Pero algo terrible sucedió un buen día. No sé si fue
una mañana precisa yendo medio dormido al baño, o si sucedió regresando a casa con
la cara pegada a la ventana del autobús. Lo cierto es que mi cielo se nubló y
ya no entendí más nada de este mundo. De repente ahora son todas dudas y
preguntas, y poco a poco mi castillito de arena se está desmoronando por la
marea de… ¿la involución? ¿La madurez? No sé, no me pregunten, yo ya no sé más
nada. Y ahora siento que la única opinión personal que aguanta el paso del
tiempo (y a la cual me aferro como el último retazo de aquel joven lleno de
certezas que una vez fui), es que me gusta mi café corto y espeso, por favor no
lo agüe, verá, es que sino no se me activan estas neuronas, que por cierto andan
cada día más amotinadas contra las convicciones de su portador. Además sucede
que estoy empezando a desconfiar de aquellos que acumulan certezas
intransigentes a medida que envejecen (muy probablemente lo hago para
justificar mi nuevo yo). Pienso que todos deberíamos irnos de este mundo envueltos
en una incertidumbre sobre quiénes somos.
Sin embargo no parece que eso esté sucediendo, sino
todo lo contrario. No sé si soy yo o son ustedes, pero lo cierto es que tengo
la impresión que cada día se opina más y con mayor fanatismo, lo cual no
significa que se esté opinando mejor. Las opiniones exprés son el plato del día.
Brotan como burbujas de gaseosa, y me explotan en la cara cada vez que la hundo
en los medios de información o en las redes sociales. Hay tantas cosas sobre
las que opinar, tantos espacios para hacerlo, y es tan fácil juntar dos o tres
elementos y armar una opinión, que por qué no hacerlo sobre refugiados sirios, independentistas,
yihadistas, resultados electorales en mi país o en el tuyo, adopción
igualitaria, estudios sobre carne, harina, marihuana, etcétera etcétera. Mientras
que los hechos se tornan cada día más complejos e interrelacionados, las
opiniones más apresuradas y exaltadas.
Es curioso que cada vez se conteste más y se pregunte
menos. Sobre todo en los medios informativos, donde últimamente se ven más opinólogos
ofreciendo respuestas que periodistas haciendo preguntas. ¿Acaso contestar no es
lo contrario a la idea del periodismo? ¿Acaso informar sobre un hecho de
relevancia social no implica preguntar a especialistas de uno y otro lado y mantener
una cierta imparcialidad? Sin embargo pareciera que se valora más el periodismo
de opinión que el de información, y mientras que a éste último lo manejan unos
pocos, la opinión, como las ganas de orinar, la tenemos todos. Menos yo desde
aquel fatídico día, claro.
No me llamen místico, pero se me ocurre que en los
últimos años, tal vez desde la explosión de las redes sociales, el periodismo se
ha convertido en un acto de fe. Según quien escriba o hable, las personas creen
o no. Y para colmo de colmos los espacios y tiempos se han vuelto tan breve, que
toda opinión es un momento efímero de descargo personal. Un argumento acalorado.
Una opinión radical. Por eso preferiré siempre los ensayos a los tuits, porque
ellos, antítesis de la opinión exprés, al igual que la literatura, me ayudan a situarme
mejor en la historia y a amortiguar esta incertidumbre absoluta.
Y es que las cosas de este mundo se han vuelto tan
complejas e interrelacionadas, que cuando me preguntan mi opinión sobre el
veganismo, el ciclismo o el comunismo, no puedo evitar contestar con el silencio
de un opinólogo estreñido….o a veces, raramente, con un perpetuo descargo que
ni el amor de madre tiene la paciencia de escuchar. Es que adoro la
continuidad, pero ella no me quiere a mí. Por lo tanto debo opinar para acabar
y, con mi opinión, limitar el sentido que le doy a mi mundo, o al mundo de esta
columna, y opino que exige mucho esfuerzo opinar. Por eso es que siempre
preferiré a aquellos que, más que opinar, aportan una reflexión que ilumina una
nueva forma de ver las cosas de este mundo, a aquellos que aportan una quietud
en medio del caos.