Tal vez no lo sepas, pero me dejaste ausente, lejos, ardoroso por dentro.
No sé si fueron tus manos o las mías las que, impacientes por innovar, me redimieron
de la trampa del tiempo. Lo cierto es que rápidamente volé alto y liviano, perdiéndome
en una pausa tranquila de seis días. Sin embargo hace unas horas comencé a imaginar que te alejabas, no
del mundo, sino del mío. El silencio de dos amantes asustadizos es una hoja en
la que rápidamente escriben los espasmos del fantasma que los alquila. Y los míos son el dolor de suponer que no me
necesitas tanto como yo a ti, por vez primera. Como si estas últimas palabras,
mi estreno, debieran encarnar en ti una responsabilidad. No hay brazas más tercas
al frio de la noche que las de un alma que se quiebra por vez primera y se torna
vulnerable ante lo que no pueden explicar.
Tu ausencia es un reflejo de quien ya no puedo volver a ser; una mano que me atrapó de repente y
por el cuello de mi abrigo mientras me zamarrea frente a un espejo. Ahí estás
ahora, me digo, lo que ves es lo que fuiste en otros rostros, y lo que por empatía
ya no volverás a ser. La mancha finalmente convirtió al tigre en pantera; la
cicatriz del delito se marcó en el rostro del preso. La dulce marca del ardor, finalmente
y para siempre.
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