25.7.12

Entre sueños

Tantas horas juntando leña le están cobrando a Hugo un dolor lumbar que pincha con cada paso que va dando. Ya falta poco para llegar, piensa el pobre hombre empujando la carretilla por la calle de tierra.

Son casi las seis cuando por fin llega a la casa y deja el armatoste de leña junto a la puerta de entrada. Con la mano izquierda apoyada sobre la nalga, se frota con sus dedos de cuero seco buscando un calor que le permita una postura más erguida. La otra mano busca las llaves en el bolsillo. Mañana temprano antes que lleguen Abel y Ricardo acomodaré los troncos en el cuarto del patio; ahora tan solo necesito una ducha y descansar un poco.

Una luz amarilla despierta el interior de la casa. La atmósfera es densa. Huele a lana y a sopa de verduras. Un dolido Hugo comienza a deducir que si no toma un relajante muscular y una ducha rápidamente, el dolor se enfriará hasta dejarlo postrado en la cama y sin cena. Tanto tiempo libre en estos últimos días, me pregunto por qué tuve que esperar hasta hoy. Lo último que quiero es que después de tanto tiempo los chicos me encuentren viejo e inútil en una cama.

 De camino al cuarto se detiene unos segundos en el baño para abrir el agua caliente y comenzar a llenar la bañera. Ya en la habitación se va desvistiendo como puede, lentamente y con la ayuda de la pared. Estira y pliega el pantalón y la camisa hasta donde el ánimo le permite para luego apoyarlas sobre la silla que hay junto a su lado de la cama. En la mesita de luz está la foto en blanco y negro de Ana en el mirador del Cabo San Vicente unos días antes del casamiento. Su mirada de niña colmada de felicidad se posa sobre Hugo mientras él hurga como un ciego en la caja de zapatos donde guarda los remedios. Esa inexplicable manía de quitar los medicamentos de su caja dejando solo las tabletas lo demora aún más al viejo Hugo que empieza a irritarse por el aturdimiento que hay en su cabeza. El frio en el cuerpo, el dolor lumbar como una aguja, la ansiedad por no saber qué decir mañana. Caralho! Repite una y otra vez.

 Finalmente encuentra lo que busca y ahora sus dedos siempre grandes e insensibles, se tropiezan por sacar una de las 5 pastillitas celestes que quedan en la tableta. En el intento se salta una y va a parar junto a una pata de la silla. Hugo no se percata y llevándose el remedio a la boca, se marcha al baño en calzoncillos y dejando la caja sobre la cama. El vaho caliente se escapa por el pasillo mientras Ana sigue sonriendo tímida desde el mirador y con su pelo salado bailándole alrededor de la oreja.

 Desde la bañera se oye el canto monótono de los búhos entrar por la ventana cerrada. El viento despeina los campos con su silbido nocturno. Desde el salón llega el tic tac del reloj de pared. Todos esos ruidos se mezclan con el agua caliente y tejen cada uno un nudo de la adormecedora manta que ya cubre hasta el cuello al pobre Hugo. Poco a poco va sintiendo llegar el calor a sus huesos de piedra y astilla. La luz de aceite sobre la mesa del baño tirita en los ojos acuosos del pobre viejo hasta espesarlos y llevarlo de paseo entresueños.

 Las primeras señoras con sus sacos de hilo comienzan a aparecer por el puerto. El cielo continúa cubierto de nubes grises desde que despuntó el día hace un par de horas y hacen que la mañana esté más fría que lo habitual. Ya no queda más té en el termo y Hugo comienza a sentir el cansancio y el frio tras varias horas despierto. Mientras su padre amarra la barca al muelle, Hugo se baja de un brinco y se queda mirando los puestos del mercado.

 ¡Pam! -siente la mano abierta de su hermano en la cabeza- ¡despiértate y ayuda a bajar el pescado!

 Hugo intenta sostener la caja con sardinas que le intenta pasar su hermano pero es muy pesada para sus brazos de niño.

¡Quítate del medio si no puedes y ayuda a acomodar las sardinas sobre la mesa! Te falta tomar más sopa, hombrecito. Le grita su padre mientras tira de la soga y arrima la barca aún más cerca de Hugo.

 Algunas sardinas siguen vivas y Hugo se divierte tratando de atraparlas con sus manitas. Las hunde en las cajas y revuelve el pescado sintiéndose valiente.

 Ya la mañana se acaba y Hugo está escondido dentro de la barca. Se le cierran los ojos a causa del sueño y por más que intenta resistirlo, da cabezadas. Las manos llenas de escamas secas le huelen a pescado seco. Vigila atento a su padre y hermano que están ocupados liquidando las últimas sardinas, pero no puede vencer el sueño ni alejarse del olor de sus manos.

 Talannnnn… talannnnnnn…, llega desde el salón el grito del reloj de pared. Serán las siete o las siete y media, se pregunta Hugo sumergido en el agua caliente. La arenilla en los ojos comienza a picarle nuevamente pero Hugo no se rasca por no ensuciarse con escamas.

 Al instante vuelve a hundirse otra vez en sueños. Esta vez de la mano de Ana quien le frota cariñosamente la espalda con una esponja enjabonada. Los dos están adentro de la bañera. Ana lo abraza por detrás mientras Hugo va aflojando un poco más los hombros con cada caricia perfumada. A pesar del dolor de espaldas logra sentir el placer de los pechos de Ana rozándolo por detrás. Ve sus brazos delgados y enjabonados llegarle por los costados. Los intenta envolver con sus gruesos dedos y aprieta hasta sentir como se le resbalan de las manos. Sus tiernos brazos de sardina. Ana le besa el cuello y le habla sobre el colegio y Abel. Hugo está muy cansado para oírla pero no dice nada. Se conforma con sentir el agua caliente caerle por los hombros, las piernas de Ana atadas alrededor de su vientre y el murmullo de su voz blanda aflorando por detrás. Hugo no duerme, tampoco está despierto. Ana se recuesta sobre la bañera trayendo el peso de Hugo hacia su pecho. Sonríe ligeramente al notar el cambio de respiración de su marido.

