Hay una historia que me digo que debo contar, aunque en verdad no sé cómo hacerlo. No, en realidad no sé si deba hacerlo. Por la noche me acuesto y pienso en esta historia, cómo contarla, qué palabras usar; imagino el rostro de quien la escuchase. Me digo que no me corresponde hacer la revolución, sino ocuparme de contar cómo se siente, a qué huele, a qué sabe esta historia. Luego me duermo y aparece ese hombre fumando, esa mujer esperando, ese ascensor averiado. Me despierto y siento que sé cómo contar la historia, luego dudo si realmente deba hacerlo.
25.6.15
Hay una historia.
Hay una historia que me digo que debo contar, aunque en verdad no sé cómo hacerlo. No, en realidad no sé si deba hacerlo. Por la noche me acuesto y pienso en esta historia, cómo contarla, qué palabras usar; imagino el rostro de quien la escuchase. Me digo que no me corresponde hacer la revolución, sino ocuparme de contar cómo se siente, a qué huele, a qué sabe esta historia. Luego me duermo y aparece ese hombre fumando, esa mujer esperando, ese ascensor averiado. Me despierto y siento que sé cómo contar la historia, luego dudo si realmente deba hacerlo.
22.6.15
Sobre tranvias y tropiezos
Desde que descubrí que nada hay
tan aburrido como la diversión, evito frecuentar lugares a los que antes iba. Y
eso ha ido modelando mi carácter como el mar esculpe a una roca. Precisamente un
5 de febrero de 2009 me encontraba yo aburridísimo en una fiesta en Ginebra, rodeado
por desconocidos que, igual que yo, éramos nuevos en la ciudad y habíamos
llegado a esa soirée para amortiguar
el duro golpe que era llegar a Ginebra joven, solo y en invierno.
Llevaba en el bolsillo de mi
abrigo un libro de la periodista catalana Rosa Regàs, titulado Ginebra y el
cual me había regalado una amiga ecuatoriana asegurándome que en esas páginas
no solo había una aguda y entretenida descripción
de la idiosincrasia ginebrina, sino que además sería una guía fundamental para
un sudamericano poco familiarizado con el exceso de reglas y corrección cívica.
Lo empecé a leer ese mismo día en el tranvía. De hecho me resultaba una novedad
tan divertida eso de viajar en tranvía y además me entretenían tanto las
anécdotas de Rosa Regàs, que decidí dejar de aburrirme en aquella fiesta y
salir a divertirme con mi libro en el tranvía.
Parado en la estación Place du cirque, me tuve que quitar los
guantes para poder alcanzar las monedas en el fondo del bolsillo de mi pantalón.
Estaba poniéndolas en la máquina de boletos cuando vi doblando por la esquina mi
tranvía, el número 14. Me resultaba tan novedosa esa imagen de un tranvía
viniendo hacia mí, de las calles vacías con sus árboles pelados y unos tenebrosos
pájaros negros mirándome desde ramas secas, que entré al vagón embobado por el
presente y olvidando mi boleto en la máquina expendedora.
Iba yo cómodo en mi asiento, saltando
del paisaje de la ventanilla a mi libro, de las calles melancólicamente húmedas
a Rosa Regàs contándome que Ginebra, el lugar donde Calvino pudo realizar su
sueño puritano, no era precisamente una ciudad alegre, pero sí una ciudad
extremadamente cómoda. Apenas comencé a leer capítulo en que narra sobre el transporte
público y los revisores de boletos, cuando de repente tenía uno de éstos frente a mí. Debía
ser al menos seis veces más alto que yo, o así lo parecía desde donde yo lo
miraba - todavía con las palabras recién leídas dando vuelta por mi cabeza. Supongo
que confió en su uniforme y en el aparato electrónico que llevaba en la mano
porque no dijo ni una sola palabra, más bien fue su mirada la que habló. Éramos
los únicos en el vagón y debieron pasar unos tres minutos, o una eternidad, no
recuerdo, hasta que me di por vencido y con todos mis bolsillos escrutados caí
en la cuenta de que había olvidado el boleto en la máquina. Comencé entonces a
explicarle en un pobre francés nervioso, que en realidad había pagado mi pasaje
pero que lo había olvidado en la maquina; me abstuve de contar que fue por
estar mirando el tranvía y los árboles secos y los pájaros negros, pero sí le
dije que era nuevo en la ciudad, que venía de aburrirme en una fiesta, y que “realmente”
me había olvidado el boleto en la máquina. De nada sirvió todo mi esfuerzo por
hacerme entender porque en pocos segundos ya estaba usando la multa de 100 francos
como señalador en el capítulo que paradójicamente hablaba sobre revisores de
boletos y el exorbitado precio de las multas.
