Mi nombre no viene al caso. Mi edad, si lo pienso un
poco, puede que sí; tengo treinta y seis años. Pero es el sitio, y el año en el
que suceden los hechos, lo que mejor enmarca esto que me dispongo a contar. La
ciudad es Buenos Aires y el año 1999, una época en la que todavía no se ven teléfonos
móviles por la calle. O al menos no de los del tipo inteligente. También es una de las últimas épocas en las que entretenerse
durante un viaje de tren o colectivo significa estar a la mira de detalles, o
perdido en algún pensamiento, o simplemente escuchando la radio y mirando por
la ventana. He decidido ahorrar nombres de estaciones, líneas de
transporte y calles. Más que nada para no distraernos de lo que este relato intenta
atrapar: lo que descartamos. O en palabras más dramáticas, pero no menos auténticas:
los trozos de día que dejamos morir.
Aquí los hechos: temprano por la mañana tomo el tren
de las 06.03 y en el que por suerte todavía se pueden encontrar asientos
libres. Me acomodo junto a la ventana para viajar durante una hora desde el
extremo sur de la ciudad hasta centro mismo de la capital. A lo largo del trayecto,
y sobre todo al comienzo, atravieso barrios, paredes pintadas con aerosol y
baldíos con bolsas de plástico entre pasto crecido. A las siete en punto de la
mañana el tren entra por el enorme galpón de la terminal y en la cual todos los
pasajeros debemos bajar –algunos se anticiparán y ya se irán parando minutos
antes de llegar. La mayoría de los que bajamos luego continuamos viaje en otro vagón,
uno del subte. Éste me dará un tirón de cinco estaciones hasta que cambio de
línea, la azul por la verde digamos, y vuelvo a viajar otros quince minutos
más. Llego a la oficina pasada las siete y media de la mañana.
El
día se vuela entre trabajo, llamadas telefónicas y reuniones.
Pasadas las cinco de la tarde ya estoy fuera de la
oficina y nuevamente camino hacia la boca del subte. Ahora es la línea roja,
supongamos. Viajo durante veinte minutos hasta la misma terminal de esta
mañana, y sin salir al exterior me monto al colectivo que me lleva hasta el
colegio en el que doy clases. Habitualmente viajo de pie la primera mitad de
los cuarenta minutos que dura el trayecto (mucha gente se bajará justo antes de
que el colectivo cruce la avenida que separa capital y provincia y ahí
aprovecho para sentarme). Sobre las seis y media de la tarde suelo llegar al
colegio, aun con tiempo para tomarme un café. Soy profesor de matemática y doy
clases en un colegio nocturno, de siete a diez de la noche, lunes, miércoles y
jueves.
Ya a las diez de la noche, totalmente exhausto de tanto
hablar, me subo al colectivo que me llevará a casa tras cuarenta minutos de
viaje. Podría tomar otro hasta la estación del ferrocarril más próxima y luego
el tren y así ahorrarme unos minutos de viaje, pero la verdad es que a esta
hora prefiero demorarme más tiempo pero viajar sentado en un mismo sitio.
…
Dicho lo dicho hay fundamentos suficientes para afirmar
que una gran parte de la jornada la paso inmóvil en un viaje por la ciudad. Atrapado
en pausas entre acción y acción y en las cuales me distraigo mirando entre
otras cosas a los demás viajeros. Entreteniéndome con detalles que me hagan deducir
quiénes son estos compañeros de viaje, cómo será su cara cuando se enojan, o
cuando gozan, o cómo será el cuarto en el que duermen, o su pareja, ¿tendrán
pareja? Y así un sinfín de adivinanzas de las que nunca sabré la respuesta
correcta, pero que sin embargo me dejan entender que mi habilidad de observar
desinteresadamente también progresa con la práctica. Por ejemplo, desde hace
poco y sin motivo alguno me entretiene mirar cordones de zapatos y ver cómo los
han enlazado al zapato o cómo es el nudo que los ata.
La rutina de años de viaje en autobuses, trenes y
subtes, junto con mi incapacidad para leer mientras viajo y la necesidad de
entretenerme, me han ido enseñando secretos. Todos parte de un mundo que puede
permanecer oculto para el que siempre está ocupando su tiempo con algo. ¡Pero
cuidado! estos nuevos matices que se me van rebelando con cada nuevo viaje no
son producto de mi imaginación –para ella reservo otros juegos- ni mucho menos
conclusiones subjetivas. Son más bien las partes más pequeñas de una certeza
que jamás conoceré, y así lo acepto. Son partes de un cuadro que van
apareciendo gradualmente, aflorando con el tiempo. Es decir que, por ejemplo,
de tanto observar el brazo de una persona que viaja cerca de mí eventualmente comienzo
a percatarme en algún punto más preciso y particular como puede ser su codo, o
sus hombros; y viceversa, una vez satisfecha la observación de las uñas por
ejemplo, comienzo a remarcar en las manos y en cómo sus gestos silenciosos comulgan
con los cambios en la mirada. La contemplación constante y duradera de un
cuadro que no podemos quitar de nuestras narices nos lleva e encontrar una infinidad
de detalles que jamás estarían al alcance de una mirada fugaz.
Particularmente tengo debilidad por las
contradicciones. Un niño de mirada preocupada, un abuelo con guiño subversivo o
un vagabundo con postura elegante por decir algunos de mis preferidos. Cada una
de las contradicciones que he encontrado, la celebro como una esperanza.
A veces -confieso sin pudor- agobiado por el
cansancio o las mezquindades de la vida profesional (especialmente durante las
tardes o cuando regreso a casas por la noche los días de clases en el colegio) me
harto de las personas y prefiero evitarlas hasta con la vista. Entonces es cuando
me entrego a otro de mis juegos: las formas de las cosas. Consiste en un cambio
de percepción, como cuando uno cierra un ojo y ajusta la visión del otro. Así,
de repente, todo lo que me rodea comienza a estar armonizado geométricamente,
como si fuese un gran juego tetris en el que las piezas calzan una con la otra.
Esta nueva forma de ver me provoca alegría; inmediatamente me cambia el humor
al ir encontrando un parentesco visual entre todo lo que me rodea. Mi ojo
cambia espontáneamente como si ahora por fin se revelase la ilusión óptica y ya
no se pudiese volver a ver la trampa. Una nueva perspectiva aparece en la cual,
por ejemplo, la máquina de marcar billetes que hay al final del pasillo ahora está
perfectamente incrustada dentro de los bordes de la avenida que se ve por la
ventana frontal del colectivo; el semáforo que brilla en la otra calle atrapa, por
una de las esquinas, al cartel apagado que indica “fuera de servicio”, justo
por encima de la puerta lateral del colectivo. Y así se va contagiando todo. Cada
uno de los objetos y trastos que hay entre las personas ahora se van encajando
uno con otro, en armonía con el movimiento en el que me traslado.
…
Tiempo muerto lo llaman a estos momentos de viaje. ¿Muerto
porque todavía no estamos allí dónde el tiempo vuelve a estar vivo? ¿Qué es lo
que hace que el tiempo esté vivo o muerto?
A mí me gusta el tiempo muerto. Me gusta no tener más
opción que quedarme quieto y dejar que finalmente me alcance todo aquello que corre
más lento que yo. Sobre todo me gusta cuando me atrapan las aguas calmas y nado
por encima de lo hondo. Evitar tiempo muerto es volverse sordo a uno mismo. Pero
por suerte para eso están todavía los interminables viajes en transporte público
por la capital porteña: para ver todo aquello que nos rodea y lo damos por sentado. ¿O acaso
un pez sabe lo que es el agua?