 Abel entra en la casa ya de madrugada. Va dando tumbos. Enciende las luces y va pegando con la botella de Ron con todo lo que encuentra en su camino. Despiértate viejo, ¡despiértate! Grita borracho de alegría.

Hugo aparece por el pasillo sin entender nada y pensando lo peor.

 ¿¡Que pasa!? ¡¿Qué pasó?! ¿Por qué esos gritos? estás borracho, ¿!¿Abel?!? Hugo no logra despertarse del todo y le pican los ojos.

 ¡Papa! ¡Me han ofrecido un ascenso en la empresa y me han nombrado jefe de equipo! Me mudo a Sao Paulo papa! ¡! Me voy a Brasil¡!

 Hugo no entiende nada y ve en el reloj del salón que son casi las 2 de la mañana.

Abel entra en la cocina y al cabo de unos segundos sale forcejeando con una botella. PUM! Retumba el descorche.

 Hugo se despierta violentamente, mira a su alrededor y se da cuenta de la realidad: no hay botellas descorchándose, ni mujeres comprando sardinas al amanecer, ni Ana esta junto a él; tan solo ve la luz de aceite resplandeciendo en el baño.

Que tonto he sido por Dios! Tengo que hablar con Ana y hacerla entrar en razón. Caralho! Se remacha Hugo ya parado afuera de la bañera.

 Regresa al cuarto para vestirse con ropa limpia. Toma la caja de zapatos con los medicamentos y la vuelve a acomodar en el estante superior del armario junto a otra caja repleta de papeles y documentos. No solo ha desparecido el dolor de espaldas sino que se siente empujado por una fuerza. Por la certeza de que traerá de regreso a Ana.

Antes de salir decide acomodar los troncos que estaban sobre la carretilla y llevarlos al cuarto del fondo. Siente el aire seco y frio de la noche darle de lleno en la cara pero sabe que mañana no tendrá tiempo con Ana en casa y los chicos que no le han dicho exactamente a qué hora llegarán. Mejor lo hago ahora que me llevará un instante.

Son casi las diez de la noche cuando por fin Hugo detiene el coche frente a la casa de Fátima, su cuñada. Siente el corazón en la boca por el pavor que le provoca presentarse a estas horas en esa casa y después de tantos meses. Pero sabe que es ahora o nunca que podrá decirle todo lo que siente a Ana.

Una luz se enciende detrás de la ventana que da a la calle. Antes que Hugo salga del coche, Ana abre la puerta de la casa y camina hasta la vereda. Le sonríe mientras se envuelve más fuerte el saco de lana verde que lleva puesto. Hugo se siente despierto y fuerte. Desde las piernas bajo el volante le suben unas cosquillas y unas ganas terribles de abrazarla y escuchar sus susurros al oído.

 Abre la puerta y sin quitarle la mirada, se acerca a ella.

Perdón, Ana. Vuelve a casa por favor amor. Le dice apisonando las lágrimas.

 Ana le apoya la mano sobre los labios.

Shhh, tonto. Pensé que no te atreverías a venir nunca. No te quería ver por aquí pero en realidad ya no soportaba un minuto más la espera. Le responde Ana con su voz de noche.

 
Abel y Ricardo llegaron juntos a la casa al día siguiente. Ambos volaron a Faro con diferencia de un par de horas y llegaron a Raposeiras en un coche alquilado cuando ya casi había oscurecido y el viento soplaba seco.

 Hacía casi dos años que no veían a su padre. La última vez había sido en el entierro de su madre y por cuestiones de trabajo y tiempo no habían podido regresar desde entonces. Ambos sentían algo de culpa por haber dejado pasar tanto tiempo. Pobre papa, todo este tiempo solo.

 Tras esperar un largo rato a que les abriera la puerta decidieron ir al cuarto del fondo para confirmar si estaba allí. No había nadie tampoco en el patio de atrás, tan sol vieron una carretilla vacía junto al cuarto de la leña. Abel decidió entrar por la ventana de su cuarto de infancia y entonces fue él el primero en encontrar a Hugo en la bañera.

 Lo supo desde que lo vio, pero sin embargo no pudo evitar sentir que tal vez su padre estaba durmiendo.


21.7.12

El verano intermitente




Dani, sal del agua! Te lo he pedido ya tres veces y no quiero volver a repetirlo- grita mama desde la orilla.

 

No le contesto. La veo parada justo ahí donde el lago apenas tiene fuerzas para llegar y sé que no se animará a entrar más allá de los tobillos. Entonces miro de reojo a través de mis antiparras, respiro hondo por la boca un instante antes de sumergirme como tragado por una bestia acuática, y nadando como una rana a centímetros del fondo me alejo aún más de ella. Ya bajo el agua, imagino que me persiguen y que debo huir midiendo mi respiración. Me alejo. Cuando ya por fin siento la necesidad de respirar, controlando mi ansiedad salgo lentamente de aquel mundo silencioso asomando primero la cabeza y luego los brazos. Me giro y la veo a mama por fin yéndose hacia donde están mis hermanas. Ja!

 

Todos estamos jugando. El sol rebota sobre mí y el resto de niños que llenamos de alboroto esta tarde de verano. Lo veo sostenerse sobre el agua con sus rayos y cubrirla de brillos metálicos. El calor agobia a los más grandes, que se esconden en sus sombrillas. Hace sudar a los heladeros y demás vendedores ambulantes, y yo sigo creyendo que me persiguen los soldados. Ay sí! Eso es el verano, las chispas sobre el lago y la ansiedad por todo.

