Voy en un viejo
globo, llegando a Lima. Voy de pie, algo maravillado, con ambas manos apoyadas sobre
el borde y la cabeza asomada apenas por fuera del canasto. Abajo es 1959 y
alrededor el cielo es tan gris como dicen. Silencio absoluto, calma completa de
la atmosfera, solo perturbada por los crujidos del mimbre que nos llevan. En la
engañosa quietud evoco a mi anfitrión limeño, Alfredo Bryce Echenique, que ya
me está esperando allí abajo en una fiesta de verano, un baile de sedas y
organdíes, de tules, de pegajosos calores limeños, de humedades, de jardines
sumamente verdes, floridos e iluminados lindo, y con la orquesta del Almirante
Jonas, allá a un lado. Y ahí, en medio de todo aquello ya estoy yo sentado
junto a mi amigo Alfredito, un adolescente que ha perdido a su gran amor y se
está pasando de vueltas con el whisky mientras Carla Parodi, la enamorada de su
compadre el Peruvian Apollo, lo
consuela y le dice que ya está bien de trago, que no sea tonto. Y así, con su vocecita
suave y su sutil inteligencia, Carla se lo va metiendo a Alfredito poco a poco
en el bolsillo, como lo ha hecho con todos los amigos de su enamorado; incluso
yo he saltado de cabeza a su bolsillo y desde allí adentro, recostado sobre la
perfumada tela de Carla Parodi, observo Lima en 1959.
A veces pienso
que gran parte de nuestra vida ocurre dentro de la mente, en recuerdos,
imaginación, interpretación o especulación. Tal vez por eso simpatizo con los
que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego
descubrimos que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque
corroboro a través de estos viajeros inmóviles que solo las imaginaciones limitadas necesitan
los viajes al extranjero. De hecho, nada me provoca tanta curiosidad y
admiración como aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el
confinamiento sople con mayor libertad su vuelo mental.
Hace 15 años
emprendí el viaje más alucinante por la Patagonia argentina; el primero que
hice en solitario. El viaje duro unas pocas semanas. Pero sentado en silencio he
regresado mentalmente infinidad de veces, he tratado de comprenderlo, de
encontrarle un sitio en mis pensamientos; ese viaje inmóvil ha durado 15 años, y
probablemente dure para siempre. El viaje, en otras palabras, me dio algunas vivencias
increíbles, pero sólo al sentarme en silencio es que he podido transformarlo en
un libro de mi autoría que puedo leer cada vez que, inmóvil, lo desee.
Una de las primeras
cosas que se aprende al viajar es que ningún lugar es mágico a menos que se lo
vea con la mirada apropiada. Uno lleva a un hombre irascible al Pico de Adán en
Sri Lanka, y se quejará de que las lentejas están picantes. Por eso creo que la
mejor manera de cultivar una mirada más atenta y apreciativa fue, curiosamente,
sentándome en silencio y viajando inmóvil a través de la lectura.
Los libros —sí,
aquellos objetos que como decía el gran Oliverio Girondo deben construirse como
un reloj y venderse como un salchichón— no sólo sirven para evadirse, sino que
son mucho más; son, sin exageración, un viático esencial para hacer más humano este
viaje.
Leer no
necesariamente nos haga más inteligentes o más prósperos, pero he confirmado
que sí nos vuelve más nosotros mismos; leer, sobretodo, nos hace más humanos.
El viajero inmóvil - capaz de quedarse conmovido por el final de una novela, de
empatizar con el silencio de un personaje que padece fiebre de amor, de desentrañar
adentro suyo las cuestiones que el autor plantea para sus personajes- se vuelve
con cada uno de estos viajes estáticos, más consciente de lo que ocurre a su
alrededor, y por lo tanto más capaz de actuar en consecuencia.
Sigo
de pie en mi globo, ahora deslizándome sigilosamente hacia París. Puedo
advertir en el filo del horizonte, en brumas, el confuso sabor de 1968. Allí me
espera Martin Romaña, un estudiante de filología francesa, aprensivo, limeño y futuro
amigo de Alfredito. Martín está durmiendo en la hondonada mientras yo sobrevuelo
techos manchados por excrementos de palomas y humedad de lluvia. Martin duerme
sin saber que más tarde, mientras él y yo andemos exagerando la noche por la Rue Mouffetard, Inés ya habrá tomado la
decisión de abandonarlo por su inseguridad, timidez e indecisión.
Mañana
la resaca será terrible, lo sé, y mi amigo Martin estará insoportable y
nuevamente atrapado por una crisis "positiva" de melancolía - y unas
hemorroides que aún no sabe pero que lo llevarán hasta Barcelona. Martin pasará
la tarde sentado en su sillón Voltaire, anotando en su cuaderno azul las
peripecias de un latinoamericano en la ciudad de la luz. Mientras tanto yo,
sentado a 47 años de distancia, estaré observándolo inmóvil; puliendo el kafkiano
arte de irme muy lejos para quedarme aquí.
Publicada en la revista guatemalteca esQuisses el 30 de julio 2015:
http://www.esquisses.net/2015/06/el-viajero-inmovil/