De sus ojos apagados brotaba un chorro
caliente cuando los abrió, aún aturdido por el sueño. Afuera era noche y en las
pupilas de los gatos aún estaba la luz opaca de las farolas. Pero a él, el
privilegio de captar los acentos del tiempo a través de los cambios de luz y el
deterioro de las cosas, le había sido negado desde siempre. Conocía la
oscuridad desde antes de nacer, por lo que no sabía lo que era realmente
la oscuridad.
Sintió a la altura del esternón un ahogo que
se parecía bastante a la nostalgia, pero no pudo sentir auténtica melancolía
-cuyo sabor es tranquilo-, el sudor y el vaho trémulo que salía de su boca
negaban cualquier rastro de serenidad. Permaneció inmóvil un instante, apenas
un tramo de instante, queriendo entender su ubicación a través del recuerdo y
la intuición, que al final son las únicas herramientas con las que cuenta desde
siempre para atrapar la realidad. Su vientre adolescente, blancuzco y terso, se
contraía y se ablandaba. Más abajo, esparcida por la tela del calzoncillo,
yacía aún tibia la evidencia de que ese pánico había sido -no hacía mucho- un
terrible placer.
Se alzó ayudándose de ambos brazos y una vez
firme, giró el cuerpo hasta dejar ambas piernas colgando por el lateral
izquierdo de la cama. Luego, lentamente, consciente de que allí se escondía una
premonición, fue trayendo ambas manos hasta apoyarlas sobre el sexo, aún tieso.
Al sentir la tela húmeda y el calor de sus manos entrando en su cuerpo, por
detrás de sus ojos apagados apareció el ruido seco de las bolas de billar, la
figura negra y esbelta, la luz revelando la piel, los ojos encendidos de
Delfina helándose. Apartó de inmediato las manos, asustado, como si esa parte
de su cuerpo guardara conexión con la porción más terrible del sueño. Afuera,
en la calle, los gatos se lamian el pelaje unos a otros.
Estiró el brazo derecho y comenzó a tantear
la mesa que había junto a la cama, siguiendo el mismo movimiento inquieto con
el que examina las aceras de la ciudad con su bastón. Pasaron por la yema de
sus dedos un billete de metro y un manojo de monedas desparramadas. Finalmente
encontró el móvil. Entendió entonces que eran las tres de la mañana, que todo
había sido un sueño, y que su vida, por suerte, continuaba siendo una sombra
conocida.
Se dejó caer hacia atrás y permaneció así un
par de segundos. Luego alzó las piernas hasta quedar en cuclillas y de un solo
movimiento, se quitó el calzoncillo con ambas manos. Cuidadosamente lo dejó
caer en el pequeño espacio que había entre la cama y la mesa (más tarde
lo recogería de aquel recoveco) y volvió a abrigarse bajo las sábanas,
cubriéndose todo el cuerpo y quedando en una posición con las rodillas tocando
sus codos. En el medio de ese nudo de piernas y brazos lampiños, se asomaba el
móvil sostenido por ambas manos. Rec/Play.
I
Estábamos rodeados por cosas que no logro
explicar llanamente. Cosas materiales y espirituales: la pesadez de la
atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad. Pero sobre todo ese
particular estado de existencia que alcanzamos los seres minusválidos cuando
los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades
reposan apagadas. Stop.
II
Apareció muda como el viento. Lo supimos
porque las velas que nos rodeaban de repente alzaron esa atmosfera pesada,
húmeda, trayendo un respiro al sofoco que se vivía en la orgia. Supe
inmediatamente que había llegado por mí. Tal vez fui yo quien la invitó. Me
llamó por mi nombre que no era el mío verdadero, pero así me llamaba yo en
realidad. Me has conocido en un momento extraño de mi vida, le dije. Luego todo
a nuestro alrededor continuó sucediendo mientras ella apoyó sus labios en mi
oreja, y tomándome el rostro con todos sus largos dedos, me suplicó que
registre la luz con mi boca. Con precisión, agregó. Asentí sin entender, más
persuadido por la dulzura de sus dedos que por sus palabras. Luego sus manos
comenzaron a bajar y su lengua entró en mi oído. Stop.
III
Creo que estaba enamorado de Delfina. Stop.
IV
No puedo explicar nada sin antes decir cómo
es ella. Y no quiero hacerlo. Nadie lo entendería. Me ha pedido lo
imposible. Si digo que su cabello era rojo, ¿cómo me creerán? , ¿Cómo podrán
saber cómo es el rojo?, si no han visto como he visto yo. No, no sería la
mujer de cabello rojo que se imaginan. Lo mismo con su nombre, si les digo que
era Delfina, imaginarán cómo es el nombre Delfina y sin embargo no será ella.
Stop.
V
Mi padre dijo no hace mucho que la mejor
historia del mundo es la más fácil de contar. Conoce varias. Si es que mi padre
tiene razón, mi historia es…pues…. Stop.
VI
Me llevó al Ambos Mundos, un bodegón donde
sirven guisos después de medianoche y que olía a pescado crudo. A escamas
pegadas en la ropa. Supongo que un puerto no se hallaría lejos. Me senté en un
taburete junto a la barra. Podía escuchar a mi derecha, no muy lejos, los tacos
golpeando las bolas de billar. Delfina volvió a poner sus labios en mi oreja y
me contó que había una mujer alta, negra y esbelta, que se levantaba cada tanto
y ponía monedas en la victrola sin mirar las teclas, las presionaba de memoria.
En sus ojos se reflejaban las luces de neón amarilla. ¿Sabes cómo es una luz de
neón amarilla reflejándose en las pupilas de una mujer que quiere bailar? Me
preguntó. No, no sé. Y entonces sus labios por fin llegaron hasta los míos y su
lengua era tibia, y su sabor era una ansiedad dulce. Stop
VII
….Stop.
VIII
Me besó mientras los tacos golpeaban las
bolas. Continuó besándome hasta que dejé de oír la canción que ponía una y otra
vez la mujer de los ojos de neón. De repente estábamos desnudos. Aunque yo
sentía que sus ojos estaban fijos en los míos, me obligaba a no percibir su
expresión. Y mientras ella contemplaba fijamente las profundidades de mis
ojos apagados, su lengua adentro mío cantaba las canciones de la creación. Mi
cuerpo comenzó a quemarse por dentro. Cuando ya no pude más, cuando por fin
solté la vida, la vi claramente a Delfina absorbiendo mi sombra. Y de mis ojos
comenzó a brotar un chorro caliente. Stop.
Cuento publicado en esQuisses: http://www.esquisses.net/2016/07/sus-ojos-apagados/
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