 

Salgo del agua y me quedo un instante en la orilla viendo las piedras que se mojan con cada ola que llega. Ya el sol hace un rato que ha comenzado a esconderse y yo me abrazo el cuerpo temblando de frio. Comienzo a reírme exageradamente para dejar escapar la electricidad que me provoca el viento. Me gustaría llevarme una de estas piedras blancas para mi casa pero ya las he visto volverse opacas y tontas cuando luego las quito de mi mochila. Esta vez elijo una de color rojizo y rayas marrones. A ver si esta noche me seguirá gustando. Me la meto en el bolsillo del bañador y me voy corriendo hacia donde están los demás.

 

Mama me envuelve en una toalla que saca del bolso mientras me dice no sé que. No presto atención a sus palabras y espero a que me suelte para irme a sentar en el pasto.

 

Quédate aquí ya y sécate- me dice frotándome la espalda.

 

Me alejo unos metros de ella y me dejo caer de espaldas creyéndome una oruga que intenta sentarse. Ya incorporado, imagino el color morado de mis labios que vi en el espejito de mama hace unos días cuando salí del agua y me sorprendió la imagen. De algún modo, desde aquel momento, he comenzado a notar el color y la forma de los labios.

 

Y papa? – pregunto

 

No está, no ves? – me dice mi hermana desde atrás y su tono me deja claro que no me quiero girar a verla.

 

Se volvió antes a casa, tiene que hacer unas llamadas – dice mama.

 

Hundo la nariz en el pliegue de toalla que se forma entre mis rodillas y me invade la paradoja de querer y no querer que papa este allí, de sentirme enfadado y al mismo tiempo aliviado ante la noticia. Creo que no me molesta que se haya ido a la casa, sé que tampoco lo hubiera ido a molestar de haber estado aquí con nosotros -papa nunca me dice nada pero yo sé que a él no le gusta que lo moleste-. Hundo aún más la cara forzando a que se amplíe el pliegue de toalla y me enfado porque una vez más se fue y no se metió al agua a jugar, me enfado porque yo tampoco me animé a pedírselo, porque siempre que le pido algo, me hace sentir pequeño y tonto. Pero igual quiero verlo, igual quiero que este aquí y seguir esperando a que se levante y venga al agua conmigo.

 

Esta paradoja de sentir dos emociones tan opuestas y a la vez tan naturalmente unidas, la recuerdo haber reconocido por primera vez durante aquellos días. A los 11 años, claro, no se sabe exactamente qué es el tiempo, ni mucho menos el empeño con el que se reflejarán en nuestros ojos adultos aquellas primeras premoniciones. Tan solo podía intuir que existía algo que condicionaba mi vida y que olía a toalla limpia apretándose contra los ojos y a ganas de estar solo. Porque a pesar de que la vida hasta entonces no había sido más que un manojo de años, estos ya me habían enseñado que los veranos se acaban. Así, de repente. Y no porque yo lo quiera.

 

Eran los últimos días de Febrero y faltaba poco para mi cumpleaños. Pero si nadie me lo hubiera dicho y fuese un secreto, habría sido uno fácil de descubrir para mí. Lo podía intuir por la desolación inexplicable y repentina de los atardeceres en el lago. El sol comenzaba a bajar más pronto y el cielo se tornaba naranja antes de que mama terminara de levantar nuestro pequeño campamento diario. Me tenía que poner un suéter para regresar a casa, y muchos de los puestos de sándwich y helado ya estaban cerrados para cuando esperábamos el bus. Las familias en el lago cada día eran menos, y poco a poco, uno a uno, se iban regresando a la ciudad todos mis amigos. A la mayoría de ellos no los volvería a ver hasta el verano siguiente.

 

Papa tenía que regresar antes a Buenos Aires porque lo habían llamado para decirle que tendría que viajar por trabajo. Así que la última noche antes que se regresara, a modo de despedida, cocinó dos pollos en la parrilla que había en el jardín. Yo lo ayudé a preparar la cena sin que nadie me lo pida. Quería decirle algo pero no sabía exactamente qué, gritar y pegarle y al mismo tiempo hacerlo reír y sorprenderlo. Revoloteaba alrededor suyo asegurándome de que todo esté a su alcance. La sal gruesa, el papel de diario para limpiar los hierros de la parrilla, un palo para que reparta las brasas. Corría a la cocina en cuanto notaba la falta de algo y traía cuchillos y platos mientras mama me gritaba que no corra con cuchillos en la mano. Me paraba al lado suyo anticipándome a todo, buscando su mirada con una sonrisa estreñida y la duda de estar molestando. Con cada sorbo de vino que bebía, se secaba el sudor de la frente mientras yo coreaba qué calor, no? Y bebía de mi vaso coca cola con hielo. Me acuerdo que los dos estábamos sin camiseta. Me sentía ansioso, desunido.

 

Mama, mis hermanas y yo, regresamos cinco días después atravesando el país de este a oeste en un viaje de casi 8 horas y en un bus de dos pisos de la compañía Pulman. Le insistí a mama que me dejase ir en el de arriba, en parte por la excitación de la altura pero principalmente porque sabía que ellas se mareaban con el movimiento espeso del segundo piso. Necesitaba ver el paisaje yéndose por la ventana y quedando atrás. Me sentía rabioso por el final del verano, por el mutismo de papa, por mi cobardía. Y quería despedirme con la misma violencia pasiva que masticaba desde hacía días: viendo como el verano se enterraba rápidamente y sin piedad en el paisaje que dejaba atrás aquella ventana de la compañía Pulman.

 


 

Finalmente pegué un estirón y mi cuerpo se desvistió de aquel cuerpo de niño rana. Se me ensanchó la espalda y mis piernas se volvieron fuertes y aventureras; mi cabeza cambió y lo primero que hizo fue desprenderse del pasado, o así lo sentí. Me fui de casa para estudiar arquitectura en una ciudad con mar. Una vez más, lo que creía buscar era distancia y aventura. Mama me llamó cada día al principio para preguntarme cómo iban las cosas, bien le contestaba yo siempre; papa se despidió con un abrazo que supo a silencio de borracho. Sentí que me quería decir algo pero el óxido llega incluso hasta a las palabras. Ambos callamos y apretamos el abrazo cuando sentimos el musgo. Tal vez no sabíamos exactamente qué decir, o más bien cómo comenzar a decirlo.

