Había sido una estupidez
lo que acababa de hacer. Arrojarse al vacío desde un vigésimo piso había sido
una verdadera estupidez. Otra más en una larga lista acumulada en cuarenta y
dos años. Sólo que esta vez la estupidez era irreversible. Así de irónica alcanza
a ser la vida, o la muerte (qué más da). Lo cierto es que ni bien se dejó caer
por la cornisa, comenzó a sentir los chicotazos del miedo azotándolo por todo
el cuerpo con aun más furia que cuando estaba parado frente al vacío, algo
dubitativo. Ahora, en caída libre, sentía una furia ardiente, eléctrica,
llenándolo de fuerza por dar lucha, por gritarle en la cara a cada uno de los
habitantes de este mundo: AQUÍ ESTOY YO, CARAJO! Era más que una furia, era una
rabia que aunque se estaban conociendo por vez primera, la sentía propia. El vértigo,
por otro lado, le tiraba sin piedad del nudo en su garganta, y esa sí era una
fuerza familiar. El estúpido iba cayendo como un loco peleando con cuerpos invisibles.
Y tristemente en esa lucha de desahogo y miseria con final irreversible, el
pobre hombre descubrió que el olvido no existía. Dejarse caer desde aquella
altura le había despertado de un manotazo toda la modorra; ya nada dormía en él.
Más bien todo lo contrario. La impotencia que lo había empujado al vacío se
había quedado allí arriba, sin coraje para lanzarse con su dueño. En cambio quien
bajaba ahora a toda velocidad y cortando el paisaje como un meteorito, era un
saco lleno de vida, nítida y hambrienta. Era todo lo que creía perdido en el
olvido. Lanzarse al vacío le estaba mostrando que en realidad todo había estado
durmiendo desde siempre en algún lugar remoto a la que se podía llegar también
con paciencia y voluntad...o con la revelación repentina -jamás divina- de un
acto tan huérfano como el que acababa de cometer.
El aire que había sentido en falta desde
hacía años ahora rebasaba abriendo de par en par las puertas a la ciudad
antigua, la eterna metrópolis de sus días que ya eran claramente finitos. Y en
esa imagen que muestra la vida en un instante vio las ruinas de las primeras
construcciones aun aguantando las demás versiones que fueron construyéndose
tras guerras y protagonistas de épocas anteriores.
Una de las columnas
tumbadas, la más bella e inútil de todas, le recordó su adolescencia más
rebelde y las voces de aquella época. Allí había escuchado eso de que muchas de
sus incertidumbres y curiosidades podían
convertirse en hoces abriendo el paso de su propio camino si tan sólo lograba
tejer con lecturas y actos el lazo que lo uniría con el mundo exterior; que los
silencios se podían volver melodías sobre el ruido blanco si se animaba a tocar
los instrumentos que lo rodeaban. En definitiva, que todo un instinto de vida
podría haber irrigado su desgano.
Sintió entonces nuevamente la verdadera
estupidez de su decisión, llena de un sabor agrio como de leche podrida, y ante
el inminente golpe que le estaba por partir el alma contra el pavimento, se
consoló aún más neciamente evocando aquello que todavía le quedaba mientras el corazón
latiera y la razón conste. Recordó entonces el perfume de sus axilas de limón,
la seda líquida de sus cabellos azabache, la palidez primaveral de sus pechos,
pero por encima de todo recordó –casi físicamente- el amor paciente que ella le
había regalado por haber visto en él lo que él recién veía ahora.
Gritó:
Mierd...!