Hay hombres que son ciudades. Hombres
cuyos rostros van asemejándose a la ciudad en la que habitan. Y a los latidos
que legitiman la vida de su urbe, ellos se aferran hasta fundirse en
idiosincrasia. Son hombres que van siendo bautizados una y otra vez por la
lluvia de un tiempo que empapa sus vestimentas con folklores, para luego
secárselas con la luz de un sol que varía según las latitudes.
Estos hombres son raíces de un mismo árbol.
Raíces que poco a poco se van hinchando allí donde la vida crece sin sol hasta romper
las veredas. Sus brazos son fuertes al apretar, con inocente vehemencia, los
brotes subterráneos de su ciudad, de quienes serán.
Son hombres que juzgan según sus propias
leyes y tradiciones mientras cabalgan sus vidas dentro de un territorio al cual
entienden como universo. Y en ésa mecánica obtienen la certeza de ser libres.
Son personas con distintas dosis de derechos y obligaciones, todos nacidos en la
misma ciudad y perfumados por el mismo tiempo, verdadero Dios que a todos apiña
y lesiona a su merced. Se visten de cotidianeidad por las mañanas mientras
dormidos buscan sus camisas, o por las tardes, cuando las nubes violetas de Abril
se reflejan en sus ojos acuosos, que también son ciudad. Y entonces ya nadie
puede saber quién es hombre y quién es ciudad. En los suburbios, los
adolescentes escriben textos sobre asfalto que se convertirá en piel y
edificios que mutarán en cuerpos respirando según horarios comerciales.
Y entre los hombres que son ciudad están aquellos que buscan imponer autoridad
sobre los demás. Son ellos quienes bajo su idea de vocación, visualizan
pirámides que con empeño -y con tal aprensión como para permitirse perder la
vida que inventa sus días-, intentan ascender por su resbaladiza pendiente.
Anhelan las sillas que se apolillan en la cúspide porque creen haber visto algo
que consideran que les pertenece. Son aquellos hombres quienes desde la altura
que obnubila, asumen la potestad de dictaminar lo que es bueno o malo, correcto
o incorrecto, bello o feo.
Se asumen patrones de la identidad
colectiva, de la definición del buen gusto, estético y literario, político y
cultural. Crean monopolios y entregan invitaciones a entender lo que es ciudad
y lo que no, lo exquisito como contraste del mal gusto, invitaciones que en
realidad son pequeñas muertes de la creatividad. Estos hombres-autoridad no soportan
las voces individuales, pues las palabras que nunca antes se dijeron suelen ser
la antítesis de la belleza impuesta.
Y también hay hombres que no son ciudades. Hombres que voluntariamente desertan
de su condición de ciudad para buscar un reposo que germine su vida en otra
ciudad, en otra dinámica. Hombres que parten sin grandes pensamientos ni
escuelas, ligeros de equipaje, empujados por la necesidad de ser nuevos hombres
a través de nuevas ciudades, dejándose atravesar por lo que mora en el viento.
Hay algunos de ellos que incluso nunca regresan a su ciudad primera, pues ya no
encuentran el camino a quienes fueron una vez. Son estos hombres los que
finalmente se convierten en su ciudad. Son hombres que son su propia ciudad.
Y cuando ya viejos y atravesados por el tiempo y el misterio, estos hombres
se sientan junto a los edificios que no envejecieron con ellos, entonces
entienden que su existencia, al igual que la de los demás hombres, también es circunstancia
de una geografía. Sólo que el tono con el que le hablan a su ciudad primera es
plenamente distinto. Los escucho hablarle a ella no como hijos, sino como
padres tristes y cariñosos. Son palabras mudas que viajan con el aire de la
tarde, palabras que no son dichas para ser oídas sino para viajar sin ambición.
Corren como recién nacidas pero son viejas como la garganta que las gesta. Ahí
van por el aire, paternales, sobrevolando hasta donde puedan sus alas, hasta
donde sople el viento de la ciudad que las acaba de ver parir y que ahora las
disfruta.
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