En aquellos días, no sólo me
sentía un extraño en la ciudad sino que, además, tenía la impresión -y así lo
escribía continuamente- de que a mí me pasaban cosas raras. Hoy en día, ya no
puedo decir lo mismo porque el mundo en los últimos tiempos se ha vuelto tan
absolutamente extraño que es difícil que algo no nos parezca raro. Y digo
extraño por no decir violento. Sin embargo cuando miramos atrás y nos servimos
de la historia para entender el presente, podemos ver que el movimiento
histórico siempre tropieza con la misma piedra: la violencia y los intereses
políticos jugando con la fe de un pueblo. Cuando nos enteramos de las atrocidades
cometidas por las fuerzas armadas yihadistas en el oriente cercado, las
decapitaciones perpetradas por el Estado Islámico, la destrucción de estatuas
milenarias en museos, el secuestro y asesinato de cristianos en diversos países
africanos, pienso en lo que sucedió siglos atrás durante las Cruzadas y la
Inquisición. ¿Cuáles son los verdaderos intereses detrás de esta violencia?
Se me viene a la mente la
expresión italiana corsi e ricorsi, tomada de la teoría que la historia
no avanza de forma lineal empujada por el progreso, sino en forma de ciclos que
se repiten, es decir, que si bien siempre avanzamos, lo hacemos dando dos pasos
para adelante pero uno para atrás. No se trata de un eterno retorno de todas
las cosas, sino que es una piedra con la que tropezamos una y otra vez y que
nos devuelve a un estadio que se creía superado, pero ahora visto desde una
nueva perspectiva. ¿Cómo hacer para no olvidar el daño que causa la violencia y
los intereses políticos por encima del bien común?
No muchas semanas después de
haber sido multado en el tranvía de la línea 14 leyendo aquel libro de Rosa
Regàs, subí un día a otro 14 con una copia gratuita del diario local 20 minute.
Compré un billete y, por temor a que después me lo pidiera el revisor y no lo
encontrara, me lo puse en la boca; pensé que así lo tendría más a la vista del
inspector si éste se presentaba. Iba tan concentrado en la lectura, o en tratar
de descifrar lo que leía que, sin darme cuenta fui chupando como un loco el
billete. Cuando llegó el revisor me quedé anonadado: era el mismo que me había
multado semanas atrás y, para colmo, llevaba en la boca el lápiz electrónico con el
que anota en su máquina expendedora de multas. Ambos nos miramos como dos
perros amigos sosteniendo un hueso entre los dientes. Me sonrió y se quitó el
lápiz de la boca, es para no perderlo me dijo, ya van varios. Yo le correspondí
con una sonrisa sincera y también me quité el boleto de la boca, o lo que
quedaba de él, pues no era más que un trozo de papel ilegible. Sin tocarlo me dijo
que no se alcanzaba a ver la fecha de expedición y que eso era motivo de multa.
Con un francés algo mejorado y el recuerdo vivo de nuestra historia, le
expliqué que yo también lo llevaba en la boca para no tropezar con la misma
piedra y volver a ser castigado. El inspector, que tampoco era tan alto después
de todo, aceptó mi verdad y continuó trabajando.
Al llegar a mi casa me di cuenta
de que esta vez había olvidado el paraguas en el tranvía. No tengo cura me dije
a mí mismo, e inmediatamente pensé en la cantidad de cosas que deberíamos
llevar siempre en la boca para no
olvidar, y poder romper con este corsi e
ricorsi.
Ensayo publicado en la revista esQuisses, 3 de junio 2015, Guatemala
http://www.esquisses.net/2015/06/sebastian-salvador/
http://www.esquisses.net/2015/06/sebastian-salvador/
19.6.15
Escándalo y violencia: deme un clic y sabrá…
…y
sabrá que todo era un artificio para que me dé un clic, que aquí no hay nada de
eso que venía a buscar.
Discúlpeme
si se siente frustrado, si como se dice lo he dejado con las ganas, es cínico
decirlo pero realmente poco importa cómo se sienta o lo que haga a partir de
ahora, pues ya me ha dado su clic, y con
eso ya ha dejado su marca en algún remoto algoritmo que engorda estadísticas
digitales; no las que miden su frustración (esas sólo generan ganancias para su
psicólogo o barman amigo) sino las que estudian su comportamiento en la web. Debo
advertirle que sus clics -vehementes y
fugaces- tienen más poder del que usted piensa, créame si le digo que tienen
tanto poder que están delineando nuestra cultura. Así de contundente parece
estar el panorama hoy en día. Le resulte extraño o no, usted tiene atada a
nuestra cultura de ese mouse que
reposa inquieto bajo su mano derecha.
No
es noticia que las redes sociales han cambiado el mundo de la información: hoy
en día todos estamos conectados y todos
tenemos voz. La cantidad de energía que esto deposita en la forma en que
consumimos información no debe ser subestimada. Pero tranquilo, no he venido a escribir otro
artículo anti-redes sociales o sobre lo sano que se vivía antes de que inunden
nuestras vidas, sino más bien he venido a hablarle de belleza - sí, belleza.
