Estimado Sr. Garbizu,
Lo saludo atentamente
desde una tarde calurosa en mi Chivilcoy natal.
Encuentre a continuación
las instrucciones solicitadas y las cuales, tras haber reflexionado sobre
nuestra charla de la semana pasada y comentarla con mi mujer, me propongo revelárselas
sin coste alguno ni más intención que la de ser consecuente con la empatía que
me despertó su historia. Sabrá disculpar la rigidez de mis palabras al tratar
un tema como este, pero es que soy partidario de la precisión y la austeridad
oratoria cuando de estas cuestiones se trata. Sin más preámbulos, aquí voy.
Primero de todo y antes
que nada, posiciónese frente al mar que rodea su isla y sonría –dispuesto y
seguro- ante la enormidad de lo que pronto desparecerá y le permitirá por fin
alcanzar el continente. Acto seguido diríjase a la costa sur de la isla, más
precisamente hasta al final del único muelle que hay en la bahía, verá a su
lado una manguera color verde que duerme enroscada. Despiértela, tómela del
cuello y lance con todas sus fuerzas una de sus puntas hacia el horizonte. Una
vez seguro de que el extremo lanzado esté ya hundido en el punto más profundo
del mar, llévese a la boca la otra punta que sostiene con su mano izquierda y
succione de ella hasta que comience a brotar el agua salada.
Mi experiencia me dice
que a partir de ese momento faltarán unas ocho horas hasta el próximo paso, sin
embargo todo depende de latitudes, ejes y mareas. Desgraciadamente mis libros
datan de principio del siglo XVIII y además desconozco con precisión las
coordenadas de su ubicación geográfica (a juzgar por su carta y nuestra charla,
me temo que también usted desconoce con exactitud dónde está su isla). En todo
caso, estoy casi seguro que serán menos de doce horas por lo que le recomiendo
entonces que se siente en aquella piedra sobre la que me comentó suele ver los
atardeceres en su deshabitada isla, y se permita disfrutar del espectáculo.
Estará presenciando la belleza de lo que deja de ser, empujando a la vez aquello
lo que comienza a existir.
Cuando finalmente el mar
se haya vaciado y pueda usted ya atravesar el paisaje que nace pálido, le
recomiendo que comience la peregrinación sin mayores despedidas y ligero de
equipaje.
Lo más probable es que
durante el camino tenga brotes de carcajadas que le harán sentir la ironía de
reírse en semejante paisaje. Le aseguro que no encontrará ninguno de aquellos
monstruos marinos de los que usted me comentó. No habrá pulpos secándose al
sol, ni calamares enormes y crueles, ni tiburones instintivamente despiadados o
aquellas algas atrapa piernas que con tanta vehemencia me describió durante
nuestra charla. Y entonces dudará si alguna vez realmente existieron aquellas
bestias…o incluso el mismo mar que ahora ya no consta (por eso le recomiendo
que se tome el tiempo de verlo desaparecer sentado desde su piedra).
Lo que si le afirmo que
verá, eso sí, son los tigres de fuego caminando libres de aquellos barrotes
detrás de los cuales usted los conoció. No les tema, más bien sígalos, ellos lo
llevarán hacia el continente.
Le deseo un buen viaje y le aconsejo no volver a leer esta carta más que
por motivos prácticos.
Atentamente,
Teodoro
Razatroc