Es un hecho que Salustiano Pereyra murió el 29 de
Agosto de 1898 por balas (o quizás tan solo bastó una) del ejército nacional.
El cuerpo ya sin vida viajó en tren hasta Buenos Aires ese mismo día para ser
exhibido ante el General Godoy, quien había dado la orden de ejecución y el
cual estaba a mi lado cuando destaparon el rostro de aquel gaucho. La imagen de
la muerte, siempre desagradable en el rostro de quien sea que la vista, fue un
brusco alivio que identifiqué claramente en el General. Llevaba años intentando
apagar el mensaje de aquel hombre.
Lo que no es un hecho y me dispongo a contar a
través de este corto relato, es cuándo su vida realmente se disipó, si unos
días antes o varios años después.
Salustiano Pereyra fue detenido en su rancho de las
afueras de Victorica, con el sol del otoño aun animando y mientras dormía,
nueve días antes de la ejecución. Recostado sobre su catre con la ropa del día
soñaba su verdadera vida, la infinita e ineludible que le permitía darle forma
a la otra, aquella que aparecía cuando abría los ojos y que siempre resultaba
más breve y vertiginosa. Salustiano se encontraba jalando de una soga con la
esperanza de que el agua que sentía llegar desde el fondo de aquel pozo fuese
potable y le permitiera continuar su viaje. Llevaba incontables días caminando
por el desierto por lo que el sol del mediodía aplastando con todo su ímpetu,
lograba de a ratos infundirlo en dudas y reducir al silencio aquel ardor que lo
había lanzado al éxodo. No iba a ningún sitio sino que más bien regresaba por
fin a casa después de varios años. Era por eso que el peso de aquel balde subía
cargado con algo más que la esperanza de agua, acaso era el remate decisivo de
su viaje. Cuando comenzó a sentirlo cada vez más cerca, notó a su vez llegar con
igual medida la premonición de una compañía intrusa abriéndose camino en su
desierto. Inmediatamente dejó de jalar y buscando la amenaza a su alrededor,
olvidó la convicción que lo había llevado hasta aquel sitio, ¿a dónde era que
iba? Se asustó por estar confundido ante semejante obviedad. Entonces el tiempo
sucedió más rápido que su pensamiento y la sospecha se cumplió. Salustiano
abrió los ojos para ver un mar de manos atrapándolo por el poncho.
Se lo llevaron en cuestión de segundos y sin tocar
nada de la casa, no buscaban más que lo que habían encontrado al abrir la
puerta. Una vez vacío el rancho, la puerta de entrada abierta y el soplo de la
siesta barriendo el olor a sueño, eran las únicas señales –ya pereciendo- de
que algo acababa de suceder. El resto continuaba trascurriendo inmóvil: la
cacerola con restos de humita yacía tibia sobre la hornalla, el acero de la
pava estaba frio aunque la yerba del mate aun húmeda y tibia en su ánimo; el
manifiesto inconcluso desde siempre respiraba junto al catre, como si su sitio
fuese ahí, justo al alcance de quien viene llegando del mundo de los sueños; Causas perdidas se titulaba, y era la
madre pendiente de todos los hijos que parió Salustiano a lo largo de sus 46
años. Fue a su vez lo último que vio de sus posesiones al ser sacado de la casa
con las manos atadas, como si desde aquellos papeles amarillentos se enlazase
una tanza a los ojos de Salustiano. Al salir del rancho y encontrarse con el
mundo exterior, sus ojos taciturnos regresaron repentina y definitivamente de
algún desierto para posarse muertos ya en los del soldado aquel que lo empujaba
del brazo derecho; un joven que escasamente tendría 20 años y quien comprendió
a través de aquellos ojos que lo tenían en la mira, que su cobardía era
irremediable. Para compensar el miedo con coraje o tal vez para quitarse esa
mirada negra de encima, cerró el puño y se lo hundió de un golpe en el estómago
emponchado.
Enroscado como un feto Salustiano entreabrió los
ojos sin memoria de sueños, como arrojados despectivamente hacia la realidad y
llegando de ninguna parte. Sintió pánico y miedo al no estar acostumbrado a
despertar así, tan vacío. Llegando por los barrotes de la ventana vio la sombra
de un animal recorriéndole su cuerpo bajo el marco de luz que se reflejaba en
el suelo. Oyó el atardecer a través de su albor y profesó el desplome del día
alcanzándolo también a él. Sintió el final y ésta aprensión lo aterrorizó, no
así los rostros de la muerte que parecían estar abriéndose camino en el frio de
aquella celda. Un gato gris se sentó finalmente sobre el marco interior de la
ventana.
