Por fin el silencio de lo acontecido.
Por fin la serenidad de la apatía -y pensar que hace unas horas lo que acaba de
suceder era para él una cuestión trascendental-. Sin embargo ahora un cierto
alivio le ofrece el saber que ya no hay más nada que se pueda hacer, que la
estampida de los hechos lo han atropellado ya, dejando en su sangre una última
dosis de adrenalina, ésa cuota final que poco a poco, lentamente, se le va
escapando del cuerpo mientras se despierta su sensibilidad.
Y a la vez la corona a su lado es una premonición de las tantas entidades que acaban de abandonar a aquel hombre. Que importa si en realidad es un rey, aquí tumbado no es más que un mortal con la suerte de estar respirando. Sin embargo ahí está él, aun rey (las noticias tardan en llegar, y hasta que no lleguen, lo que fue sigue siendo), desplomado y con sus piernas rotas, ensangrentadas, insensibles, lejos de lo que eran hace unas horas. Y sin embargo, no es un cuerpo más. El maldito sigue siendo algo único en este campo cubierto de muerte. Su vida aún perdura, aun lo atraviesa con un finísimo hilo de existencia que alcanza para borrar el dolor físico e ir directo al pensamiento, ofreciéndole espasmos.
-Mi reino por un caballo- murmura (o dicho en sus palabras, my kingdom for a horse) mientras la ansiedad lo proyecta ya montado en el lomo del animal y rescatándolo de aquella carnicería humana que poco a poco se va convirtiendo en cementerio. La corona sigue intacta sobre la arena y los ojos del rey parecen hablar al verla. De qué sirve ese cacharro ya sino sólo para evocar memorias inútiles, como todo lo que llega del pasado en los momentos de desesperanza, evocaciones que en verdad nunca dibujan lo que realmente sucedió. Y sin embargo todas esas memorias ahora se condensan y se deprecian con el correr de los segundos. Todo ese pasado ahora se convierte en una moneda que se desvive por pagar. Una moneda de memorias con una corona de propina sorteándose a la primera alma que por allí pase y la exija para salvarlo.
Sí, my kingdom for a horse vuelve a remachar por segunda vez con los ojos fijos en la corona, como un deseo que busca consuelo ante el frio de la muerte.
Y
con la sospecha del final llega la vida en un instante. Lo alcanza entonces la
presencia de la juventud, o aquel tiempo donde la falta de una certeza o
vocación lo convirtieron en ese rey introvertido y poseído, dispuesto a matar
despiadadamente al miedo que se aplaca en los cobardes cuando la vida se
despierta y se ofrece. Llega también la evocación del amor, como un calor
húmedo; y del enamoramiento, como el único sentimiento que lo hizo vulnerable y
feliz.
Por un instante se imagina a salvo y lejos de la muerte a la que ve llegar son su barca desde el mar. Se aterroriza al imaginarse vivo pero descoronado y prefiere la muerte, carente de pasado, a estar retirado de la vida, donde todo es el pasado (y quién puede sobrevivir a semejante tormento).
Por un instante se imagina a salvo y lejos de la muerte a la que ve llegar son su barca desde el mar. Se aterroriza al imaginarse vivo pero descoronado y prefiere la muerte, carente de pasado, a estar retirado de la vida, donde todo es el pasado (y quién puede sobrevivir a semejante tormento).
Mejor
sucumbir, piensa, pero no se puede dejar morir, no él. La vida es más fuerte
que la muerte en los momentos de irreflexión donde prevalece el instinto. Y
ahí, en soledad, desde la arena volcánica y rojiza, con el puño cerrado y
abrazado al recuerdo del amor, un rey se va diciendo con su último respiro de
vida: my kingdom for a horse.