Porque un día me desperté y al verme de cerca pude percibir las grietas de
mi respiración. Con el aliento del mediodía en la piel regresé la vista para
poder dibujar el camino hacia adelante; y fue en esa larga e instantánea mirada
hacia los años encarnizados, donde tan solo encontré una piedra sobre la que
sentarme a contemplar una ciudad en ruinas. Mi ciudad en ruinas. Bombardeada y
humeante, tapada con el abrigo del silencio, abrumadora y llena de escombros
que no convidaban optimismo. Y lo que es peor, algo en mi cabeza me susurró a
través de un hilo de voz la evidencia de que ahora todo dependía de mi
voluntad. De mi deseo de querer reconstruir o dejar todo tal cual para volver a
sentarme y contemplar desde mi piedra. Dejarme.
Porque fue ante la anchura de ese paisaje durmiendo a los pies de mi mirada
que no puede más que afirmarme y dejarme atravesar por lo que veía con los ojos
y sentía con las tripas. Primero fue el pánico al que abracé, porque siempre
nace cuando hay incertidumbre. Y luego fue una risa incontenible y nerviosa que
llegó de la mano de la aceptación.
Si fuera fumador habría encendido un cigarrillo, le habría dado una fuerte
calada y habría dejado que el humo me empape profundo. Pero tan solo me froté
las manos, no para darme calor sino como expresión de lo que por dentro
navegaba. Me comí una nuez azucarada que guardaba en el bolsillo, de un café en
un hotel. Y así, con el paladar pastosamente endulzado y el alma incierta por
lo que habría allí a donde iba, extendí mi brazo lo más que pude, abrí mi mano
deshollinadora y allí la hundí, en la memoria del pasado. En ese sitio donde
alguna vez vivió todo lo que ya no existía.
Y fue en esa larga mirada hacia lo ya sucedido, que mis dedos revolvieron
cautelosos, luego curiosos, y ansiosos al final porque nada lograban tocar. Eso
sí, consto que los ojos de mis dedos lo vieron todo, y fue entonces que,
trastornado por esa pequeña dicha, llegaron mil imágenes a mis escasos diez
ojos.
Aparecieron rostros de amigos y amigas que viajaban montados en relojes que
goteaban horas sobre bosques de arenas movedizas. En el cielo y lejos de mis
dedos, amparándome del sol que me obnubilaba,
vi los castillos sin techos que junto con las nubes viajaban a un mismo ritmo
pasivo por un cielo celeste y limpio. Mis dedos se estiraron para tocarlos pero
fue en vano, todo era –simplemente- visual.
Vi una playa de arenas sin mar cubierta de espuma salada y juzgué por las
cascaras de su esponjosa piel, que llevaba tiempo seca a pesar de conservar su
blancura incorrupta. Seguí viendo y oí el bramar de una cascada a mi derecha,
alta y solemne, vestida con la presencia de lo que es majestuosamente
imponente. Sobre el lomo de su caudal caían desde lo alto el sinfín de cuerpos
desnudos que alguna vez imantaron cada uno de mis sentidos. Caían sonrientes y
con la expresión inconfundible del placer en la piel. Pero al caer en el lago
que abajo los esperaba, en la espuma vaporosa del agua golpeando agua, se
dibujó tu rostro.
Vi en las gotas de vapor que dormían en el aire claramente aparecer a tus
labios de mandarina, cincelados en tu tierna y suave cara de niña. Con solo ver
tu rostro te recordé entera y dibujé en mis pensamientos a tus manos torpes y
naturales. Siempre hechiceras de mis ojos. Y fue ahí cuando reviví la certeza
de que si no enloquecí de desesperación en todos estos años, fue porque siempre
encontré alivio en el recuerdo de tu rostro y tus manos.
Hacia el horizonte, allí donde todas las imágenes ya son una manta de
colores fundidos. Donde se hace sentir la falta de formas que presidió justo
antes de que la ciudad cayera, logré ver venir al león que siempre oí respirar
a mis espaldas. Cruzaba el pasto con sus alas abiertas de par en par y la
mirada fría de los felinos. Lo vi lejos. O tal vez lo imaginé. Tan solo se que
sentí su presencia más cerca que a su cuerpo.
Porque de todo esto que vi al observar hacia atrás nada logré tocar. Porque
al sacar mi mano de aquellas ruinas visuales –encrespada por la voracidad de la
hoguera que se encarna al mirar atrás y no encontrar nada- hallé mis dedos
manchados de tinta y entonces un profundo suspiro saltó de mi boca.
Escapó. Esperanzó.
Porque a las palabras se las lleva el viento. Porque a las palabras se las
mira pero no se las toca. Porque aquello que entra por los ojos no llega nunca
al corazón y aquello que entra por el corazón no lo ven nunca los ojos. Por ese
mar de tinta al que siempre le sopló el mismo viento. Por eso existen hoy estas
palabras y esta intención de que entren en otros ojos y entonces así, tal vez
logre yo tocarlas.
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