 

Y entonces hubo una chica en otra ciudad a la que llegué un día. Y hubo versos y besos. Terminé los estudios y con Sofía nos fuimos a vivir juntos. Y hubo más versos y con ellos una vida que fue tomando forma sin casi percibirla. Fue natural de algún modo. Como ir viendo a un niño crecer sin percatarse del cambio diario.

 

Nunca me creí capaz de darle una forma definida a mi vida. Sin embargo llevó tiempo pero aprendí la receta; dejarme llevar, dejarme querer. Los días donde me sentí lejos de lo que me rodeaba se fueron achicharrando hasta convertirse en un sentimiento infantil, o así quiero creer.

 

Cuando cumplí 40, Sofía me propuso irnos de viaje con los niños a un sitio que me hiciera ilusión conocer. Le propuse entonces regresar a la ciudad con lago de aquel primer verano. No había vuelto desde entonces. Fue una decisión que incité inconscientemente, como si hubiera estado esperando aquel momento todos estos años.

 

Viajamos en bus. Sofía a mi lado y los niños en el piso de arriba. Sentí entonces el paisaje devolverme a través de la ventana todo aquello que se había guardado. Arrojándome a la cara algo más que un verano lejano. Intento nunca regresar a los sitios del pasado. De algún modo me incomoda ver en los ojos de lo que una vez conocí, el descarado paso del tiempo. Incluso esta vez siento que no fui yo el que decidió llegar hasta allí sino las fuerzas ocultas que parecieran ser las verdaderas dueñas de nuestras acciones.

 

Pasamos unos días felices. En total debían ser dos semanas. Por las mañanas me quedaba en el hotel, trabajando y leyendo. Ver desde la ventana del cuarto a Sofía yéndose con los niños hacia el lago me llenaba de error y acierto, de querer irme con ellos y al mismo tiempo de preparar una mochila e irme lejos para soltar estas ganas de aventura que tantas veces intenté matar pero resucitó.

 

El quinto día fuimos juntos a pasar el día al lago. Llegamos antes del mediodía y casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. Sentí una toalla en el rostro y el vértigo de la responsabilidad llenando de nudos mi libertad. Pero no podía decidirme a decírselo a Sofía. Me limité a sentarme bajo la sombrilla y ver a los chicos jugar en el agua. Me sentí feliz de verlos bajo el sol y volví a sentir mi amor intermitente hacía Sofía mientras dormía a mí lado.

 

Ese mismo día recibí una llamada de mi socio. Finalmente había conseguido una entrevista con la gente de Bogotá. Estarían llegando a Buenos Aires mañana mismo por otros asuntos pero había logrado comprometerlos para que almorcemos juntos el miércoles, lo cual sería estratégico para nuestra reunión del jueves. No podía, ni quería perder esta oportunidad.

 

Me regrese antes a casa a preparar la valija y salí de regreso al día siguiente. Sofía y los chicos decidieron quedarse y aprovechar los últimos días de Febrero bajo el sol.
 



 

12.7.12

La busqueda

Aquel martes 15 de Octubre, Claudia despidió a su amante casi media hora pasada de las cinco de la tarde. Jamás, pero jamás desde que había conocido a Matías hacía ya 7 meses, se hubiera permitido tal irresponsabilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que su marido, el arquitecto Roberto Lescari, siempre era tan puntual en su horario de salida (no soporto quedarme ni un minuto más de lo necesario en aquella jaula de envidiosos-, se lo escuchó decir más de una vez). Pero aquel día Matías estaba más perceptible y compasivo que nunca, por lo que Claudia no tuvo ganas, ni fuerzas para resistir aquella invitación a ser escuchada entre caricias. Entregada ya a ese espacio sin tiempo, sintió un profundo alivio en el abrazo de su amante mientras ella colmaba el silencio de Matías con sus palabras. 

Eran casi las once de la noche cuando Roberto abrió la puerta de su casa. Se veía exaltado y llevaba una felicidad excesiva dibujada en la cara. Para entonces, Claudia llevaba ya 3 horas preocupadísima por la ausencia inusual de su marido, y casi desde el mediodía con una terrible ansiedad porque no la había llamado en todo el día.

Claudia! Lo has visto? Es increíble! Increíble, Claudia!
Donde has estado Roberto? Desde las seis de la tarde que te estoy llamando y me sale el contestador automático! Llamé al estudio y tampoco me contestó nadie. Donde estuviste toda la tarde, Roberto?

Tranquila Claudia! Tranquila que son buenas noticias! Hasta hoy solo tú y unos pocos conocían al arquitecto Lescari, pero desde hoy, desde hoy Claudia, todo el país sabe que existo. Qué digo! Con esto de internet, todo el mundo ahora sabe de mí! Roberto movía los brazos sin soltar ni el maletín ni el abrigo.

Que estás diciendo Roberto? Claudia sintió el aliento a alcohol de su marido pero supo que no estaba borracho, de hecho, jamás lo había visto borracho. Supuso entonces que había salido a beber con amigos y celebrar alguna adjudicación para un proyecto nacional.

Ay Claudia! Todo el día pensando nada más que en ti misma y metida en tus cosas que ni lees el periódico! Toma, mira, lee, lee el titular en la tapa y luego ve a la cuarta página. Lleva ya un par de horas en la calle y ya he recibido como 5 llamadas! Por favor, lee en voz alta!!

