Mis hombres y yo somos escritores, más
precisamente cronistas de nuestra época. Y desde hace algo más de dos años
nos persigue el régimen por hacer nuestro deber, por registrar, exponer, por
dejar prueba de lo que vemos (mi oficio es levantar piedras, me dijo mi primer
jefe, no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos
que quedan al descubierto). Llevamos tan sólo unos meses exiliados en las
montañas del norte, pero a mí, últimamente, me parece
llevar años lejos de mi hogar. Nos fuimos a los pocos días de comenzar la
primavera. Yo, empujado por la oscura necesidad de cometer un acto
significativo con mi vida; mis hombres, por mi persuasión de mantenernos unidos
y resistiendo. Pero parece que ahora, con el otoño cubriendo el campamento, no
estoy tan seguro de que la victoria se encuentre en un grupo de cronistas asustados
en una montaña. Últimamente me siento un Quijote luchando contra molinos en mi
cabeza.
Llevo días enteros encerrado en mi
carpa, escribiendo estas notas, tratando de entender lo que debo hacer. Hoy por
fin estoy contento. Sí, contento. He concluido en una decisión: sacaré a mis
hombres –y a mí - de esta espera que sabe a agonía y frustración. Nos iremos de
aquí, y esto no es una promesa, sino un propósito
Si fui yo quien los empujó a esta locura,
a esta reafirmación de nuestra identidad como escritores -pero también a esta
marginalidad-, es entonces mi responsabilidad guiar el camino de regreso a los
hechos de nuestra época, y a nuestros hogares. Llevamos semanas agazapados en
esta parte recóndita de la montaña, escondidos como criminales, dejando los
días pasar, esperando una señal, olvidando que nuestra lucha es por defender la
palabra que narra los hechos. Nosotros somos una minoría y mis hombres me han
seguido porque en mis ideas ellos se reflejaban, y yo en su fuerza. Pero ahora
esas visiones han mutado, se han cristalizado y debo ser honesto con ellas y
conmigo. Debo hacer frente a lo que el exilio me ha mostrado y traducir el
pensamiento en acción. O en palabra más bien diría, ya que en definitiva ellas
son nuestra arma.
Desde hoy mismo, les dije a mis hombres a la mañana
siguiente, nuestra misión es dejar de
escondernos y salir a vivir nuestra época. Es nuestra vocación dejar constancia
de lo que está sucediendo en el país; ofrecer al futuro retratos de nuestros
días y no de nuestro exilio. La Palabra siempre ha luchado por defenderse de
los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los
nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las
ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que
significa también imponer la mediocridad.
¿Qué sentido hay en quedarnos escondidos en el monte? ¿Quién nos
persigue aquí sino nosotros mismos? Aquí no servimos de nada, aquí somos gatos
leprosos que mandaron a morir y nosotros, confundiendo miedo con rebeldía,
obedecimos y sucumbimos en un aburrimiento mortal del exilio en nuestra propia
tierra. Les aseguro que aquí sólo moriremos asfixiados, enredados en nuestros
fantasmas.
Sugiero que bajemos a la ciudad, que subamos a los trenes y nos
desperdiguemos por todo el país. Allá donde vayamos, al caer el sol o al
refugiarnos de su calor en la hora de la siesta, saquemos nuestra lapicera y
expresémonos como ciudadanos desde la literatura. Retratemos lo que vemos. Iluminémoslo.
Salgamos, mezclémonos, y mientras hacemos los posible para darle comida y techo
a los nuestros, dejemos relatos de nuestras vivencias. Puede ser que nuestras
crónicas no cambien al país, pero sí que cambien a quien la escribe, y tal vez
también cambien a quien la lee. Aquí, solos en la montaña, no hay lucha. De
hecho dudo que haya cualquier asunto que nos requiera escondidos. Más bien
salgamos y seamos cada uno de nosotros una voz en un papel. El tiempo todo lo
favorece para el que persiste, para el que inevitablemente se abre camino en la
adversidad con tal de mantener viva su necesidad de crear y comunicar.