Con lo que
acabábamos de hacer nos habíamos consumido el poco aire que quedaba en el coche.
La ventilación estaba averiada y el último soplo había entrado hacía más de
media hora cuando un golpe de viento se llevaba hacia la autopista el humo y
las cenizas de su cigarrillo. Desde aquel momento nuestras intenciones habían
ido agitándose sin más oxigeno que el que había dejado aquellos minutos. Además
yo me sentía destemplada por ser nueva a estos climas trabados del norte de
Europa, y no podía dejar de sentir que el aire húmedo que se respiraba en esa
cabina transformaba cada bocanada en un trozo de materia espesa.
Afuera, el
aire se condensaba mientras nosotros, dos cobardes enamorados, avanzábamos
lentamente por las callecitas de tierra del parque. Su mirada nerviosa buscando
el lugar apropiado donde detenernos no alcanzaba a disimular sus intenciones de
refugiarnos de las pocas personas aún se paseaban por aquellos enormes campos
de césped calado. Ambos estábamos visiblemente nerviosos desde que nos habíamos
subido al coche (por primera vez) con el pretexto de llevarme a conocer los
alrededores de la ciudad. Éramos dos extraños que apenas se conocían, pero dos
extraños fascinados uno por el otro. No suelo fumar tanto, me dijo encendiendo
el primer cigarrillo adentro del coche mientras yo aún me acomodaba en el
asiento del copiloto. El olor a cenizas se asomó en cuanto abrí la puerta; apenas me
senté remarqué que en el cenicero había más de cinco colillas, todas oprimidas
entre cenizas y papel de caramelo. Inmediatamente pensé en sus manos y fue
recién ahí, cuando se acomodaron sobre el volante, que noté las manchas de
nicotina en los dedos.
Tal vez nunca
creímos que el aire que aun persistía cuando entramos al parque se iría
consumiendo con tanto vigor. Lo cierto es que para cuando nos detuvimos debajo
de aquellos pinos (tan altos que me llevaron a inclinarme hacia adelante para apreciar
su altura desde la ventana frontal) ya apenas se podía respirar allí adentro;
todo era un deseo espeso que no sabíamos cómo exteriorizar. Remarqué su perfil mientras
aun maniobraba el coche y donde se delataban sus mejillas acaloradas que casi
pude sentir como fiebre en mis labios. Estábamos atraídos por el azar de
nuestro encuentro, casi absurdo para dos personas cuyas vidas no podían
cruzarse más que por azar. A pesar de ser dos extraños que llevaban horas
consolándose, en ningún momento desconfié de sus palabras o gestos, juzgué
natural seguirlo, corresponder a su propuesta de subirme al coche y dar un
paseo. Todo en él me resultaba extraordinariamente familiar desde el primer
momento que me abordó en la cola del supermercado. No dudé en querer conocer
más, en ver si era cierto aquello que yo veía en sus ojos mientras los dos
hablábamos de precios, horarios comerciales y los acentos de cada uno. Fue
natural seguir conversando y usar la excusa de la garua eterna de la capital
belga y el hecho de estar libres de compromiso aquella mañana, para ir a tomar
un café, por qué no, por qué no perseguir aquel titubeo a pesar de la
diferencia de edad, a pesar de los prejuicios, por qué no creer cuando me dijo
que mis palabras le hablaban a un aspecto de él al que nunca le habían hablado,
y yo callé porque sentía lo mismo de sus palabras.
Cuando apagó
el motor y se giró hacia mí para darme toda su atención remarqué que no era un
hombre guapo, en nada se parecía a los hombres que me atraían o con los que había
estado. Pero poco a poco me había ido atrapando con su pelo blanco despeinado,
su mirada pueril y su cigarrillo constante, hasta que casi involuntariamente
permitirle una belleza única que lo distinguía de todos los demás hombres.
Sería falso
decir que me esperaba lo que sucedería. Yo sólo estaba dispuesta a besarlo, había
pensado desde que entramos al parque. Y sin embargo fui yo quien lo impulsó a
avanzar, a buscarme con sus manos por debajo del vestido. Fui yo la que
sorprendió trayendo su rostro hacia mis pechos mientras no podía evitar
abrazarle la cabeza y llenar el espacio que hay entre mis dedos con su pelo
fino, revolviéndolo bajo la inspiración inconsciente del paisaje que se
aparecía por la ventana; el baile de los pinos con el viento. Y él sin saberlo
supongo, poco a poco desvanecía mis recuerdos y expectativas, se caía toda esa
vida que en realidad no existe o ya existió. Yo estaba allí, en aquel coche
estacionado en aquel parque de aquella ciudad, bajo esa lluvia y en ningún otro
lugar ni en los brazos de ningún otro hombre. Totalmente allí, aferrada al
presente de su aliento en mis ojos y su cabello entre mis dedos, gastando sin
reparo las pocas gotas de aire que aun flotaban, deseando ahogarme cada vez más
en un presente que se dilataba cuando nos cruzábamos la mirada y la sorpresa
del encuentro nos mudaba de aires, yendo del gesto serio a la risa cómplice,
como si en realidad los que estuvieran en aquel coche fueran dos personas
distintas a nosotros susurrándonos un secreto.
