Una oración seguirá a
otra. Confíe en mí y sígame. Podrá oír con claridad los pasos sincronizados de
mis palabras desfilando frente a sus ojos. Créame, avanzar le resultará casi un
reflejo. Se lo prometo, para eso me esfuerzo con obstinación, pues no me agrada
que falten palabras en mis textos, mucho menos que sobren, o peor aún, que
suene frio el conjunto de oraciones. Pero por encima de todo no me perdono
perder su atención. Quiero que vaya recogiendo cada palabra sin pensar en lo
que está haciendo, sin saber por qué avanza. Quiero que mis palabras, una vez
leídas, salgan corriendo del papel para esconderse por los rincones de su casa.
Y mañana, cuando usted esté yendo de la cama a la ducha y mis palabras ya sean
suyas, aun le murmullen mensajes al oído.
¡Lea! Usted lea sin saber lo que está haciendo. Despreocúpese, mi vocabulario, ligero y agradable como trozos de atún macerado, no oculta segundas intenciones. Bájele la guardia a mi relato que con tanto empeño escribo para usted, pensando en usted, eligiendo con empatía cada palaba que me viene a la mente. Liviano es lo que digo y por eso la estoy llevando de paseo, así, tomada de los ojos.
¡Lea! Usted lea sin saber lo que está haciendo. Despreocúpese, mi vocabulario, ligero y agradable como trozos de atún macerado, no oculta segundas intenciones. Bájele la guardia a mi relato que con tanto empeño escribo para usted, pensando en usted, eligiendo con empatía cada palaba que me viene a la mente. Liviano es lo que digo y por eso la estoy llevando de paseo, así, tomada de los ojos.
Mi intención es calmar
esa sed que usted ya traía pero que en parte también se la he avivado yo; y la
cual hemos puesto en evidencia entre los dos. Eso sí, quiero calmar su sed a
cuenta gotas, al mismo paso lento y despreocupado al que avanzan sus ojos.
Camine sin reparo que yo
le dejaré saber cuándo detenerse. Será el punto final de la última oración
cuando le pida que alce la vista para ver el mundo real. Y usted no tendrá más
remedio que obedecer. Será entonces cuando vea sin vértigo en las tripas un acantilado
a dos pasos suyo. El viento llegándole desde abajo le hará fijarse en la tierra
seca que revolotea al borde del precipicio. La sed continuará latente en cada
espacio de su boca y por más que intenta aliviarla pasando su lengua por el
paladar, usted sabe que la sed no es algo importante en este momento. Primero
deberá entender dónde es que se encuentra, cómo es que llego hasta aquí, dónde
ha estado usted realmente durante todo el trayecto que la trajo hasta este
punto.
Quieta y deshabitada frente
al acantilado finalmente resolverá que todo sucedió: lo que leyó y lo que sea
que la haya traído hasta donde está parada. Se refugiará en ese pequeño
consuelo, aunque ya le advierto que se le ira escapando con el correr de los
minutos, como un sueño al despertar.