Salustiano ya había muerto infinidad de veces y
hasta en un mismo día. Estaba al tanto de los ambientes y la convicción con que
aprieta la muerte. La había sentido en su paladar seco cuando éste arropaba sus
ojos y los libraba al sueño perpetuo dejándolo a él aliviado en algún desierto;
sabía también que podía rasguñar sin piedad, podía ser tan intensa como la misma
naturaleza y dejarlo divagando en una canoa en medio del mar o girarlo entre
sueños y no encontrarla a su lado, confundirlo hasta dudar, crecer como planta
tropical hasta cubrir su casa y ahogarla en la selva sin rastros de que alguna
vez existió. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Sin embargo nunca antes había sentido su visita
concluyente, reconocible por su triste ausencia de amor u odio pero repleta sin
embargo de indiferencia y ansias por rematar la jugada con desgano, liquidar
finalmente la tarea y pasar a víctimas más entretenidas. Así transcribió
Salustiano el mensaje del General cuando éste le fue leído para anunciarle su
sentencia y fecha de ejecución; las palabras que pronunció aquel militar no
fueron escuchadas ni necesarias para Salustiano.
La primera noche fue la más difícil de las nueve.
Derrumbado en el suelo e inmóvil por el dolor físico, conoció por primera vez al
insomnio. Entendió por su fuerza desesperanzadora e imposibilidad de evasión,
que era más cruel que la muerte que había conocido en sus sueños, la cual
siempre le había infundido bravura y lucha en ambos mundos. Sintió el miedo que
provoca ir listando lo inconcluso para luego perderse en el laberinto inútil de
suponer un futuro sin uno. A pesar de haber vivido varios años advirtió que su
lista era extensa.
Cuando rebasó la noche con toda su luz empujando
por la espalda del gato, Salustiano sucumbió ante la alucinación de que su vida
no había valido nada. Que nada había hecho y por esa nada sería recordado. No había
hechos ni acciones en sus memorias, tan solo ideas y teorías –todas salidas del
mundo de sus sueños- que no parecían beneficiarse de valor alguno en el miedo
nocturno de aquel gaucho. Un hombre es recordado por sus acciones y no por sus
ideas, pensó y se venció.
Fue entonces cuando el gato saltó desde la ventana
hacia el interior de la celda y con su inesperada aparición llegó la realidad
del presente. Recorrió el calabozo como si éste estuviera vacío (tal vez lo
estaba desde hacía instantes); se paseó con paso lento y la cola flotando sobre
su lomo mientras los ojos desolados de Salustiano le seguían el movimiento. Retraídamente se acercó hasta su poncho y él apoyó su mano
sobre el espinazo del animal. Al acariciarlo sintió envidia por él; su desunión
con el tiempo y su instintiva manera de vivir en el presente le daban ante los
ojos de Salustiano una inocencia comparable a la de un niño. Entonces se
durmió.
El final la soga dejo ver un balde repleto de agua
fresca. Bebió hasta sentirse hinchado y el resto del contenido se lo echó sobre
la cabeza desde lo alto de sus brazos alzados y mientras tapaba el sol del
mediodía con aquel cubo metálico. El agua le cerraba los ojos con la misma
intensidad con que se escurría por la sonrisa de su expresión. Decidió pasar el
mediodía junto a la sombra de aquel pozo; dormir para soñar y así entender su
despertar. Soñó que era anciano y el tiempo pasaba lentamente como cuando era
niño y los veranos Pamperos eran gozosamente interminables. En su sueño, el
paso de los días se adaptaban a los acentos de su antojo, ellos aún le reglaban
nuevas experiencias y él su esmero por vivirlas; le nacían hijos y nietos
nuevos cada día que crecían más rápido que él y por lo tanto lograba
disfrutarlos lentamente a su ritmo; los veía partir y regresar para contarle
que las tierras seguían libres y traerle noticias de sus amigos. Soñó que vivía
varios días en una misma jornada; Salustiano ya no percibía el paso del tiempo como una representación exacta de la
realidad, sino que el daño del tiempo le era ajeno mientras él siguiera
encontrando una forma nueva de vivir cada día. Ahí radicaba el secreto de su
inmortalidad y vitalidad.
