La cámara encuadra un campo a través de una ventana; una
pequeña ventana de forma ovalada y con un marco de color gris pastel. Yo estoy
de este lado del cristal, donde el aire es tibio. Del otro lado, el viento sopla sobre un campo
de pastizales que se extiende hasta el horizonte. Sus tallos largos flamean en grades ondas zigzagueantes. Casi se podría
confundir con un océano de cabellos sedosos moviéndose por corrientes
submarinas. Ajustando la lente consigo aproximarme un poco más. Y más. Entonces
entiendo que lo que en abundancia se muestra como parejo y suave, al
individualizarlo es en realidad una masa de tallos secos y rígidos.
Sin mi consentimiento la cámara ahora comienza a retirarse paulatinamente
abriendo el campo visual. En un momento de su retroceso vuelve a emerger el
campo en movimiento. Su pelaje sedoso meciéndose con el viento me vuelve a cautivar
y olvido lo que vi hace instantes. La cámara sigue abriéndose. Poco a poco, en
la parte superior del retrato, va cobrando presencia un cielo gris de primavera
ventosa. La cámara continúa ascendiendo al mismo tiempo que va girando su lente
hacia abajo. Así, poco a poco, el campo vuelve a ocupar toda la fotografía. La cámara
continúa y continúa su trayecto y el campo va quedando inmóvil y opaco. Luego se
me revela una superficie lisa y uniforme. Pero a medida que se eleva la cámara cada
vez más, comienza a mostrar…a mostrar lo que parece ser….el lomo de un
rinoceronte.
Me siento confundido y quiero detener todo para aproximarme.
Necesito saber si el lomo, aparentemente
llano, de ese animal no esconde en realidad un campo sedoso de tallos secos y
rígidos. Pero es en vano, mi esfuerzo no parece tener autoridad suficiente y la
cámara continúa su trayecto vertical. Poco a poco noto que no es un rinoceronte
lo que veía, sino una masa de asfalto gris. O tal vez una pared. O una tela.
Pero no, no puedo asegurar qué es exactamente lo que veo. No hay formas, sino tan
sólo grises y texturas . Ahora llegan ráfagas negras por los costados, marcando
los límites del gris hasta encuadrarlo en un perfecto rectángulo y mostrarme
que el lomo del rinoceronte es en realidad el piso de una azotea en una ciudad.
Una ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces claramente distinguibles.
Yo las observo desde arriba. Parado sobre el mismo suelo gris que hace
instantes era un campo sobre un rinoceronte con piel de asfalto. Pero no, ahora
es la terraza del edificio más alto de la ciudad, pues todo lo que veo está por
debajo de mis ojos.
Si presto atención veo las luces de los autos desplazándose
linealmente. Sólo puedo asumir que son coches pues lo que en realidad veo son
trozos de luz en movimientos lineales. Una ciudad que en realidad solo es una
masa oscura, con matices grises por la luz artificial, con zonas plenamente
oscuras, apagadas, y otras tiritando una luz con mayor o menor intensidad. Y
entre una y otra zona, pequeñas luces en movimiento, tal vez llevando luz hacia
lo oscuro, o viceversa.
Me esfuerzo por hacer foco en las luces hasta que logro
atrapar una bajo el zoom de la cámara. La inspecciono y veo que se trata de un
amarillo epiléptico que llega a tornarse feroz al acercar mis ojos. Aparecen
entonces llamas de fuego y con ellas el sonido de un tamborello en invierno- el
aire es salado y se escucha el mar-. Me agrada lo que veo y oigo. Intento permanecer
pero es inútil, una vez más la cámara toma control y me lleva de regreso a la
ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces en movimientos por texturas
rugosas.
De repente la cámara se retira y distingo lo que parece ser
un cerebro. Esta imagen me alcanza a perturbar, como si todo esto desfile se
tratase de un chiste de mal gusto que busca burlarse de mí.
La cámara, con su constante desprendimiento, se burla de mi juicio.
Me indica que mi lógica para calificar lo que me muestra siempre se equivoca.
Que mi lógica siempre corre por detrás de su creatividad.
- A qué se dedica usted?, me dice con una sonrisa
el pasajero a mi lado mientras se abrocha el cinturón.
- ¿Yo? Digo confuso mientras veo que la ventanilla
del avión muestra un campo de pastizales bailarines. - Si, usted. Parece muy preocupado.
- No, para nada- digo suspirando antes de sonreírle.- Yo me dedico al arte de no acabar nunca nada. No sé si me explico. Me dedico a emprender cuanta empresa tenga por fin la inutilidad. Esa es mi destreza, no sé si me explico.
- Interesante.
- Si, interesantemente inevitable diría yo. Veo el tiempo a través de una ansiosa obstinación por rellenarlo sin respiro ni descanso…hasta el momento donde la cosa toma algo de forma, y entonces la abandono.
- ¿De qué formas me habla?
- No lo sé, no podría asegurarle.
- Pero…¿Cuál es el aspiración de este arte suyo entonces?
- Ninguno más que ocupar mi tiempo.
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