29.8.15

Vidas imaginarias


No creo que haya mejor título que Vidas imaginarias para un libro, o para una saga cinematográfica, no sé si para un artículo. Pero hace unos días y a raíz de una llamada que le hice a una amiga, directora de esta revista, para contarle que estaría por Guatemala conociendo a mi primer nieto, Hilario de nombre, la muy amiga aprovechó la ocasión para invitarme a escribir este artículo  en la sección cultural. Y como ya soy bastante mayor y tampoco le tengo miedo al ridículo –o a contar las curiosidades que me suceden, que es lo mismo-, acepté de buena honra, por eso de la edad.
Vidas Imaginarias, porque así se llama el libro de Marcel Schow que encontré el sábado pasado en la librería Silabario de Quetzaltenango, y el cual fue el puntapié para lo que aquí vengo a contar. Ahí estaba yo, hurgando arrodillado en la sección de ensayos cuando vi su lomo gastado y su inconfundible título. Lo saqué de inmediato para corroborar si era aquel libro que había leído hace casi cincuenta primaveras y que tanto me había hechizado. Fue tal mi entusiasmo y nostalgia al confirmarlo, que tuve que disimular mientras me ayudaba de los muebles a mi alrededor para ponerme de pie.
Lo leí por primera vez en el verano que llegué a Boloña para comenzar la universidad, y lo recuerdo con especial sentimiento porque esa compilación de vidas raras y fascinantes, fue algo así como un relámpago estallando en el mar de mi ignorancia campesina.
Tenía yo entonces 18 años y venía de un pequeño pueblo al sur de Italia –del tacón de la bota- y del cual sólo había puesto un pie fuera dos veranos en Sicilia, visitando a tíos y primos. Tampoco era un muchacho con grandes inquietudes ni destrezas, más bien apocado y conformista, por lo tanto mi plan de vida era, -digamos-, restringido. Pero aquel libro, leído para amortiguar la soledad acalorada de una Boloña desconocida, me reveló la certeza de que mi vida, al menos en ese momento, era un punto de partida hacia infinitos rumbos.
Al tiempo cambié de carrera: no sería abogado sino matemático -sin dudas encontraba más misterio en los números que en las leyes-. Al año siguiente de mi graduación, y gracias a una beca de la UNAM que me ayudó a conseguir mi profesor de Topología, Lucrecio Tácito, partí a México para obtener mi doctorado en matemáticas avanzadas. Aterricé en el aeropuerto de Benito Juárez el 16 de junio de 1968, en plenos juegos olímpicos.
Mi historia en este lado del Atlántico aún la estoy escribiendo, pues en México conocí a mi actual esposa –quezalteca, por cierto- y del DF ya jamás nos movimos. Pero mejor volvamos al sábado pasado y a la librería Silabario en Quetzaltenango.
Obviamente lo compré y como mi mujer no llegaba hasta la tarde, decidí bajar a la plaza y hacer tiempo leyendo mi flamante nuevo libro de hojas amarillentas y olor a viejito. De camino, al cruzar frente a la iglesia de San Juan de Dios, me tentó el olor a carne asada llegando desde los carritos y ahí mismo me senté en uno de los bancos de plástico rojo y ordené con hambre: una tostada de frijoles y queso para sobrellevar la espera  hasta que llegó mi pepian con porción de arroz y aguacate.
Ya sentado en uno de los bancos de la plaza, algo indigestado por haber comido más de lo habitual, y dispuesto a darle toda mi atención a una de las vidas imaginarias, me invadieron unas terribles ganas de siesta. Intenté resistir -más que nada por la vergüenza que algún conocido me encuentre dormido en un banco de la plaza-. Como fuera no lograba avanzar en la lectura, ni tampoco parecía querer hacerlo en realidad, porque a medida que el sol florecía y comenzaba a darme a media cara, confiándome a la confusión de no saber con precisión cuándo mis pensamientos eran producto de la razón y cuándo del ensueño, caí dormido.
Algo así como dormido en una profundidad oscura y agradable desde donde imaginé o deliré, -qué más da-, una vida en la que yo era su jovencísimo protagonista: me llamaba Aurelio y vivía en una gran ciudad moderna, era descendiente de inmigrantes alemanes e hijo de un desarrollador inmobiliario de quien heredé un modesto capital que, gracias a mi habilidad para los negocios, logré multiplicar en medio de la expansión inmobiliaria de los años setenta y ochenta.
Mi cuerpo era robusto y alto, de piernas largas, y llevaba una cabellera rubia, ridículamente abrillantada. En mi rostro –el cual conocí en programas de TV- había una mirada estudiada y severa. Por lo demás, era ambicioso y apasionado, y era tan vanidoso como grotesco y altanero. En pocas palabras, un pobre diablo despavorido pero extraordinariamente laborioso en mi obsesión por hacer de mi nombre una marca: El Aurelio. Algo así como una parodia del éxito. Transformado en millonario antes de cumplir los treinta años y todo gracias a mi gusto por las estrategias polémicas, el exceso y los derroches. Así creé en las siguientes dos décadas un imperio comercial donde solo sobrevivían los más aptos y no había lugar para los débiles.
El tiempo me hizo más opulento, también más polémico y menos tolerante a la estupidez humana. Pero por encima de todo, me hizo un hombre públicamente exitoso que siempre se salía con la suya.  Muchos me despreciaban, pero muchos más querían ser como yo –o ser yo-. Dado que era el éxito y no la honestidad lo que generaba admiración en la vida pública, aproveché esa oportunidad y decidí lanzarme a candidato presidencial.
Mi estrategia fue simple: ser políticamente incorrecto en aquellos temas sensibles y tratar de acaparar los focos faltando el respeto a quien tuviera a  mí alrededor. Mi personalidad polémica, mis golpes mediáticos, y el posicionamiento de mi nombre como marca de éxito opulento, acabaron calando más hondo de lo que sospechaba. El mundo me estaba esperando y allí estaba yo parado en la arena pública, en la recta final para la presidencia, nutriendo de éxito todas las posibilidades de un hombre frente al foco de un grupo de periodistas, y no dudé jamás en decir: “Siéntese, no le he dado la palabra (…)”.
Cuando desperté me di cuenta que estaba sentado bajo uno de los árboles de la plaza central de Quetzaltenango, el corazón de toda vieja ciudad colonial.
Un hombre, vestido de blanco, toca la marimba cerca de las escaleras que bajan a la calle. Unos niños lo miran encantados por el sonido que sale de su instrumento. Banderas y pancartas rojas despiden la visita del candidato oficial de estas elecciones. Las familias del lugar pasean. Los hippies norteamericanos, descalzos, esperan su cambio frente a la mujer que les acaba de vender una botella de Indita de Rosa de Jamaica mientras hurga en su delantal buscando billetes. Los vendedores ambulantes despliegan telas de infinitos colores.

Cuando volví a ver la totalidad de la ciudad interactuando en armonía, experimenté una sensación de profundo alivio. Ni abogado, ni presidente. Soy matemático para descubrir el misterio que reduce toda ecuación compleja hasta revelar la belleza de lo simple, de lo real. Me levanté del banco y salí caminando calle arriba a la estación de autobús para buscar a Ana, mi mujer, sintiendo un terrible deseo de verla y oírla hablar.

Publicada en la columna semanal para la revista cultural esQuisses, Guatemala, 28 de Agosto:
 http://www.esquisses.net/2015/08/vidas-imaginarias/

 

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