Carmen Hidalgo, cuñada de Salustiano y de un
terrible parecido con su difunta hermana, no lograba conciliar la imagen del
gaucho legendario que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una
distancia de casi mil páginas, con la del adolescente aquel de piel curtida y
pelo blanco que enseñaba a cazar vizcachas a sus nietos por las mañanas y
aprendía a tejer lana con las mujeres por las tardes mientras tomaban mate.
Poco a poco, año tras año, Salustiano fue saldando
en forma de cuotas la deuda que tenía con la vida. Dejó de escribir el mismo
día en que regresó a la casa rescatado por fin para el corazón de los suyos; y
si bien jamás añoró su vida anterior ni le pesó el recuerdo, a lo largo de los
45 años que le quedaron de vida, tampoco volvió a recordar ni una sola vez lo
que soñaba. No percibió el sueño sino como algo que sucedía mientras dormía y
que se quedaba allí al abrir los ojos; el anhelo que lo empujaba al sol de la
mañana era la vida que sucedía afuera y no dentro de sus sueños. Si no es la
guerra, que sea la vida.
El 21 de Marzo de 1943, después de comer,
Salustiano se sentó en la terraza de su casa donde solía tomar mate. No sintió ánimo
como para dormir la siesta que prefirió quedarse sentado viendo como el cielo
se iba preparando para la lluvia. La casa estaba vacía y el resto de la familia
regresaría de su viaje por Buenos Aires recién mañana. Permaneció toda la tarde
viendo llover sobre el jardín y la calle de tierra que comenzaba en su portal.
Cuando por fin escampó y la gente comenzó a aparecer caminando en dirección al
centro del pueblo, él continuó inmóvil en su silla.
Creyó escuchar el ruido de varios caballos llegando
desde el arroyo. En efecto, un grupo de militares montados se entrevió por
encima del muro de piedras. Al pasar junto al jardín y ver a Salustiano en su
silla de mimbre, el menor de ellos, un joven que escasamente tendría 20 años,
le saludó tocándose la visera de su gorra; si has de irte otra vez -le dijo con
un tono amable- trata de recordar cómo eras hoy. Continuaron camino arriba por
la calle en dirección contraria a la que venía bajando un grupo de niñas
tomadas del brazo.
Una lengua seca le lamia los ojos cuando despertó
ya casi al anochecer. Se incorporó y vio que un gato gris maullaba junto al
balde. Lo acarició y sintió empatía por el animal; supuso que tenía sed y
volvió a lanzar la soga al fondo del pozo. Salustiano decidió no esperar a que
amanezca y aprovechar el soplo de la noche para avanzar camino. Se sentía
descansado y de buen humor por el nuevo compañero que había encontrado.
Los hombres que lo llevaron del calabozo al patio
de fusilamiento no entendían la conducta anestesiada de Salustiano, quien tuvo
que ser mojado para que despierte antes de ser ejecutado. Abrió los ojos y se
dejó llevar hipnotizado. Juzgando por la facilidad con que permitía que lo guiaran
y la mueca desconcertante que lo envolvía, los soldados comenzaron a suponer
que aquel hombre debería estar borracho o bajo la influencia de alguna
sustancia. Sin embargo Salustiano se mantenía firme en su paso; preguntó la
hora cuando caminaban por el pasillo del pabellón, casi las seis de la tarde
contestó un soldado. Salustiano preguntó si estaba lloviendo y si sabían a qué
hora llegaba el tren proveniente de Buenos Aires, pero ya nadie le respondió.
La lluvia de la tarde había desatado un olor fresco
en el aire; Salustiano trajo la pava caliente desde la cocina y la apoyó sobre
la mesa de lomo de vidrio que había en la terraza. Se podían ver las gotas aun
sujetas antes de caer sobre la loza naranja. Salustiano se quedó viendo a la
gente pasar en el fresco de la tarde mientras tomaba unos amargos. Comenzó a
sentir frio y se cubrió hasta la cintura con la manta de alpaca que había
traído de su cuarto. La tarde se ponía cada vez más roja, más nítida, más viva.
Un hombre de aspecto cansado se detuvo dubitativo frente al portal de su casa.
Salustiano se puso los lentes y llego a ver que un gato gris caminaba por la
tapia del muro. Levantó el brazo con intención de saludar al hombre pero éste
pareció no verlo y continúo caminando desconcertado.
Aquella noche Salustiano Pereyra se quedó dormido
en la terraza de su casa. Ni los truenos de la tormenta, retumbando como balas
en el cielo, lograron despertarlo en la madrugada.