Uno de sus hijos, el menor, se despertó con el alboroto y había llegado hasta la puerta de la cocina. Roberto lo alzó en sus brazos y le dio un beso en el cuello. El niño hizo un gesto de rechazo al sentir la barba y el olor de su padre pero igual lo abrazó y se quedó quieto reposando sobre su pecho. Claudia abrió el periódico, aclaró su garganta y con voz suave comenzó a leer, primero el titular: ¨Se incendia un almacén histórico en el barrio barcelonés del Borne¨. Descolocada miró a su marido buscando una explicación, pero él, en su lugar, ansioso le repetía: lee, lee la noticia Claudia! Entonces ella continuó: ¨Alrededor de las 12 y media del mediodía, en el histórico almacén de la calle Sant Pere, en el barrio barcelonés del Borne, se desató un incendio que acabó destrozando todo el interior del local. Los bomberos llegaron unos minutos antes de las 13h tras haber sido advertidos por el dueño del almacén, Joan Masso quien se percató del incendio al oler el humo que llegaba del sótano. Los detalles del incidente aún están por esclarecerse.

No entiendo Roberto, que quieres mostrarme? Por qué mejor no me explicas qué pasa.

Sigue, tú sigue por favor.

Se presume que el incendio fue ocasionado por un escape de gas. Fuentes indican que el Sr. Masso habría llamado el pasado Viernes a un técnico de la compañía ENDESA para verificar las instalaciones. No se registraron heridos ya que el almacén fue evacuado inmediatamente. No obstante, el siniestro acabó destruyendo el interior del almacén y parte de su histórica fachada. Las llamas, a pesar de haber sido controladas pasadas las 13.30hs, alcanzaron también parte de las instalaciones de la obra del al lado¨.

Claudia, lo ves, lo ves!? Se refiere al club deportivo de la calle Sant Pere que estamos terminando de construir. Sigue, sigue!

Claudia miró a su marido, confirmó que el niño seguía inmóvil entre los brazos de su padre y entonces remató desconcertada: ¨El estudio de arquitectos Borelli, responsable de la construcción también afectada por el incendio, ha declarado a través de su jefe de proyecto, el arquitecto Roberto Lescari, que iniciaran inmediatamente los trámites legales ante el juzgado de turno para determinar la responsabilidad del seguro¨

Has visto Claudia!? Ahora entiendes!? Me llamaron sobre las dos de la tarde para informarme del incendio Claudia, por eso no he estado en la oficina en todo el día. La noticia está viajando por todo el mundo ahora! Es más, voy colgarla en Facebook! Todo el país conoce ahora al arquitecto Lascari.

Roberto le pasó el niño a Claudia, tomó el periódico y se lo puso bajo el brazo.

Voy un instante a lo de David a mostrárselo rápidamente. Qué hora es? Igual Natalia y Ana están aún despiertas. Lo tienen que ver! Voy corriendo y vuelvo.

Claudia acostó al niño y se quedó un instante a su lado hasta que se durmió. Luego, de regreso ya en la cocina, encendió un cigarrillo y se quedó fumando sentada en la silla en la que Roberto había dejado colgado su saco.

