28.9.15

Fulanos y menganos

Cierto fulano siente vocación de escritor de ficciones. Pero si a resultados se remite, le alcanzan los dedos de una mano para contar las historias que ha logrado terminar; su voluntad hacia la escritura parecería estar siempre aguardando algo. Veamos. No más de tres noches por semana, que son las que su novia hace guardia en el hospital, el fulano se dedica a escribir. El proceso de inspiración, como le gusta llamarlo, es prácticamente ceremonioso: la calma del apartamento vacío, las luces de la cocina alumbrando el salón, una cerveza bien fría o una medida de whisky, recostarse sobre la hamaca junto a la ventana, el paisaje de su calle desierta.

Comienza entonces a imaginar, reflexionar, especular con imágenes que le brotan repentinamente, teorizar moralejas, descartar, eso sí, todo final predecible o narrativa fantasiosa. En eso está cuando por la ventana ve a un hombre de unos sesenta años paseando un pastor alemán bastante gordo y cansado; ambos avanzan lentamente bajo la luz amarilla de las farolas.
La imagen parece salida de un cuento de Salinger piensa, y eso lo lleva a una voz narrativa que a su vez lo lleva a una historia: un coche gris avanza por una carretera nocturna, adentro un hombre con sombrero de ala conduce mientras una mujer sentada a su lado se pinta los labios; el hombre fuma y algo del humo se escapa por el pequeño espacio que se abre en la ventanilla; parece perturbado por algo; sin girarse le ordena a la mujer que apague la luz del espejo en el que aparecen sus labios rojos, ella ignora sus palabras y contesta con una pregunta, ¿piensas que estoy guapa, Walter?, por favor te lo suplico Sally, no seas una niña caprichosa, sabes que están al acecho escondidos con las luces apagadas; Walter fuma sin quitar los ojos de la carretera; Sally deja caer la mano con la que sostiene el pintalabios rojo y cierra de un golpe el espejo; comienzan a discutir; el coche avanza por las curvas cerradas; ella alza cada vez más la voz; él repite una y otra vez ¡cálmate Sally!, mientras gira el volante con ambas manos y no quita la vista del triángulo de luz que se proyecta en el asfalto.
De repente el fulano se levanta de la hamaca y sale disparado hacia su cuarto. Sortea la mesa con los platos de la cena, el sofá azul con la mochila hasta por fin llegar al escritorio. Del tazón amarillo donde acumula lápices y bolígrafos saca uno al azar y comienza a escribir oraciones que intentan atrapar al hombre con sombrero de ala. No, no está allí, piensa y desiste. Comienza entonces a anotar de forma aislada los elementos que forman la historia: el auto girando por una curva cerrada, la autopista trepando por oscuros cerros, esos labios rojos, contención en el ambiente, un diálogo. No quiere dejar afuera ningún detalle para que luego, cuando se siente a escribir, logre revivir toda esa atmosfera que está sintiendo a través de su imaginación.
Al cabo de unos quince minutos de escritura arrebatada, cuando llega la cuesta arriba que se adentra por los terrenos que hay más allá del entusiasmo, el fulano comienza a apagarse poco a poco. Las oraciones pasan a tener largas pausas meditabundas donde el se pierde en conjeturas. Finalmente el fulano suelta el bolígrafo y abandona la historia. Deja entonces caer los hombros y levanta la vista hacia un punto del cuarto. Lee lo escrito pero algo ha cambiado, ahora considera que la historia es una imitación barata de algún cuento que ya leyó. Aleja el papel hacia un costado sintiendo un arrebato de violencia, se levanta y vuelve a la hamaca. Jamás pierde esos trocitos de papel con tramas moribundas o personajes en incubadoras…pero tampoco prosperan.
El fulano vuelve a la suspensión de su salón y reflexiona sobre lo que rodea al proceso de creación, desde la voluntad del artista hasta la apreciación de su obra por parte de un público. Mira hacia la calle, ahora desierta, y piensa que tal vez su pretensión por escribir es en realidad una pulsión negativa, una atracción por la nada. Y por lo tanto pertenece a ese selecto grupo de escritores que prefirieron no escribir nunca un libro; una negación para nada disparatada, piensa.

