por debajo del vestido. Fui yo la que sorprendió trayendo su rostro hacia mis pechos mientras no podía evitar abrazarle la cabeza y llenar el espacio que hay entre mis dedos con su pelo fino, revolviéndolo bajo la inspiración inconsciente del paisaje que se aparecía por la ventana; el baile de los pinos con el viento. Y él sin saberlo supongo, poco a poco desvanecía mis recuerdos y expectativas, se caía toda esa vida que en realidad no existe o ya existió. Yo estaba allí, en aquel coche estacionado en aquel parque de aquella ciudad, bajo esa lluvia y en ningún otro lugar ni en los brazos de ningún otro hombre. Totalmente allí, aferrada al presente de su aliento en mis ojos y su cabello entre mis dedos, gastando sin reparo las pocas gotas de aire que aun flotaban, deseando ahogarme cada vez más en un presente que se dilataba cuando nos cruzábamos la mirada y la sorpresa del encuentro nos mudaba de aires, yendo del gesto serio a la risa cómplice, como si en realidad los que estuvieran en aquel coche fueran dos personas distintas a nosotros susurrándonos un secreto.

Cuando el aire comenzó a ser realmente una necesidad vital, ya mi postura no me permitía casi mover; ambos estábamos abatidos por el desahogo. Ahora solo nos quedaba hacer algo para remediar la asfixia que se volvía un poco más intolerable con el correr de los segundos (y pensar que hace instantes ese ahogo era el trampolín al que subíamos para lanzarnos). Me acomodé como pude sin lograr mover el cuerpo, sólo sentí el sudor de su cuerpo tendido sobre mí. Me erguí apoyando el codo izquierdo sobre el respaldo inclinado y tomando impulso con el pensamiento, estiré el brazo derecho con un movimiento que me permitió alcanzar, primero arañándola con la punta de los dedos y luego con un manotazo gracias a una segunda propulsión que di, la manivela de la ventanilla. La giré aguantando el peso de su cuerpo que en vano intentaba ayudarme, le di dos o tres vueltas y caí de nuevo sobre el asiento tumbado.

No fue hasta que la lluvia comenzó a mojarme la cadera entrando por ese pequeño espacio que se había abierto entre el cristal y el marco de la ventana y por el cual respiraba ansioso todo el interior del coche, que empecé a inquietarme. No por el hecho de llevar tan sólo unos pocos días viviendo en Bruselas, o sobre lo considerada que podía haber sido mi decisión de dejar atrás a Alberto sabiendo que él no sabía que yo estaba embarazada de semanas, mucho menos sobre cómo afrontaría mi situación en una ciudad nueva y en la cual no hablaba el idioma y sólo conocía a este hombre casado que ahora descansa junto a mí.

Mi única inquietud en este preciso momento es el presente que percibo mientras la lluvia pega cada vez más fuerte sobre la carrocería del coche. Estoy atrapada en el aquí y ahora, suspendida sobre la certeza de que el tiempo no está sucediendo. Desnudos, abrazados, incomodos. Él, recostado sobre mí, con la cadera apretujándose contra la palanca de cambio. Yo, sintiendo su peso caluroso sobre mi pecho, alcanzando a ver la punta de los inmensos árboles moverse con el viento a través de la ventana, sintiendo la lluvia -cada vez más fuerte- mojarme la cadera mientras escucho nada más que el sonido de  su respiración. Me digo a mi misma, Alicia recuerda esto, graba esta imagen porque merece ser recordada al menos como el retrato de un presente cuya importancia no logro interpretar ahora. Y sin dudarlo, en un segundo -un instante de segundo en realidad- y usando el tapiz gris del techo como mesa de trabajo, abrazando el cuerpo del hombre que aun siento moviéndose por mis entrañas, revelo esta foto que en realidad ya se había revelado sola en el momento en que me propuse hacerlo. Es una foto infinita, lo sé, una instantánea que retrata la aglomeración de todas las horas vividas hasta ese instante y a la vez un hecho puntual de dos cuerpos vestidos y luego desnudos, buscándose y luego encontrándose, una imagen compuesta de incontables efigies: el interior del coche, la moneda que descubrí entre el asiento y la puerta, el cenicero repleto de colillas,  mi cartera entre las piernas y luego debajo del asiento trasero, un coche negro visto desde lo alto de la copa de un pino, mojándose con las mismas gotas que veo caer desde lo alto y, simultáneamente, fluir por el cristal de la ventanilla con sus finos hilos acuáticos. Es la foto de lo que inevitablemente está sucediendo con la fuerza que solo tiene lo sublime llegando y por fin ahogando el pasado y el futuro, fundiéndolo todo en un instante cuyos elementos estarán eternamente en movimiento, ajenos al tiempo; como una partícula de aire flotando por siempre al alcance de la vida que sucede afuera de ella.

-          Mama, mai quest qui ha? Ca va?, eh mama! Ques ce que tu pensai?, dijo el joven tomando el brazo de su madre.

-          ¿Eh?, Perdóname hijo, pero ahora no quiero hablar de este tema. Me siento un poco cansada, sabes. Prefiero que lo hablemos en otro momento si no te molesta. Voy a afuera a tomar un poco de aire fresco.

-          Pero mamá, contesto el hijo en un español de fuerte acento francés, está lloviendo ahora.

La madre no hizo caso y salió al patio de la casa. En la mesa de la cocina se quedaría el hijo mirando la foto de su difunto padre, sin reconocerse en aquel hombre de cabellos blancos y mirada mansa.