10.7.12

Eugenia

La madrugada del 14 de febrero jamás la imaginó Eugenia aconteciendo en Praga. Y mucho menos que la encontraría recostada sobre una cama de hotel en el barrio de Žižkov, lejos, fumando, bañada por la luz opaca de luna entrando aliviada por la cortina, con ese hombre desnudo durmiendo a su lado, lejos, tranquila y cansada, con raspones en las piernas y muslos, lejos.
La taza de café se enfría sobre el escritorio mientras Eugenia, sentada en el borde de la cama y ya sin la toalla marrón que la envolvía como una oruga, se queda suspendida con un calcetín a medio poner. Que fatiga, no es la oficina, es …. Que pocas ganas de salir, son las 8 y media ya? si me quedo en casa podría…, y encima la pesada de Silvia….
Eugenia es una chica buena dirían los que la creen conocer, tiene treinta y dos años y una juventud lánguida e íntima que en nada se asemeja a la de sus amigas o  vecinas. Tal vez por eso reserva sus pensamientos para las hojas que se aglomeran y esconden por todos los rincones de su vida. Vive lejos de todo peligro y ya desde niña aprendió a domar el miedo que provoca el encierro de sentimientos con el pasar de los años. Cuando la veo caminando por la calle, siempre tengo la impresión de ver en su paso invisible, una pesadez colmada de agua y obligaciones que arrastra con los pies. Va por las veredas con sus ojos encendidos y presentes, deslizándose lentamente como un camaleón sin pies.
Sin embargo a veces, comúnmente los jueves o viernes, aunque también lo he visto suceder un lunes, su paso acuoso se rompe y sintoniza con el de los demás peatones. Es un pequeño cambio de ritmo, mínimo aunque notorio para el que conoce su andar y la ha escuchado hablar. Y en esos días, a pesar de ser una más entre la masa humana de las mañanas, su andar sincronizado lleva el color chispeante de lo que sucede ocasionalmente. Sus botas negras sin taco se separan unos centímetros más de lo habitual, su pecho parece ir prendido a una tanza de cobre que la jala hacia adelante, y su cuello finalmente se ablanda y gira ante las novedades de la ciudad. Siempre envuelta en ese aire silencioso y distante tan propio de Eugenia, claro está. Pero en esos días, el ritmo de su mirada es distinto, como si sus botas se secasen de aquella humedad y dejasen paso a una ansiosa y pasiva curiosidad por lo inesperado. Estos días, no obstante, son la minoría.  
Eugenia se sube las medias hasta la rodilla, se levanta de la cama y bebe un poco de café. Las ocho y veinte. Si pierdo el bus de las 8.45 entonces el próximo me deja en la oficina sobre las 9 y media. Apura el paso y entra al baño a secarse el pelo en medias y ropa interior. La radio encendida es un ruido indescifrable aunque propio de las mañanas desde que vive sola. El alboroto del secador se apaga cuando el reloj del baño indica las 8 y 27 y entonces Eugenia se ve forzada, una vez más, a rematar la salida en diez minutos. Se viste con lo habitual (hoy, como siempre, tampoco habrá tiempo para elegir una vestimenta más meditada), llena el bolso con todo lo que reposaba sobre el escritorio, billetera, llaves que en unos instantes tendrá que volver a buscar para cerrar la puerta del departamento, celular, pañuelos kleenex y el cuaderno negro con su birome de tinta azul por si siente el impulso de apuntar algún pensamiento que luego suele tomar forma de texto por la noche. Sale a la calle y llega a la parada del bus justo unos segundos antes de que llegue el 28. Se sube y se sienta en el primer asiento de la derecha con el bolso sobre la falda y ambas manos por encima, como cada mañana.
Eugenia vive una vida que se compara a un libro lleno de hojas empapadas con las mismas palabras aunque ordenadas de maneras diferentes en cada capítulo.
Por las mañanas va a la Universidad donde trabaja como asistente administrativa para el departamento de filología española. Cuando su tutor de tesis le ofreció el puesto y ella lo aceptó hace ya 3 años, nunca imaginó que sería tan aburrido. En realidad pensó que ese puesto le permitiría por fin cobrar algo de dinero y mantenerse al mismo tiempo en el ámbito académico y dentro de la universidad, sitio que tan bien conocía y dentro del cual se encontraba satisfecha. Sin embargo, en la práctica, la realidad fue otra. Eugenia pasaba las mañanas enteras llenando planillas con informaciones sobre alumnos y respondiendo a las infinitas tareas grises que le exigía con tono mandante la rectora del departamento, Silvia. Silvia Bustamante es una señora de unos cincuenta años e infinidad de características que decir de ella, aunque me bastará con solo rematar que sus senos y su personalidad ansiosa y arrolladora son los comentarios –ocultos- de todos los empleados del departamento.
A pesar de que las horas nunca pasan en esa maldita oficina,  Eugenia sabe que es tan difícil cambiar. De trabajo, de vida, de ciudad, en fin…de todo lo que se fue cuajando. Las mañanas para ella se dividen en dos segmentos exactamente similares aunque separados por un café de maquina en el patio de la Universidad. Es curioso como los pensamientos son necesidades fisiológicas que parecieran tener la disciplina de asomarse siempre a la misma hora. Así le sucede a Eugenia de Lunes a Viernes a las 11 de la mañana cuando sale al patio del pabellón de Humanidades para tomar su café. Con el sabor dulce y lúcido de la bebida, siempre llega su primo Luis y su toque sobre la osadía y el riesgo. Entonces en ella se destapa un panal de abejas que revolotean por todo su interior pero sin apoyar sus dulces patas en ninguna decisión. Controlarlas y llevarlas de vuelta al panal no es tarea fácil, pero Eugenia se conoce bastante bien y solo le basta suspirar mientras se escucha decir su eterno mantra: Si, puta, es difícil cambiar.
Sentada en el bus, Eugenia se queda inmóvil como una pared. Si no fuera por el agua brillosa de sus ojos, casi diría que esa muchacha está apagada. Pero no, simplemente se contrae en pasividad para aprender de sus sentidos. Quietita ahí, ella es dueña de un mundo al que se accede genéticamente y se habita por seguridad. Siente los pies adentro de sus botas negras, el olor a hierro  tibio y a mañana del autobús, la base de su lengua, el gesto de los pasajeros que al igual que ella viajan solos, el peso de sus pendientes, la sombra violeta sobre todo el lado izquierdo de la máquina. Ver y sentir estas cosas le regala distancia y pertenencia a lo que la rodea. Así mismo, encuentra  consuelo en el poder que le da ver todo esto por más que sea parte de una vida que quisiera cambiar. Pero no, ya costó bastante llegar hasta aquí, ya es tarde para cambiar, cómo lo haría, es tan espinoso y pesado el solo hecho de pensar en estos temas que ni me quiero imaginar lo que sería materializar ese pensamiento.
El bus gira por la avenida y Eugenia logra ver el puente que pasará a su izquierda en unos instantes. Sí, como voy a pagar el alquiler si le digo a Silvia que en realidad no me gusta lo que hago y que me sentiría más útil ayudando con la preparación de los cursos en lugar de llenar la estúpida base de datos. No lo aceptaría nunca! Silvia seguro que se enojaría conmigo y hasta me dejaría de hablar unos días mientras desparrama el chisme de que no encajo con el espíritu del equipo. En la vida no se puede tener todo, parte de crecer es aceptar lo que uno tiene y yo tengo un trabajo que mal que mal me ayuda a sostenerme.
Que ganas de irme lejos y empezar de nuevo.
El puente aparece  justo con el pensamiento, Eugenia le clava la mirada a sus brazos de hierro y le arroja esa idea loca para que le ate una piedra al cuello y la ahogue en el lago. Sin embargo, la esperanza parece rebotar y volver a ella en forma de un deseo irreflexivo por pararse y echarse a la calle. Así lo hace, sin pensar, como un impulso que busca traer aire a los pulmones. Se baja del bus unas cuantas paradas antes de su destino y ya en la calle, recupera el aliento y se pone a marchar para no llamar la atención.