Cuando el
aire comenzó a ser realmente una necesidad vital, ya mi postura no me permitía
casi mover; ambos estábamos abatidos por el desahogo. Ahora solo nos quedaba
hacer algo para remediar la asfixia que se volvía un poco más intolerable con el
correr de los segundos (y pensar que hace instantes ese ahogo era el trampolín
al que subíamos para lanzarnos). Me acomodé como pude sin lograr mover el
cuerpo, sólo sentí el sudor de su cuerpo tendido sobre mí. Me erguí apoyando el
codo izquierdo sobre el respaldo inclinado y tomando impulso con el
pensamiento, estiré el brazo derecho con un movimiento que me permitió
alcanzar, primero arañándola con la punta de los dedos y luego con un manotazo
gracias a una segunda propulsión que di, la manivela de la ventanilla. La giré
aguantando el peso de su cuerpo que en vano intentaba ayudarme, le di dos o
tres vueltas y caí de nuevo sobre el asiento tumbado.
No fue hasta
que la lluvia comenzó a mojarme la cadera entrando por ese pequeño espacio que
se había abierto entre el cristal y el marco de la ventana y por el cual
respiraba ansioso todo el interior del coche, que empecé a inquietarme. No por
el hecho de llevar tan sólo unos pocos días viviendo en Bruselas, o sobre lo
considerada que podía haber sido mi decisión de dejar atrás a Alberto sabiendo
que él no sabía que yo estaba embarazada de semanas, mucho menos sobre cómo
afrontaría mi situación en una ciudad nueva y en la cual no hablaba el idioma y
sólo conocía a este hombre casado que ahora descansa junto a mí.
Mi única
inquietud en este preciso momento es el presente que percibo mientras la lluvia
pega cada vez más fuerte sobre la carrocería del coche. Estoy atrapada en el aquí
y ahora, suspendida sobre la certeza de que el tiempo no está sucediendo.
Desnudos, abrazados, incomodos. Él, recostado sobre mí, con la cadera
apretujándose contra la palanca de cambio. Yo, sintiendo su peso caluroso sobre
mi pecho, alcanzando a ver la punta de los inmensos árboles moverse con el
viento a través de la ventana, sintiendo la lluvia -cada vez más fuerte-
mojarme la cadera mientras escucho nada más que el sonido de su respiración. Me digo a mi misma, Alicia
recuerda esto, graba esta imagen porque merece ser recordada al menos como el
retrato de un presente cuya importancia no logro interpretar ahora. Y sin
dudarlo, en un segundo -un instante de segundo en realidad- y usando el tapiz
gris del techo como mesa de trabajo, abrazando el cuerpo del hombre que aun
siento moviéndose por mis entrañas, revelo esta foto que en realidad ya se
había revelado sola en el momento en que me propuse hacerlo. Es una foto
infinita, lo sé, una instantánea que retrata la aglomeración de todas las horas
vividas hasta ese instante y a la vez un hecho puntual de dos cuerpos vestidos
y luego desnudos, buscándose y luego encontrándose, una imagen compuesta de
incontables efigies: el interior del coche, la moneda que descubrí entre el
asiento y la puerta, el cenicero repleto de colillas, mi cartera entre las piernas y luego debajo
del asiento trasero, un coche negro visto desde lo alto de la copa de un pino,
mojándose con las mismas gotas que veo caer desde lo alto y, simultáneamente,
fluir por el cristal de la ventanilla con sus finos hilos acuáticos. Es la foto
de lo que inevitablemente está sucediendo con la fuerza que solo tiene lo
sublime llegando y por fin ahogando el pasado y el futuro, fundiéndolo todo en
un instante cuyos elementos estarán eternamente en movimiento, ajenos al
tiempo; como una partícula de aire flotando por siempre al alcance de la vida
que sucede afuera de ella.
-
Mama, mai quest
qui ha? Ca va?, eh mama! Ques ce que tu pensai?, dijo el joven tomando el brazo
de su madre.
-
¿Eh?, Perdóname
hijo, pero ahora no quiero hablar de este tema. Me siento un poco cansada,
sabes. Prefiero que lo hablemos en otro momento si no te molesta. Voy a afuera
a tomar un poco de aire fresco.
-
Pero mamá,
contesto el hijo en un español de fuerte acento francés, está lloviendo ahora.
La madre no hizo caso y salió al patio de la casa. En
la mesa de la cocina se quedaría el hijo mirando la foto de su difunto padre,
sin reconocerse en aquel hombre de cabellos blancos y mirada mansa.
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