1.7.16

El viajero inmóvil

Voy en un viejo globo, llegando a Lima. Voy de pie, algo hechizado, con ambas manos apoyadas sobre el borde y la cabeza asomada apenas por fuera del canasto. Abajo es 1959 y alrededor el cielo es tan gris como dicen. Silencio absoluto, calma completa de la atmósfera, sólo perturbada por los crujidos del mimbre que me lleva. En la engañosa quietud evoco a mi anfitrión limeño, Alfredo Bryce Echenique, que ya me está esperando allí abajo en una fiesta de verano, un baile de sedas y organdíes, de tules, de pegajosos calores limeños, de humedades, de jardines sumamente verdes, floridos e iluminados lindos, y con la orquesta del Almirante Jonas, allá, a un lado. Y ahí, en medio de todo aquello ya estoy yo sentado junto a mi amigo Alfredito, un adolescente al que ha abandonado su gran amor y se está pasando de vueltas con el whisky mientras Carla Parodi, la enamorada de su compadre el Peruvian Apollo, lo consuela y le dice que ya está bien de trago Alfredito, no seas tonto. Y así, con su vocecita suave y su sutil inteligencia, Carla se lo va metiendo poco a poco en el bolsillo, como lo ha hecho con todos los amigos de su enamorado. Incluso yo he saltado de cabeza a su bolsillo y desde allí adentro, recostado sobre la perfumada tela de Carla Parodi, observo Lima en 1959.
A veces pienso que gran parte de nuestra vida ocurre adentro de la mente, en recuerdos, imaginación, interpretación o especulación. Tal vez por eso simpatizo con los que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego descubro que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque corroboro a través de estos viajeros inmóviles que solo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. De hecho, nada me provoca tanta curiosidad y admiración como aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el encierro sople con mayor libertad su vuelo mental.
Hace quince años emprendí un increíble viaje por la Patagonia argentina; el primero que hice en solitario. El viaje duró un mes. Pero sentado en silencio he regresado mentalmente infinidad de veces, he tratado de entenderlo, de encontrarle un sitio en mis pensamientos. Ese viaje inmóvil ha durado quince años, y probablemente dure para siempre. El viaje, en otras palabras, me dio vivencias, pero sólo al sentarme en silencio es que he podido transformarlo en un libro de mi autoría que puedo leer cada vez que –inmóvil- lo desee.
Una de las primeras cosas que se aprende al viajar es que ningún lugar es mágico a menos que se lo vea con la mirada apropiada. Uno lleva a un hombre irascible al Pico de Adán en Sri Lanka, y se quejará de que las lentejas están picantes. Por eso creo que la mejor manera de cultivar una mirada más atenta y apreciativa es, curiosamente, sentándome en silencio y viajando inmóvil a través de la lectura.
Los libros —aquellos objetos que como decía el querible Oliverio Girondo deben construirse como un reloj y venderse como un salchichón— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más. Son, sin exageración, un viático esencial para hacer más humano este viaje.
Leer no necesariamente nos haga más inteligentes o más prósperos, pero he confirmado que sí nos vuelve más nosotros mismos; leer, sobretodo, nos hace más humanos. El viajero inmóvil –aquel capaz de quedarse conmovido por el final de una novela, de empatizar con el silencio de un personaje que padece fiebre de amor, de desentrañar adentro suyo las cuestiones que el autor plantea para sus personajes- se vuelve con cada uno de estos viajes estáticos, más consciente de lo que ocurre a su alrededor, y por lo tanto más capaz de actuar en consecuencia.
Sigo de pie en mi globo, ahora deslizándome sigilosamente hacia París. Puedo advertir en el filo del horizonte, en brumas, el confuso sabor de 1968. Allí me espera Martin Romaña, un estudiante de filología francesa, aprensivo, limeño, y futuro amigo de Alfredito. Martín está durmiendo en la hondonada mientras yo sobrevuelo techos manchados por excrementos de palomas y humedad de lluvia. Martin duerme sin saber que más tarde, mientras él y yo andemos exagerando la noche por la Rue Mouffetard, Inés ya habrá tomado la decisión de abandonarlo por su inseguridad, timidez e indecisión.
Mañana la resaca será terrible, lo sé, y mi amigo Martin estará insoportable y nuevamente atrapado por una crisis “positiva” de melancolía – y unas hemorroides que aún no sabe pero que lo llevarán hasta Barcelona. Martin pasará la tarde sentado en su sillón Voltaire, anotando en su cuaderno azul las peripecias de un latinoamericano en la ciudad de la luz. Mientras tanto yo, sentado a 48 años de distancia, estaré observándolo inmóvil; puliendo el kafkiano arte de irme muy lejos para quedarme aquí.

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