Decide aplazar hasta mañana la escritura de un ensayo sobre el tema, esta noche se dedicará a reflexionar y apuntar preguntas que guíen el texto de mañana. Piensa. “¿Cuántos sueños, sistemas de pensamiento, intuiciones y frases realmente nuevas han escapado de la escritura? ¿Cuántas inteligencias han permanecido libres, dedicadas simplemente a nutrir y embellecer una vida, sin someterse jamás al servil proyecto de forjar una estrategia para producir o para obtener reconocimiento?”. Dicho de otro modo, ¿cuánta mente brillante ha pasado desapercibida en la historia por el hecho de no haber dejado constancia escrita de su existencia? ¿Es, entonces, más relevante para la historia de la literatura una mente que ha materializado un proyecto que aquella que simplemente lo imaginó o que, conscientemente, prefirió prescindir de la necesidad de crear? ¿Dejan de ser artistas quienes no crearon aun habiendo influido decisivamente en otros que sí lo hicieron? ¿Qué importancia tiene entonces Sócrates para la filosofía griega si prefirió no escribir nada? ¿Acaso no influyó en Platón? ¿No fue una voz activa de la época? El fulano se duerme.

Mientras tanto, en otro lugar de la ciudad, un mengano junto a una taza de café, escribe y rescribe laboriosamente historias sobre fulanos.
 
Columna publicada en la revista cultural guatemalteca esQuisses. 25 de septiembre de 2015:
http://www.esquisses.net/2015/09/fulanos-y-menganos/

19.9.15

Máquinas solteras

La frase dice así: “En un cierto momento comprendí que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con aquello a lo que se llama una mujer, niños, una casa en el campo, un coche, etc. Y lo comprendí, felizmente, muy pronto. Eso me ha permitido vivir mucho tiempo como soltero mucho más fácilmente que si hubiera tenido que enfrentarme con todas las dificultades normales de la vida. En el fondo es lo principal.”