Caminando, el sol de la mañana le acaricia la nuca y le llena un poquito ese vacío interior que provoca la cobardía de sentirse demasiado viejo para cambiar. Sus pasos llenos de agua la hacen pensar que la ciudad se está inundando. Ay Eugenia, que tonta sos!
(…)
Empieza a sentir la salada tentación, por primera vez. Por qué no! porque no! Afirma al preguntar y se pregunta al afirmar. Entonces se detiene junto a un portal y concentra, en el punto que hay entre los dos ojos, toda esa visión que de repente le ha llegado. Allí lejos donde se funden en una sola imagen el mundo derecho con el izquierdo se va formando la imagen. Con el bolso en la mano, proyecta la mirada en la acera y a ella se arroja como el agua de un balde que inunda toda la vereda con lo que hace instantes era una mano fría en el pecho.  Vuelve a sentir los pies dentro de sus botas siempre mojadas, su abrigo respirando, el bolso y el peso de todo lo que dentro lleva, siente el pelo, los anteojos, los pendientes, al abrazo del pantalón en la cintura, el sostén por delante y por detrás, las medias. Siente todo lo que por fuera está y ve en la acera todo lo que por dentro siempre sintió pero que ahora galopa.
Y ve surgir de ese charco inmenso, la materialización de su deseo. Llegan luces de lámpara color naranja y cobre, hormigas negras sin hojas sobre su cabeza, rinocerontes y tigres, muchos tigres, toboganes de lengua caliente, olor a pan tostado, ventanas abiertas y cortinas flameando, papeles de cartón y chocolates derretidos, finas láminas de madera y rayas azul marino, platillos dorados y cepillos que los golpean, febrero en verano.
Eugenia despierta y lo ve claro. El miedo de siempre esta más presente que nunca, sí, de eso no hay dudas, pero ahora por fin tiene forma y por lo tanto ya no es imaginación. Alguien le está ofreciendo un regalo que Eugenia parece estar aceptando. Ay Eugenia, que tierna sos!
Camina por la calle, con las botas secas y como un pez nervioso que rompió el huevo y está aprendiendo a conocer su aleteo. La ciudad va pasando por los costados como aquellos arboles que Eugenia veía por horas en la ruta camino a la casa de sus abuelos. Viaja con paso de miércoles pero algo se va apoderando de sus pantorrillas, un cosquilleo que no es propio de sus mañanas. Por qué acabo de doblar en la esquina? Bueno, es igual, sigo por esta calle y luego….mira esa chica con el abrigo largo de cuero cuando en realidad hace calor…..el reloj de la estación marca 9 grados, tampoco hace tanto calor, por qué este calor? Es el abrigo….
La luz verde del semáforo le abre paso hacia el puente que había visto desde el bus. Lo comienza a atravesar sin duda alguna y no recuerda haberle pedido nada hace instantes. Pero la inmensa masa de hierro suspendida sobre el lago no deja nunca de despertarle pensamientos a Eugenia. Esta vez se detiene imantada por el agua que pasa  por debajo, limpia y helada. Los coches a su espalda van camino a las oficinas empujados por el bostezo de este miércoles. Pasan uno, cinco, diez, muchos. Todos van y vienen a un ritmo del que Eugenia parece estar prófuga, como si ella fuese la única partícula estática sobre ese puente histérico que flota sobre una corriente de agua. Con el pelo en el rostro y el mentón sobre las manos que abrazan la baranda, Eugenia sonríe. El reloj de la oficina pública que ve a su frente marca las 9.20 de la mañana. Mierda! Ya ha pasado más de un cuarto de hora desde que tendría que estar en la oficina. Es igual, que más me da. De última llamo más tarde y digo que estoy enferma. Pero Silvia va a….mierda! Es igual. Que se vaya a la mierda Silvia, la computadora y el café!
Ya consciente que atrás queda el sitio a donde se dirigía esta mañana, Eugenia sigue caminando con las manos dentro de los bolsillos del abrigo y la tanza de cobre jalando su pecho. La ciudad esta hermosa esta mañana. Nadie parece estar caminando sin un propósito o destino y este contraste la hace sentir nuevamente poderosa.
Ya en la avenida huele el olor a masa tostada de un puesto ambulante de pretzels. Cuanto me gusta el olor a pan tostado piensa mientras mira las semillas de sésamo sobre la piel de plástico de aquellos rulos que giran frente a una parrilla eléctrica. Me da uno por favor? creo que tengo una moneda de 5, a ver en el bolso, pucha me quedan dos pañuelos, que rico olor. Gracias, buen día! La calle sigue pasando como árboles en la ruta. Eugenia corta un trozo y se lleva el pretzel a la nariz dejando entrar a todo ese vaho caliente que solo el corazón húmedo de la masa recién tostada logra emanar.
Llegando a la parada del tranvia, cuando la avenida hace esquina con la juguetería, se gira y ve un coche azul estacionado y con la puerta del acompañante abierta frente a una casa de cambio de moneda. Inmediatamente siente la anormalidad de la escena pero la tanza de cobre la lleva directo en esa dirección. A unos metros de la tienda siente la premonición de lo que está por ver. Y así es, al llegar y mirar la escena que está sucediendo dentro del local,  inmediatamente entiende el motivo de aquel coche con la puerta abierta. Se agacha para ver quien está al volante y logra ver el rostro de un hombre de barba oscura.
Eugenia comienza a sentir los pies dentro de las botas y el algodón de sus medias. El tiempo se suspende mudo pero todo sigue sucediendo. Y en un instante siente la base del cuello, desde adentro y como una tela viscosa. La humectación de los ojos, el abrigo calzar en las axilas, el ano, las marcas de expresión en los ojos al apretar su mirada, la piel que se alza entre la boca y la nariz. Cuando quiere darse cuenta, ya está metida adentro del coche por voluntad propia mientras siente la fuerza de una mano apretando su codo y queriéndola empujar hacia afuera. Mierda! Pero qué estoy haciendo!?! Es igual!
La puerta del negocio finalmente se abre y de adentro salen 2 hombres encapuchados y armados. Arrojan unas mochilas negras por encima de Eugenia y al engullirse en el coche se asustan al ver a esta mujer respondiendo con agresividad ante el forcejeo del conductor. Ya vamos!, grita entonces ella sintiendo la falta de espacio, estamos perdiendo tiempo!. No acaba de decir esto que el hombre a su izquierda se lanza sobre ella y abriendo su puerta, la empuja hacia afuera. Eugenia cae sobre el pavimento aunque con la mano derecha aun prendida de la ventana trasera del coche. El conductor sale disparado y Eugenia con ambas piernas afuera del coche siente el pavimento quemarle el muslo derecho. Métela en el coche, no la dejes caer! Grita el conductor nervioso y con la vista saltando de atrás hacia adelante. Pero estas loco! Qué dices?? Responde el otro desde atrás y dispuesto a quitarse a Eugenia de encima. Que lo hagas, mierda!! Y ante la mirada amenazadora del conductor, la toma de ambas manos y en menos de un segundo la jala y vuelve a meter al coche con la misma agresividad con la que hace instantes se quiso librar de ella. Cierran finalmente la puerta trasera y continúan velozmente por la angosta calle. En la esquina, sin dudar ni mirar, toman la calle hacia la izquierda y cuando ya en la avenida, giran hacia la derecha y se montan en la autopista. Nadie habla, todos atentos. El conductor marca una presencia dominante que no parecen tener los otros dos hombres. Ya bajando la velocidad del coche, Eugenia se percata que están saliendo de la ciudad.
Quien eres? quien mierda es esta? Pregunta desde atrás uno de los hombres. Mi nombre es Eugenia y ya no tiene sentido quien soy, soy parte de esto nos guste o no. El conductor hace una mueca que podría tomarse por sonrisa mientras la mira por el espejo retrovisor.
Lo que contó Eugenia a lo largo de las dos horas que duró aquel viaje, y lo que sintieron los tres delincuentes al escucharla -en especial el conductor-, lo dejo a otros de describir. Va más allá de mis capacidades.

