23.5.13

La muerte nunca muere (crónicas H&S)


Sebastián se llamaba, igual que yo. Cuando lo atendí por primera vez me hizo reír. El tipo hacía chistes con su enfermedad que yo no me hubiera atrevido a hacer ni siquiera entre mis colegas más cínicos. Los primeros cinco minutos de charla que tuve con él me hicieron pensar que era un negador, que detrás de esa risa vivía un pobre tipo, un infeliz; tal vez porque había algo en su regocijo que no comulgaba con su mirada al estar callado.

Sin embargo, con el tiempo entendí que no. Mi paciente estaba realmente contento, el cáncer era lo mejor que le había pasado: así me dijo. Me estuvo contando durante un buen rato que, desde que le diagnosticaron el tumor, su vida había mejorado en todos los aspectos: sus hijas lo pasaban a buscar día por medio para ir a comer juntos o tomar un café, su ex mujer le hacía todos los trámites administrativos, y además, como si esto fuera poco para alguien que aún le guardaba algo de rencor por sus muchas infidelidades a lo largo de los quince años que duró su matrimonio, cada tanto le hacía llegar, por alguna de sus hijas, viandas en tuppers que según me contaba, a menudo olvidaba devolver y poco a poco se acumulaban en las alacenas de su cocina.

- ¿Cómo no pensar que es lo mejor que me paso en mucho tiempo? Me decía -. Si hasta  las noches de póker con mis amigos pasaron de ser sólo los jueves, a tres veces por semana. No fumaban, se justificaba como un adolescente buscando mi aprobación médica, pero se bebían una botella de single malt en cada encuentro: un whisky escocés de la isla de Jura y la cual Sebastián había visitado hacía unas semanas, justo después de haber recibido la noticia del tumor. La combinación de su debilidad por el whisky y la noticia –entre líneas- de que sus días estaban contados, lo habían llevado a permitirse el primero de una serie de placeres postergados.

Era un cambio; de estar solo, desempleado y deprimido, había entrado en un ritmo de vida que no podía despreciar. Seguía sin trabajo, es verdad, pero ya tampoco lo buscaba, tenía poco tiempo y no lo iba a desperdiciar. Había guardado algunos ahorros que le alcanzarían para el tiempo que estuviera vivo calculó, y en último caso siempre podría pedir prestado a sus hijas o a algún amigo. Él sabía que gran parte, sino todo, de lo que recibía era generado por la culpa, pero eso, era problema de los otros.

Con el tiempo entendí que Sebastián pasaba asiduamente por mi consultorio porque en realidad apreciaba nuestra amistad anónima,  y el tratamiento de acupuntura que yo le realizaba, en verdad, no era más que un pretexto para nuestras charlas.  Durante las sesiones él me hacía algún comentario sobre su evolución, yo lo revisaba, le indicaba alguna modificación en su dieta y luego nos quedábamos charlando una media hora de sus cosas, a veces de las mías.

En ciertas ocasiones llegó incluso a presentarse sin cita previa, y no le molestaba esperar sentado la posibilidad de que algún paciente cancele o se demore. Sacaba un libro de un bolso y se ponía a leer como si no tuviera nada mejor que hacer con su tiempo. A mí, lejos de fastidiarme esa actitud -la cual jamás hubiera permitido en otros pacientes-, me resultaba simpática. Confieso que, en el fondo, Sebastián y su enfermedad me provocaban una curiosidad casi morbosa. De algún modo me sentía el personaje secundario de una historia cuyo desenlace estaba por llegar, inevitable e inminentemente.

Y a pesar de ese final, borroso pero que día a día tomaba  forma con la velocidad de lo ineludible, jamás había el mínimo destello de melancolía en nuestros encuentros. Todo lo contrario, sus comentarios tragicómicos sobre cómo él imaginaba que sus seres queridos –y los no tanto- vivirían su muerte, me parecían tan elocuentes y mordaces que a veces me hacían hasta saltar lágrimas de risa. Más de una vez, y enrojezco al confesarlo, volviendo a casa en subte me supuse víctima de una enfermedad terminal y así poder sentir, si quiera en a través de la imaginación, un humor y una perspectiva que mi salud no me convidaba.

Un jueves por la mañana durante una de nuestras consultas, Sebastián me invitó a jugar al póker con él y sus amigos aquella misma noche. Al principio dudé en aceptar, me sentía incómodo rompiendo una dinámica de viejos colegas. Sin embargo me había hablado tanto de ellos que hasta creía conocerlos; de hecho me di cuenta que, en mi fascinación por esta historia, había formado una opinión de casi todos ellos. Sobre todo de un tal Hernán, un amigo suyo del colegio, el cual, según deduje de las charlas con Sebastián, era un tipo bastante radical en sus opiniones, de esos se aferran a una idea y jamás la modifican, así sea por orgullo. Esa actitud me caía bastante mal, pero tenía que aceptar que me sentía algo identificado con esa forma de ser. Terminé por aceptar: una vez más la curiosidad por descubrirle un nuevo matiz a esta relación, me había ganado.