El que habla es Marcel Duchamp (1887-1968), sentado en el salón de su casa parisina, de piernas cruzadas y con el humo del habano suspendido por encima y por delante de su rostro. Es 1966, está a meses de cumplir 80 años, y con esa frase -que tan bien encarnó con su propia vida- se da el puntapié inicial a la inquietante entrevista que Pierre Cabanne le hace al artista francés, inmortalizada en Conversaciones con Marcel Duchamp, una especie de biblia a la que debe acudir todo aquel que esté a punto de perder la fe en esto de vivir despreocupada y  atrevidamente al margen de toda masa.
Creo que todo empezó -me refiero a mi interés por las máquinas solteras en la literatura y en el arte en general- cuando leí “Historia abreviada de la literatura portátil”, del catalán Enrique Vila-Matas. Recuerdo que ya el título me intrigaba mucho; sospechaba que en ese juego de palabras había un mensaje codificado exclusivamente para mí, alguien enredado desde siempre en misiones vinculadas con lo portátil, lo ligero, lo literario, y lo suelto o soltero. No me equivocaba. Su historia de la conspiración Shandy o sociedad secreta de los portátiles (una especie de cofradía de máquinas solteras cuyos rasgos distintivos incluyen espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por lo absurdo, y cultivar el arte de la insolencia), acabó por secuestrarme y arrastrarme a un mundo en el que los bordes entre literatura y realidad fácilmente podían difuminarse. Ya era yo un admirador de Vila-Matas y sus engranajes, pero leer sobre las máquinas de Kafka o de Duchamp, sin dudas me dejó huella.
Comenzó a interesarme, pues, el concepto duchampiano de máquina soltera (machine célibataire) con el que de algún modo me identificaba. Y, aunque no entendía del todo qué era exactamente, me gustaba también el concepto de femme fatale, ya que algo intuían mis entrañas: esas dos palabras seguidas, esas mujeres fatales, complementaban el movimiento circular de toda máquina soltera. Son, después de todo, el único elemento orgánico capaz de mover los engranajes de una vocación solitaria e insolente. «Uno puede tener las mujeres que quiera; no está obligado a desposarlas», dice Duchamp.
El concepto de máquina soltera surge de la expresión concebida por su obra La Mariée mise á nu par ses célibataires, méme (La novia desnudada por sus solteros, incluso) de 1907. La obra -como se puede ver en la foto- es un vidrio doble, pintado al óleo y dividido horizontalmente en dos partes idénticas. La superior representa el reino de la Mariée (la Novia), y en el cual flota una nube grisácea. En el hemisferio de la Novia puede verse un emisor y receptores de frecuencias dirigidas hacia el grupo de solteros que se encuentran en la parte inferior del vidrio. En la parte superior hay también una zona de puntos: los disparos de los solteros. La obra de Duchamp funciona como una máquina: la Novia envía a sus solteros una señal magnética, éstos reciben la descarga y disparan. En ese instante la Novia deja caer (imaginariamente) su vestido. Fin del trance, y vuelta a empezar. Es, en definitiva, una operación circular que comienza en el Motor-Deseo de la Novia y termina en ella. Un mundo autosuficiente.
Se deduce, por lo tanto, que no hay realmente un vínculo entre la Novia y las máquinas solteras: la energía permanece cerrada dentro de una circularidad autosuficiente. Únicamente se producen vínculos eléctricos, espasmos más bien diría yo, que logran desnudar a la Novia y llevarla a un éxtasis, a un auge de placer. Pero en definitiva nada se consuma ya que no hay entrega y unión con los solteros. Los personajes están, por vocación, atrapados cada uno en su propio goce, unidos a la vez por una radical soledad.
Esta obra encarna el espíritu de los comienzos del siglo pasado, cuando el desarrollo de la ciencia y la industria estaban en ebullición. (Ya Henry Miller, en su novela Sexus, se maravilla cuando descubre las máquinas solteras caminando por las calles de París a principios del siglo pasado: «De lo poco que vi saqué a conclusión de que los hombres que más se empapaban en la vida, que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían poco, poseían pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones en cuestiones de deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar la familia o defender al Estado».) Con La Novia desnuda por sus solteros, deduzco que Duchamp capta la época y entrevé el triunfo de la máquina sobre los movimientos de nuestros cuerpos y sus flujos, lo automático y programado que codifica nuestras acciones y nuestras relaciones.
Hace unos días, por motivos ya expuestos, me puse a leer Conversaciones con Marcel Duchamp. Sentado en el salón de mi casa me preguntaba cuánto de las visiones de este artista no habían sido una anticipación de lo que llegaría en nuestra contemporaneidad; cuánto de su genialidad se vería hoy en el funcionamiento de Apps como Tinder o la controversial AshleyMadison, diseñadas para adaptaciones modernas de aquellas maquinas solteras que veía Henry Miller por la calle.
Ya con el libro cerrado y a un costado, no pude evitar imaginarme a un Duchamp versión 2015, interesado por las nuevas tecnologías y el desconcierto de los tiempos que  corren. Lo vi en San Francisco, lejos de Paris o Nueva York, trabajando en un amplio taller del Silicon Valley, donde entre partida y partida de ajedrez iba absorbiendo el espíritu de una época, la nuestra, y de la cual, obviamente, no era parte más que para observarla desde su encierro y plasmarla en máquinas que captaban el movimiento actual: un movimiento de goce individual, condenado a una auto-contemplación que se consume a sí misma, que se satisface en las zonas erógenas y que no establece relación alguna con el otro, por lo que no sirve nada más que para la pulsión de muerte.



Artículo publicado en la revista cultural esQuisses. Guatemala. 11 de septiembre de 2015:
http://www.esquisses.net/2015/09/maquinas-solteras/