A todo esto una nube cubre el escaso sol
que me iluminaba mientras permanecía inmóvil frente al café. Y percibo a mi
ciudad, bajo el cambio de luz, como si fuera un cuerpo violado y mutilado. Lo
veo claramente moribundo mientras yo descanso agitado y a cierta distancia del
cuerpo, el inacabable.
Casi irreconocibles, las calles están impresas
con una luz de atardecer y una dinámica que me resultan histéricamente
desacertadas; como todo lo que llevo viviendo desde que salí de aquel baño hace
sólo unos instantes. ¿Acaso estoy fantaseando? me pregunto aterrado mientras
siento que me caigo entre los pliegues de una realidad. Me acaricio las muñecas
con las manos y encuentro un efecto sedante en este acto.
Tal vez cerrando los ojos pueda vivir
como un alquimista. O al menos darle cimientos a la esperanza de convertir todas esas líneas
que se me cruzan al abrir los ojos, en una sola visión agradable. Capaz de
explicar esta fiebre que marcha pero regresa, y siempre me deja como a un niño
perdido en su habitación.
Es en vano. Al cerrar los ojos siento
las miradas sobre mí; todas recorren sobre un lienzo negro con intención de ser
distinguidas entre su pares. Algunas, desesperadas, piden piedad bajo mi
autoridad, otras, juiciosas, se hinchan ante mi incapacidad para entender sus acusaciones.
Y al abrir los ojos confirmo mi miseria. Una ola de gente va y viene por la
ciudad pero todos me miran al pasar como si fuera un extraño objeto.
Un niño me señala claramente. Tira
del abrigo de su madre mientras sus ojos saltan de los míos al poste de luz que
hay junto a su madre. Ella, ignorando lo que el niño intenta decirle, lo sube
al tranvía.
Me acerco. Caminando
sin percibir lo que sucede a mi alrededor. Sin saber realmente si estoy siendo
parte de todo lo que me rodea, así como tampoco jamás he sabido si estoy
realmente activo.
Sobre el poste de luz hay un afiche con
mi rostro. Me identifico inmediatamente en una foto tomada hace unos meses; o
no, en verdad dudo del tiempo. La opresión en las sienes finalmente se evapora
y siento como, poco a poco, un proceso cargado de alivio ensancha mi cabeza, y
con ella mi lucidez. El cartel dice que soy Moritz Gleixner, que tengo 26 años,
que he asesinado seis mujeres y estoy fugado de un centro penitenciario desde
hace diez días, y que soy una persona que padece serios trastornos de percepción.
Caigo al suelo, ahogado y boqueando como
un pez en la superficie. No puedo evitar romper en un llanto desolado. Siento culpa e impotencia. A mi
lado, un periódico dice que hoy es lunes siete de enero del 2013. Y no sábado.
FIN.
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