Camino un poco más y me detengo junto a la
enorme maceta blanca donde hace tan solo un par de años jugaba a la pelota. Al levantar
la mirada me percato de que el césped de aquel parque es ahora el asfalto de
una calle peatonal con fachadas victorianas y balcones donde el invierno se hilvana
en forma de ramas secas. Desde uno de ellos, una mujer sin maquillaje silba.
Alzo la vista y su mirada de gata madre
fumando me recuerda a una adolescencia en Génova, patrullando el casco antiguo en moto
y sospechando que todo tesoro se esconde bajo llave. –No es verdad eso que piensas, niño- me había
dicho desde el balcón la misma mujer una mañana de verano entre semana. Detuve
mi moto y alcé la vista al balcón. -Sube- me susurró nítidamente entre humo de
cigarrillo y una sonrisa lasciva.
Yo, obedeciendo sus órdenes con un
coraje que me abandonaba en cada paso, comencé a trepar las escaleras de aquel
edificio frente al mar. No alcancé la segunda planta cuando una fiebre ocre me
envolvió en llamas. Derrotado en el suelo y sintiendo que el fuego alcanzaba mi
vista, noté como el calor extirpaba algo de mí hasta separarlo totalmente y dotarle de una
autoridad que inmediatamente percibí severa, aunque compasiva con la parte que
abandonaba en las escaleras.
De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.
De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.
–Me estás matando y no lo puedes evitar-
me decía sintiendo mis manos en su cuello mientras yo hacía el amor por primera
vez.
–No temas, sólo basta que me despierte
para devolverte a tu balcón.
Genial(es)... esas cuestiones, ¿vio?
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