En
La decadencia de la mentira, de Oscar Wilde, los personajes Vivian y Cyril
discuten sobre si el arte imita a la vida, o la vida imita al arte. Según
plantea Vivian –el más lúcido de los dos-, no es menos cierto que la Vida imita
al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida, dice y continúa: “todos hemos
visto estos últimos tiempos en Inglaterra cómo cierto tipo de belleza original
y fascinante, inventado y acentuado por dos pintores imaginativos, ha influido
de tal modo sobre la vida que la gente se comporta y luce como verdaderas obras
de arte. Y siempre ha sido así. Un gran
artista inventa un tipo de arte que la Vida intenta copiar y reproducir bajo
una forma popular; los verdaderos
discípulos de un gran artista pues, no son sus imitadores de estudio, sino los
que van haciéndose semejantes a sus obras.”
Me
gustaría usar la máxima de Vivian sobre cómo la vida acaba imitando al arte, y
tomarme el atrevimiento de cambiar la palabra arte por internet ya que hoy en
día ésta tiene tanta presencia en nuestras vidas como el arte la tenía en la de
los ingleses del siglo 19, y preguntar si
la forma y sustancia que parece estar definiendo a internet actualmente, es un
modelo de vida a imitar. Si, como diría un Vivian del 2015, la vida,
gracias a internet, adquiere no tan sólo la espiritualidad, hondura de
pensamiento y de sentimiento, la turbación o la paz del alma, sino que también la
dota de belleza.
Muy
probablemente todos estemos en contra de la información basura o distractora, y
seguramente también muchos piensen que actualmente
hay graves problemas de civismo tanto en la calle como en la web,
pero también supongo que la gran mayoría está
haciendo clic en la misma noticia
morbosa o el mismo insulto, difundiendo
como consecuencia un ruido que alimenta
los impulsos más bajos de nuestra sociedad.
En este escenario, lo más obvio parecería culpar a los medios por la
mediocridad de la información, pero hay que pensar que si la basura se vende es
precisamente porque la estamos comprando. En un panorama mediático cada vez
más ruidoso,
el incentivo es
hacer más ruido para ser oído, y esa tiranía de lo escandaloso alienta la tiranía de lo
desagradable.
El dilema es si uno está
dispuesto a hacer
un sacrificio personal
para cambiarlo.
No me refiero a renunciar a Internet,
me refiero a cambiar la forma de hacer clic,
porque hacer clic es, en definitiva, dar poder.
Hoy en día, nosotros
decidimos lo que llama la atención en base a lo que le damos
atención. Usted
puede pensar que las opiniones o noticias que publica en su muro de Facebook, o
a través de su cuenta personal de Twitter son actos privados porque solo lo
leen sus amigos. Error.
Todo lo que buscamos en Google, todo lo que
tuiteamos, y
a todo a lo que hacemos clic, es
un voto que estamos dando a favor de algo.
Para
empezar, hay dos cosas que todos podemos hacer, o más bien una que podemos
hacer y una que deberíamos dejar de hacer.
Primero, no quedarse callado cuando vemos a alguien
agrediendo a otro en la web. Pienso
que debemos participar contrarrestando lo negativo con lo positivo, el insulto
con la reflexión, lo dogmático con el humor.
Y en segundo lugar, debemos dejar de hacer clic
sobre aquello que nos lleva a la información basura
y engorda las estadísticas de lo más visto. Debemos dejar de morder el anzuelo.
Recuerde que los clics tienen consecuencias tanto
para usted como para el resto de nosotros. Cada vez que haga clic en un titular salaz, no
sólo está consumiendo información que no necesita (¿cuánto más realmente
necesita leer acerca del culo de Jennifer López?), también está asegurando que
ese medio continuará impulsando ese tipo de información. Cada búsqueda que
usted hace en Google es analizada por los editores de noticias que buscan ver
qué temas son "una tendencia" y así elegir cuáles historias publicar
en sus sitios web.
Si
no nos gustan los políticos que se insultan mientras los problemas sociales
persisten, dejemos
de hacer clic en las historias
morbosas sobre políticos - o en los insultos entre
sus seguidores por las redes sociales.
Hacer clic en este
tipo de historias sólo lleva a que la basura crezca y cubra nuestra cultura.
Nuestros
hábitos tienen un inmenso poder, y
eso lo saben los medios de comunicación. Si, como decía Vivian, los
verdaderos discípulos del arte no son sus imitadores de estudio, sino los
ciudadanos que van tornándose semejantes a sus obras, le propongo
asemejarnos a aquello que nos enriquece y no a lo que nos embrutece.
Si el trato aquí
parece ser que gana el que obtiene el mayor número de clics, entonces tenemos que hacerlos
valer usándolos para dar forma a la cultura que queremos.
Ensayo publicado en la revista esQuisses, 25 de mayo 2015, Guatemala
http://www.esquisses.net/2015/05/escandalo-y-violencia-deme-un-clic-y-sabra/
http://www.esquisses.net/2015/05/escandalo-y-violencia-deme-un-clic-y-sabra/
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