19.6.13

La cámara


La cámara encuadra un campo a través de una ventana; una pequeña ventana de forma ovalada y con un marco de color gris pastel. Yo estoy de este lado del cristal, donde el aire es tibio.  Del otro lado, el viento sopla sobre un campo de pastizales que se extiende hasta el horizonte. Sus tallos largos flamean  en grades ondas zigzagueantes. Casi se podría confundir con un océano de cabellos sedosos moviéndose por corrientes submarinas. Ajustando la lente consigo aproximarme un poco más. Y más. Entonces entiendo que lo que en abundancia se muestra como parejo y suave, al individualizarlo es en realidad una masa de tallos secos y rígidos.  

Sin mi consentimiento la cámara ahora comienza a retirarse paulatinamente abriendo el campo visual. En un momento de su retroceso vuelve a emerger el campo en movimiento. Su pelaje sedoso meciéndose con el viento me vuelve a cautivar y olvido lo que vi hace instantes. La cámara sigue abriéndose. Poco a poco, en la parte superior del retrato, va cobrando presencia un cielo gris de primavera ventosa. La cámara continúa ascendiendo al mismo tiempo que va girando su lente hacia abajo. Así, poco a poco, el campo vuelve a ocupar toda la fotografía. La cámara continúa y continúa su trayecto y el campo va quedando inmóvil y opaco. Luego se me revela una superficie lisa y uniforme. Pero a medida que se eleva la cámara cada vez más, comienza a mostrar…a mostrar lo que parece ser….el lomo de un rinoceronte.

Me siento confundido y quiero detener todo para aproximarme. Necesito saber  si el lomo, aparentemente llano, de ese animal no esconde en realidad un campo sedoso de tallos secos y rígidos. Pero es en vano, mi esfuerzo no parece tener autoridad suficiente y la cámara continúa su trayecto vertical. Poco a poco noto que no es un rinoceronte lo que veía, sino una masa de asfalto gris. O tal vez una pared. O una tela. Pero no, no puedo asegurar qué es exactamente lo que veo. No hay formas, sino tan sólo grises y texturas . Ahora llegan ráfagas negras por los costados, marcando los límites del gris hasta encuadrarlo en un perfecto rectángulo y mostrarme que el lomo del rinoceronte es en realidad el piso de una azotea en una ciudad. Una ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces claramente distinguibles. Yo las observo desde arriba. Parado sobre el mismo suelo gris que hace instantes era un campo sobre un rinoceronte con piel de asfalto. Pero no, ahora es la terraza del edificio más alto de la ciudad, pues todo lo que veo está por debajo de mis ojos.

Si presto atención veo las luces de los autos desplazándose linealmente. Sólo puedo asumir que son coches pues lo que en realidad veo son trozos de luz en movimientos lineales. Una ciudad que en realidad solo es una masa oscura, con matices grises por la luz artificial, con zonas plenamente oscuras, apagadas, y otras tiritando una luz con mayor o menor intensidad. Y entre una y otra zona, pequeñas luces en movimiento, tal vez llevando luz hacia lo oscuro, o viceversa. 

Me esfuerzo por hacer foco en las luces hasta que logro atrapar una bajo el zoom de la cámara. La inspecciono y veo que se trata de un amarillo epiléptico que llega a tornarse feroz al acercar mis ojos. Aparecen entonces llamas de fuego y con ellas el sonido de un tamborello en invierno- el aire es salado y se escucha el mar-. Me agrada lo que veo y oigo. Intento permanecer pero es inútil, una vez más la cámara toma control y me lleva de regreso a la ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces en movimientos por texturas rugosas.

De repente la cámara se retira y distingo lo que parece ser un cerebro. Esta imagen me alcanza a perturbar, como si todo esto desfile se tratase de un chiste de mal gusto que busca burlarse de mí.

La cámara, con su constante desprendimiento, se burla de mi juicio. Me indica que mi lógica para calificar lo que me muestra siempre se equivoca. Que mi lógica siempre corre por detrás de su creatividad.
- A qué se dedica usted?, me dice con una sonrisa el pasajero a mi lado mientras se abrocha el cinturón.
- ¿Yo? Digo confuso mientras veo que la ventanilla del avión muestra un campo de pastizales bailarines.

- Si, usted. Parece muy preocupado.

- No, para nada- digo suspirando antes de sonreírle.- Yo me dedico al arte de no acabar nunca nada. No sé si me explico. Me dedico a emprender cuanta empresa tenga por fin la inutilidad. Esa es mi destreza, no sé si me explico.

- Interesante.

- Si, interesantemente inevitable diría yo. Veo el tiempo a través de una ansiosa obstinación por rellenarlo sin respiro ni descanso…hasta el momento donde la cosa toma algo de forma, y entonces la abandono.

- ¿De qué formas me habla?

- No lo sé, no podría asegurarle.

- Pero…¿Cuál es el aspiración de este arte suyo entonces?

- Ninguno más que ocupar mi tiempo.

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