18.10.13

Tiempo muerto


Mi nombre no viene al caso. Mi edad, si lo pienso un poco, puede que sí; tengo treinta y seis años. Pero es el sitio, y el año en el que suceden los hechos, lo que mejor enmarca esto que me dispongo a contar. La ciudad es Buenos Aires y el año 1999, una época en la que todavía no se ven teléfonos móviles por la calle. O al menos no de los del tipo inteligente. También es una de las últimas épocas en las que entretenerse durante un viaje de tren o colectivo significa estar a la mira de detalles, o perdido en algún pensamiento, o simplemente escuchando la radio y mirando por la ventana. He decidido ahorrar nombres de estaciones, líneas de transporte y calles. Más que nada para no distraernos de lo que este relato intenta atrapar: lo que descartamos. O en palabras más dramáticas, pero no menos auténticas: los trozos de día que dejamos morir.

Aquí los hechos: temprano por la mañana tomo el tren de las 06.03 y en el que por suerte todavía se pueden encontrar asientos libres. Me acomodo junto a la ventana para viajar durante una hora desde el extremo sur de la ciudad hasta centro mismo de la capital. A lo largo del trayecto, y sobre todo al comienzo, atravieso barrios, paredes pintadas con aerosol y baldíos con bolsas de plástico entre pasto crecido. A las siete en punto de la mañana el tren entra por el enorme galpón de la terminal y en la cual todos los pasajeros debemos bajar –algunos se anticiparán y ya se irán parando minutos antes de llegar. La mayoría de los que bajamos luego continuamos viaje en otro vagón, uno del subte. Éste me dará un tirón de cinco estaciones hasta que cambio de línea, la azul por la verde digamos, y vuelvo a viajar otros quince minutos más. Llego a la oficina pasada las siete y media de la mañana.

El día se vuela entre trabajo, llamadas telefónicas y reuniones.

Pasadas las cinco de la tarde ya estoy fuera de la oficina y nuevamente camino hacia la boca del subte. Ahora es la línea roja, supongamos. Viajo durante veinte minutos hasta la misma terminal de esta mañana, y sin salir al exterior me monto al colectivo que me lleva hasta el colegio en el que doy clases. Habitualmente viajo de pie la primera mitad de los cuarenta minutos que dura el trayecto (mucha gente se bajará justo antes de que el colectivo cruce la avenida que separa capital y provincia y ahí aprovecho para sentarme). Sobre las seis y media de la tarde suelo llegar al colegio, aun con tiempo para tomarme un café. Soy profesor de matemática y doy clases en un colegio nocturno, de siete a diez de la noche, lunes, miércoles y jueves.

Ya a las diez de la noche, totalmente exhausto de tanto hablar, me subo al colectivo que me llevará a casa tras cuarenta minutos de viaje. Podría tomar otro hasta la estación del ferrocarril más próxima y luego el tren y así ahorrarme unos minutos de viaje, pero la verdad es que a esta hora prefiero demorarme más tiempo pero viajar sentado en un mismo sitio.


Dicho lo dicho hay fundamentos suficientes para afirmar que una gran parte de la jornada la paso inmóvil en un viaje por la ciudad. Atrapado en pausas entre acción y acción y en las cuales me distraigo mirando entre otras cosas a los demás viajeros. Entreteniéndome con detalles que me hagan deducir quiénes son estos compañeros de viaje, cómo será su cara cuando se enojan, o cuando gozan, o cómo será el cuarto en el que duermen, o su pareja, ¿tendrán pareja? Y así un sinfín de adivinanzas de las que nunca sabré la respuesta correcta, pero que sin embargo me dejan entender que mi habilidad de observar desinteresadamente también progresa con la práctica. Por ejemplo, desde hace poco y sin motivo alguno me entretiene mirar cordones de zapatos y ver cómo los han enlazado al zapato o cómo es el nudo que los ata.

La rutina de años de viaje en autobuses, trenes y subtes, junto con mi incapacidad para leer mientras viajo y la necesidad de entretenerme, me han ido enseñando secretos. Todos parte de un mundo que puede permanecer oculto para el que siempre está ocupando su tiempo con algo. ¡Pero cuidado! estos nuevos matices que se me van rebelando con cada nuevo viaje no son producto de mi imaginación –para ella reservo otros juegos- ni mucho menos conclusiones subjetivas. Son más bien las partes más pequeñas de una certeza que jamás conoceré, y así lo acepto. Son partes de un cuadro que van apareciendo gradualmente, aflorando con el tiempo. Es decir que, por ejemplo, de tanto observar el brazo de una persona que viaja cerca de mí eventualmente comienzo a percatarme en algún punto más preciso y particular como puede ser su codo, o sus hombros; y viceversa, una vez satisfecha la observación de las uñas por ejemplo, comienzo a remarcar en las manos y en cómo sus gestos silenciosos comulgan con los cambios en la mirada. La contemplación constante y duradera de un cuadro que no podemos quitar de nuestras narices nos lleva e encontrar una infinidad de detalles que jamás estarían al alcance de una mirada fugaz.

Particularmente tengo debilidad por las contradicciones. Un niño de mirada preocupada, un abuelo con guiño subversivo o un vagabundo con postura elegante por decir algunos de mis preferidos. Cada una de las contradicciones que he encontrado, la celebro como una esperanza.

A veces -confieso sin pudor- agobiado por el cansancio o las mezquindades de la vida profesional (especialmente durante las tardes o cuando regreso a casas por la noche los días de clases en el colegio) me harto de las personas y prefiero evitarlas hasta con la vista. Entonces es cuando me entrego a otro de mis juegos: las formas de las cosas. Consiste en un cambio de percepción, como cuando uno cierra un ojo y ajusta la visión del otro. Así, de repente, todo lo que me rodea comienza a estar armonizado geométricamente, como si fuese un gran juego tetris en el que las piezas calzan una con la otra. Esta nueva forma de ver me provoca alegría; inmediatamente me cambia el humor al ir encontrando un parentesco visual entre todo lo que me rodea. Mi ojo cambia espontáneamente como si ahora por fin se revelase la ilusión óptica y ya no se pudiese volver a ver la trampa. Una nueva perspectiva aparece en la cual, por ejemplo, la máquina de marcar billetes que hay al final del pasillo ahora está perfectamente incrustada dentro de los bordes de la avenida que se ve por la ventana frontal del colectivo; el semáforo que brilla en la otra calle atrapa, por una de las esquinas, al cartel apagado que indica “fuera de servicio”, justo por encima de la puerta lateral del colectivo. Y así se va contagiando todo. Cada uno de los objetos y trastos que hay entre las personas ahora se van encajando uno con otro, en armonía con el movimiento en el que me traslado.


Tiempo muerto lo llaman a estos momentos de viaje. ¿Muerto porque todavía no estamos allí dónde el tiempo vuelve a estar vivo? ¿Qué es lo que hace que el tiempo esté vivo o muerto?

A mí me gusta el tiempo muerto. Me gusta no tener más opción que quedarme quieto y dejar que finalmente me alcance todo aquello que corre más lento que yo. Sobre todo me gusta cuando me atrapan las aguas calmas y nado por encima de lo hondo. Evitar tiempo muerto es volverse sordo a uno mismo. Pero por suerte para eso están todavía los interminables viajes en transporte público por la capital porteña: para ver todo aquello  que nos rodea y lo damos por sentado. ¿O acaso un pez sabe lo que es el agua?