7.7.12

The beginning of a story

And then a friend thought enough of me to tell me about a business he was in, a way to get some of those luxuries that the budget never leaves any room for. And, if I was willing to work for it, a way I could retire in five years with a permanent income that would allow me to make my Dream come true. My friend said there are only two things that make a difference in what you´re going to be doing five years from now - the friends you keep and the books you read. I looked at the friends I had and the books I read, and the bank balance I wished I had, and the future I didn´t have on my job, and realized I wasn´t getting anywhere. That´s when I decided to take a look at this business.  

2.7.12

Fotografias del viaje




A Buenos Aires llegué por agua. Tras doce días navegando el Atlántico por fin vi las luces titilando en la noche de martes: ante mi estaba aquel inmenso país sudamericano. Con la ciudad despuntando a lo lejos desapareció el pasado y llegó el sabor de la aventura, como si ambos fueran incompatibles en mí. Me abroché el abrigo, abrí la puerta y me aferré a la baranda de bronce, no se escuchaba más que el silbido del viento barriendo la cubierta; todo era silencio a pesar de la vida que se desprendía de aquel lugar al que me dirigía. ¿Qué venía a hacer? creo que a recorrer una fantasía fundada por lecturas adolescentes. ¿Qué venía a buscar? No era para encontrar que había partido.  

Pasé una semana en la capital, caminando sus anchas avenidas, calles y parques. Vagando. De a ratos me sentaba en las glorietas de los parques para descansar de la agitación que me provocaba ver mis visiones teñirse con realidad. Al cabo de cinco días, cuando empezaba a comprender un poco la idiosincrasia de aquel sitio, alguien me dijo de manera inesperada que aquella ciudad era un trozo de tierra a la que el puerto y la inmigración la habían rodeado de agua, y que por lo tanto, en realidad, me hallaba en una isla.

Decidí entonces partir hacia una ciudad del interior, bien dispuesto a creer entonces que aquel sitio que un desconocido me había confiado visitar sería sin discusión el país que buscaba. Viaje doce horas hasta llegar a esa ciudad. Pasé dos días allí y al atardecer del primero ya me había enamorado de aquel rincón tan lejano. Lo sentía más vivo y dinámico que la capital, a pesar del ritmo parsimonioso de sus ciudadanos. Sin dudas era el aire que se respiraba era encantador.  Al tercer día, mientras desayunaba sentado en una terraza de sillas y mesas de plástico rojo, me volvieron a robar mi regocijo. El camarero que me servía el café, un hombre de unos cincuenta años, barrigón y mal afeitado, me afirmó que aquella ciudad no era bajo ningún concepto el país del cual le había hablado hacía unos instantes cuando me preguntó qué hacía un extranjero por estas tierras. Me habló de lo agradable que era el clima allí -y así lo creí mientras levanté la mirada al cielo azul de la mañana- pero que sin embargo este país era un vasto territorio muy distinto a aquello que yo había visto en los últimos dos días.

 

Unos afirmaban que la legítima Argentina estaba en el sur, mientras que para otros se hallaba en algún pueblo árido del norte. Otros no decían nada, sólo hacían señas para indicarme la dirección. Entonces resolví seguir un plan: viajaría a lo largo del país en coche, atravesándolo de norte a sur y volviendo por una ruta distinta, bajando por el oeste montañoso y regresando a través de la costa Atlántica, con la fe de que sin duda en alguna parte hallaría la Argentina de mis libros. Regresé a la capital en avión, compré un auto de segunda mano a un conocido de un conocido –pagando un precio tan razonable que me hizo dudar de la procedencia del coche-, nos aseguramos los dos, y en una floja mañana de Septiembre dejé Buenos Aires por Argentina.

(...)

En verdad, cuando cierro los ojos y trato de resucitar las imágenes de aquel país donde viví seis meses, no me imagino en Córdoba, con sus arroyos y sus fachadas de ladrillo, ni en Buenos Aires, con sus edificios, sus vastas colecciones de monumentos y sus ricos y pobres, ni en Salta ni Bariloche, ni en sus calles de siesta con faroles como árboles, ni en las montañas, sombras o atardeceres… sino en un cruce entre dos caminos como éste, con una estación de servicio dormitando en un campo de alambres y de anuncios.