El
que habla es Marcel Duchamp (1887-1968), sentado en el salón de su casa
parisina, de piernas cruzadas y con el humo del habano suspendido por encima y por
delante de su rostro. Es 1966, está a meses de cumplir 80 años, y con esa frase
-que tan bien encarnó con su propia vida- se da el puntapié inicial a la inquietante
entrevista que Pierre Cabanne le hace al artista francés, inmortalizada en Conversaciones con Marcel Duchamp, una especie de biblia a la que debe
acudir todo aquel que esté a punto de perder la fe en esto de vivir
despreocupada y atrevidamente al margen
de toda masa.
Creo
que todo empezó -me refiero a mi interés por las máquinas solteras en la
literatura y en el arte en general- cuando leí “Historia abreviada de la literatura
portátil”, del catalán Enrique Vila-Matas. Recuerdo que ya el título me
intrigaba mucho; sospechaba que en ese juego de palabras había un mensaje
codificado exclusivamente para mí, alguien enredado desde siempre en misiones vinculadas
con lo portátil, lo ligero, lo literario, y lo suelto o soltero. No me
equivocaba. Su historia de la conspiración Shandy o sociedad secreta de los
portátiles (una especie de cofradía de máquinas solteras cuyos rasgos
distintivos incluyen espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de
grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del
doble, simpatía por lo absurdo, y cultivar el arte de la insolencia), acabó por
secuestrarme y arrastrarme a un mundo en el que los bordes entre literatura y
realidad fácilmente podían difuminarse. Ya era yo un admirador de Vila-Matas y sus
engranajes, pero leer sobre las máquinas de Kafka o de Duchamp, sin dudas me
dejó huella.
Comenzó
a interesarme, pues, el concepto duchampiano de máquina soltera (machine célibataire) con el que de algún
modo me identificaba. Y, aunque no entendía del todo qué era exactamente, me
gustaba también el concepto de femme
fatale, ya que algo intuían mis entrañas: esas dos palabras seguidas, esas
mujeres fatales, complementaban el movimiento circular de toda máquina soltera.
Son, después de todo, el único elemento orgánico capaz de mover los engranajes
de una vocación solitaria e insolente. «Uno puede tener las mujeres que quiera;
no está obligado a desposarlas», dice Duchamp.
El
concepto de máquina soltera surge de la expresión concebida por su obra La Mariée mise á nu par ses célibataires,
méme (La novia desnudada por sus solteros, incluso) de 1907. La obra -como
se puede ver en la foto- es un vidrio doble, pintado al óleo y dividido horizontalmente
en dos partes idénticas. La superior representa el reino de la Mariée (la
Novia), y en el cual flota una nube grisácea. En el hemisferio de la Novia
puede verse un emisor y receptores de frecuencias dirigidas hacia el grupo de
solteros que se encuentran en la parte inferior del vidrio. En la parte
superior hay también una zona de puntos: los disparos de los solteros. La obra
de Duchamp funciona como una máquina: la Novia envía a sus solteros una señal
magnética, éstos reciben la descarga y disparan. En ese instante la Novia deja
caer (imaginariamente) su vestido. Fin del trance, y vuelta a empezar. Es, en
definitiva, una operación circular que comienza en el Motor-Deseo de la Novia y
termina en ella. Un mundo autosuficiente.
Se
deduce, por lo tanto, que no hay realmente un vínculo entre la Novia y las
máquinas solteras: la energía permanece cerrada dentro de una circularidad
autosuficiente. Únicamente se producen vínculos eléctricos, espasmos más bien
diría yo, que logran desnudar a la Novia y llevarla a un éxtasis, a un auge de
placer. Pero en definitiva nada se consuma ya que no hay entrega y unión con
los solteros. Los personajes están, por vocación, atrapados cada uno en su propio
goce, unidos a la vez por una radical soledad.
Esta
obra encarna el espíritu de los comienzos del siglo pasado, cuando el
desarrollo de la ciencia y la industria estaban en ebullición. (Ya Henry
Miller, en su novela Sexus, se maravilla cuando descubre las máquinas solteras
caminando por las calles de París a principios del siglo pasado: «De lo poco
que vi saqué a conclusión de que los hombres que más se empapaban en la vida,
que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían poco, poseían
pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones en cuestiones de
deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar la familia o
defender al Estado».) Con La Novia
desnuda por sus solteros, deduzco que Duchamp capta la época y entrevé el
triunfo de la máquina sobre los movimientos de nuestros cuerpos y sus flujos,
lo automático y programado que codifica nuestras acciones y nuestras
relaciones.
Hace
unos días, por motivos ya expuestos, me puse a leer Conversaciones con Marcel
Duchamp. Sentado en el salón de mi casa me preguntaba cuánto de las visiones de
este artista no habían sido una anticipación de lo que llegaría en nuestra
contemporaneidad; cuánto de su genialidad se vería hoy en el funcionamiento de Apps
como Tinder o la controversial AshleyMadison, diseñadas para adaptaciones
modernas de aquellas maquinas solteras que veía Henry Miller por la calle.
Ya
con el libro cerrado y a un costado, no pude evitar imaginarme a un Duchamp versión
2015, interesado por las nuevas tecnologías y el desconcierto de los tiempos que corren. Lo vi en San Francisco, lejos de
Paris o Nueva York, trabajando en un amplio taller del Silicon Valley, donde
entre partida y partida de ajedrez iba absorbiendo el espíritu de una época, la
nuestra, y de la cual, obviamente, no era parte más que para observarla desde
su encierro y plasmarla en máquinas que captaban el movimiento actual: un
movimiento de goce individual, condenado a una auto-contemplación que se
consume a sí misma, que se satisface en las zonas erógenas y que no establece
relación alguna con el otro, por lo que no sirve nada más que para la pulsión
de muerte.
Artículo publicado en la revista cultural esQuisses. Guatemala. 11 de septiembre de 2015:
http://www.esquisses.net/2015/09/maquinas-solteras/
Maravilloso
ResponderEliminarBravo
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