5.1.13

Santos Inocentes (Parte I: La fiebre)

Entre mis ojos, detrás del rostro, un enredo. Es sábado por la mañana y paseo por mi ciudad, la inacabable. Sobre mí se posa una autoridad como un sombrero prensando imágenes de calles adoquinadas, puentes suspendidos y una barca flotando sobre lo que parece, sólo mar. El dolor aprieta en las sienes. ¿Jaqueca? Me pregunto con una esperanza que percibo prestada.

Camino un poco más y me detengo junto a la enorme maceta blanca donde hace tan solo un par de años jugaba a la pelota. Al levantar la mirada me percato de que el césped de aquel parque es ahora el asfalto de una calle peatonal con fachadas victorianas y balcones donde el invierno se hilvana en forma de ramas secas. Desde uno de ellos, una mujer sin maquillaje silba.

Alzo la vista y su mirada de gata madre fumando me recuerda a una adolescencia en Génova, patrullando el casco  antiguo en moto y sospechando que todo tesoro se esconde bajo llave.  –No es verdad eso que piensas, niño- me había dicho desde el balcón la misma mujer una mañana de verano entre semana. Detuve mi moto y alcé la vista al balcón. -Sube- me susurró nítidamente entre humo de cigarrillo y una sonrisa lasciva.

Yo, obedeciendo sus órdenes con un coraje que me abandonaba en cada paso, comencé a trepar las escaleras de aquel edificio frente al mar. No alcancé la segunda planta cuando una fiebre ocre me envolvió en llamas. Derrotado en el suelo y sintiendo que el fuego alcanzaba mi vista, noté como el calor extirpaba algo de mí hasta separarlo totalmente y dotarle de una autoridad que inmediatamente percibí severa, aunque compasiva con la parte que abandonaba en las escaleras.

De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.

–Me estás matando y no lo puedes evitar- me decía sintiendo mis manos en su cuello mientras yo hacía el amor por primera vez.

–No temas, sólo basta que me despierte para devolverte a tu balcón.

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