¿Acaso dije ya que el otoño me inquieta? Sus días cada vez más cortos
los vivo como una premonición de que algo terriblemente importante se está
acabando, y que durante los meses que faltan hasta la primavera no sabré con
certeza qué fue aquello que se me escapó. Son temporadas en las cuales mis
paseos por la ciudad se vuelven circulares y los días comienzan a tener un
rasgo peligrosamente mecánico.
Parecería como si el otoño fuese en la práctica un proceso de
estancamiento, de estabilidad bochornosa. Y para colmo mi carácter y mi lucidez,
afectados, se tornan espesos y trabados, abandonándome en manos de una
parsimonia para asimilar aquello que me rodea. Aun vivo el verano cuando de
repente un día me despierto y las hojas de los arboles ya han cubierto todo el
mar. Ni bien comienzo a asimilar este paisaje que ya la nieve se está burlando
de mis zapatos. Trato de buscar las pistas de lo que vendrá a través de los
pequeños detalles que hay en la ciudad, pero no alcanzo, soy tan lento con cada
detalle que recojo, que acabo barrido por el viento del calendario.
En una de esas temporadas y buscando uno de esos detalles, fue cuando
encontré a Enrique. Un catalán de sólo 23 años y recién llegado de Melilla tras
haber cumplido, muy a su pesar según me contó, un año de servicio militar
obligatorio durante el cual hizo todo lo posible por fingir una chifladura que
le permitiese la baja. En ningún lugar más lejos que la demencia se encuentra
parado ese joven de mirada severa. Y eso lo supe desde que lo escuché hablar,
aunque no mientras lo observaba de lejos. Cargaba con unas ojeras húmedas sobre
las cuales podía verse una mirada amable aunque distante. Por lo demás era
preciso y bohemio, y era tan desgarbado como formal y triste, a pesar de su inevitable
juventud.
Nos conocimos por casualidad durante una lectura pública un miércoles
por la tarde, y me bastaron sólo unos minutos de charla para entender que era
un hombre de extremo escepticismo e incapaz de adaptarse a lo que le rodeaba,
es decir más o menos la clase de tipo en el que temporalmente me había
convertido yo durante esta época de días cortos. La torpeza de sus movimientos revelaba
su juventud, sin embargo algo en lo que callaba me hacía suponer que había
vivido más años de los que en realidad aparentaba. Le di mi teléfono, dirección
y le dije de vernos un día de estos. A los pocos días me olvidé de él.
Hoy salí del trabajo cuando el cielo invernal estaba violeta y el día
aún agonizaba. Llegué a casa y comencé a preparar la cena antes de lo habitual,
más para entretenerme que por hambre. Me encontraba cortando una cebolla cuando
escuché que golpeaban mi puerta con los nudillos de una mano. No son comunes
las visitas imprevistas en Suiza, y como no esperaba a nadie, tal vez por eso
es que sentí un poco de aprensión cuando el ruido volvió a insistir. Al abrir
la puerta lo vi a Enrique saludándome con una sonrisa y excusándose por no
haber llamado antes para avisarme que vendría.
Lo invité a pasar y a cenar, aunque rápidamente olvidamos comer y
preferimos quedarnos en el salón conversando y bebiendo, primero cerveza y
luego una botella de vino.
Siento como si aquel joven hubiera tomado mi cerebro con la punta de sus
pálidos dedos y lo hubiera inspeccionado bajo la luz de mi lámpara de pie;
girándolo como una fruta a la que acercaba su vista para ver las sombras que se
iban formando sobre su rugosa superficie. En cuanto a mí, lograba ver cada una
de las palabras que soltaba, y las cuales aparecían de a montones, todas
exigiendo mi atención. Presentí la fascinación de ver mi soledad iluminada por
palabras. Enrique hablaba sin detenerse, del pasado, de la muerte, y al hacerlo
iba desvistiendo a ambas hasta dejarlas con cuerpos tangibles e inevitables, y
por lo tanto absurdos a cualquier temor, según dijo.
Sentado en el sofá de mi salón y con los codos apoyados sobre las
rodillas, Enrique iba liberando palabras que abrían ventanas desde las cuales
se oían coches subir por la avenida Aribau. Algunos sonidos de su voz parecían
repetirse, aunque no sabría con precisión si ciertas palabras reaparecían, o si
la ventana que abría era siempre la misma pero enseñando un paisaje diferente
cada vez. Desde donde estábamos parados él y yo, la ciudad se veía como un
campo nocturno sembrado de cubos con luces amarillas dentro de los cuales suponíamos
que se planeaban suicidios, o se amaba una pareja, o sucedían insomnios que obligaban
a asomarse para ver la ventana que a su vez los observa. Tan sólo cuando bebía
y lograba fijar mi mirada en el vaso, es que conseguía apenas por unos segundos
esquivar sus palabras y las imágenes que ellas dibujaban. Se atropellaban por
alcanzarme mientras Enrique, con el abandono y el descuido de un lector voraz
que encontraba en mí suficiente amparo –o ignorancia- como para bajarle la
guardia a sus pensamientos, deshacía argumentos con palabras llenas de
oscuridad mediterránea. Todo lo que me contaba llegaba desde una distancia,
acaso una ventana desde la cual alguien me miraba a mí.
Un joven cuyo rostro parecería no tener pasado, me exponía con sus
oraciones -sin pausas ni puntos finales- las texturas de una vida ancha en
tiempo y soledad. Y nuevamente supuse por los silencios de su enmarañada
oratoria, que todo en él era sincero, incluso su identidad incierta. Me decía,
mientras también se reafirmaba a sí mismo: Riega, riega el pasado por más que
ya no seas el que fuiste, cómo podrás entender aquello que no dejas crecer, no
seas cobarde ni holgazán, no hagas con tu pasado lo que el invierno hace con
los días, acortándolos hasta dejarlos como sucesos rápidos y vacíos. Escribirás
el mismo cuento toda tu vida por lo que no busques un final cuando no lo hay,
más bien déjate llevar por la incertidumbre perpetua, probando descubrir quién
eres hasta el último respiro. En ese momento verás que la oración final era tan
simple que es absurdo buscar durante tanto tiempo algo tan breve.
Me hablaba él y me hablaba yo a mi mismo, y a fuerza de imaginación la
conversación fue cobrando forma y color hasta eventualmente ponerse en
movimiento. Con nitidez veía ahora sus palabras desfilando por mi casa,
entrando al baño o apagando la luz de la cocina. Veía veranos bochornosos en la
costa brava e inviernos sonámbulos en París, ambos tomando forma de signos
exclamatorios. Algunas palabras se acercaban a la mesa ratona y regulaban la
iluminación de la lámpara bajo la cual Enrique inspeccionaba, con severidad
poética, cada uno de mis órganos que exponía y giraba con la punta de sus
dedos.
Se acabó el vino y le ofrecí licor; me pidió un café en su lugar. Lo
preparé mientras él permanecía en el salón. Luego salimos al balcón a fumar.
Mencionó algo sobre el repentino cambio de temperatura y como el frio le
recordaba a los inviernos en Berlín.
Finalmente tomó su oscuro y largo abrigo. Una vez puesto le subió el
cuello como si su imagen no fuera lo suficientemente desolada, y me anunció que
debía irse ya parado junto a la puerta. Lo despedí y cerré con llave.
De regreso en el salón preferí dejar todo tal cual estaba. Tan sólo
apagué la lámpara y dejé la puerta del balcón abierta para que las palabras que
aun daban vueltas por la casa encontraran fácilmente una salida.
Presiento que Enrique tendrá un gran impacto en mí.