El recuerdo es interrumpido por un perro
que se acerca hasta la gran maceta blanca. El aire fresco de la mañana y mi
instinto, me afirman que estoy en la realidad. Pero la pausa a la que me induce enterarme
donde me encuentro me incomoda hasta el punto de querer escabullirme de ella, y
de la vergüenza que me provoca, a toda costa y de la manera que sea. Por
ejemplo, abriendo la puerta y entrando al café que hay frente a mí. Camino
hasta única mesa libre que encuentro, una junto a la puerta del baño y sobre la
cual reposa, doblado, un periódico viejo.
En diagonal, junto a la ventana, una
pareja desayuna impaciente. Ella, visiblemente segura, viste un gris que
resalta el grito apagado que se asoma por su mirada ya madura. Sus constantes repasos
al reloj de muñeca resaltan la concentración con la que el hombre frente a
ella, prolijamente afeitado y peinado, pasa las hojas del periódico sin mover
la vista. Los presumo pareja, y por la fría confianza con que se corresponden, que
llevan varios años juntos. Y juzgo por la vestimenta sobria y el silencio
inquieto, que llegan tarde a un casamiento o a una gala de fin de semana. Sin
embargo el maletín de cuero entre las piernas del hombre me desconcierta.
A mi izquierda dos adolescentes se
interrumpen constantemente. Sus libros abiertos me hacen suponer que es épocas
de exámenes. Sobre la barra, un hombre uniformado con un grueso abrigo negro
que no se quita, bebe café. Más reparo en los clientes y mayor es la curiosidad
que me despierta sus vidas, claramente desentonadas con la pereza de un sábado
por la mañana.
Viendo que no soy atendido, aprovecho
para ir un instante al baño a lavarme las manos. Al regresar a mi mesa, jamás
imaginé lo que me esperaba. Súbitamente ya no hay nadie en el café y todas las
mesas están ahora completamente vacías y limpias. Pienso en la posibilidad de
una broma desagradable, pero inmediatamente descarto mi ingenuidad y entiendo
que esto es más serio de lo que parece, y que si no procedo con juicio, algo
más que mi cordura está en peligro.
Acercándome a mi mesa mi confusión se transforma
en un sudor al encontrar una taza con restos de café frio y un plato con sobras
de pan tostado. Me siento y advierto nuevamente la opresión en las sienes, y con
ella, el metal caliente que abrasa mis ojos. Soplo los granos de azúcar que hay
sobre el periódico y espero en silencio intentando atar los cabos de este caos.
La camarera, a quien ahora identifico por ser la única persona en la sala, me
atropella con una mirada tan breve que no me permite descifrarla.
La ventana de la pareja inquieta ahora me
muestra un atardecer que realza mi confusión. Ya es insostenible la incomodidad
que me despierta este laberinto. Necesito usar toda mi energía y concentración para
salir cuanto antes de este sitio, a toda costa y de la manera que sea.
Alzo la mano y llamo la atención de la
camarera, quien llega trayéndome una cuenta que incluye un café con leche y
tostadas, una coca cola y tres cervezas. No me animo a decir nada,
y al sacar un billete de veinte francos que dejo sobre la mesa, veo que mis
manos tiemblan. Luego me paro y me dirijo a la salida mientras quito la bufanda
de la manga interna de mi abrigo. La camarera se acerca para abrirme
la puerta, ya cerrada a llave y por lo tanto dejando en evidencia que soy
el último cliente del día.
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