El encuentro era en la casa de un tal Ariel y la cual no quedaba lejos de la mía asó  que decidí ir caminando. Llegué un poco pasadas las nueve y luego de confirmar por teléfono que Sebastián ya estaba allí; no podía dejar de sentir que mi presencia era inoportuna en ese encuentro. En fin, me abrió la puerta un tipo alto y robusto que luego supe que era Hernán. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma amistosa. - Buenas noches, tordo! Epa! Usted sí sabe ganarse a la tribuna - dijo mientras miraba la botella de whisky en mi mano y yo me sentía aún más inoportuno con ese comentario-. Pase nomás, estamos en el fondo.

Nos quedamos allí hasta las tres de la mañana, justo media hora después de que se sirviera el último trago de whisky. A pesar de que la noche fue distendida, la última media hora fue algo extraña. Bastante incómoda para mí, que no había logrado dejar de sentirme un sapo de otro pozo desde que había entrado allí hacía ya casi seis horas.

Todo comenzó cuando Sebastián, claramente borracho y con tono alegre, soltó uno de sus chistes: -¡Muchachos! –dijo alzando el vaso -Prométanme que si en algún momento me quieren internar y no pueda disfrutar de esto, alguno de ustedes va a desenchufarme y mandarme al otro lado.

-No digas boludeces- interrumpió Hernán con un tono que claramente censuraba las risas que podría haber provocado el comentario de Sebastián-. Si a vos te llevan a un hospital es porque los médicos te van a salvar. No podés ser tan pelotudo de no poner esfuerzo de tu parte y luchar por tu salud.

Si hubiera estado en un bar, pensé, ya me hubiera levantado y discretamente alejado de la situación. Siempre fui alérgico a los borrachos moralistas y sus monólogos sin humor. 

-Bueno, ya sabemos que Hernán no será el que se anime a matarme –dijo  Sebastián exagerando una risa que le resaltaba los parpados caídos.

Quise reírme al escuchar esto pero preferí quedarme callado para no ofender a Hernán o llamar la atención de algún modo.

-Ni yo ni nadie debería matar a nadie, pedazo de boludo. O te crees más listo que un médico que se quemó las pestañas durante años para saber cómo salvar a ignorantes como vos - respondió Hernán-. Y ya que estamos, a ver si te dejas de joder con eso de la acupuntura y vas a ver a un médico de verdad...Sin ánimos de ofender – remachó Hernán sin mirarme.

-No pasa nada-, dije con mi mejor sonrisa de estúpido-. Con algo hay que robar, ¿no?

- Pues no sabés lo feliz que me harías si me echas una mano con la parca-, logré oír susurrar a Sebastián mientras dejaba caer el peso del cuerpo en el respaldo de la silla. 

A partir de ese momento creo que tácitamente todos hicimos un esfuerzo conjunto por agilizar el cierre de la velada y evitar seguir diciendo cosas que al día siguiente nos lamentaríamos. No me acuerdo muy bien cómo fue que nos despedimos, sólo recuerdo que cuando me levanté de la silla el mareo era evidente.

Por mi parte, decidí volver caminando a casa, no me venía mal tomar un poco de aire. Además me habían entrado unas terribles ganas de fumar y quería ver si de camino encontraba un kiosco abierto para comprar cigarrillos. Dejé de fumar hace ya más de diez años, y a pesar de que nadie lo sabe, cuando bebo me gusta fumar solo, como sellando un secreto. Javier y Leandro dijeron estar demasiado borrachos como para volver a sus casa manejando y optaron por quedarse a dormir en lo de Ariel, en definitiva nadie los esperaba en sus camas; tampoco a mí, pero prefería mi cama. Hernán, en cambio, se ofreció para llevar a Sebastián en auto a su casa.

 

Yo me enteré del accidente recién al mediodía siguiente, gracias a Javier. Había sido él quien buscó mi número de teléfono y el que me dejó el mensaje de voz en el contestador del consultorio. Ese viernes  había llegado más tarde de lo habitual al consultorio y a pesar de no tener mucha resaca, el cansancio no me dejaba pensar con claridad. Apenas escuché la voz de Javier en el contestador supe que no serían buenas noticias. Me pedía que lo llame y me dictaba lentamente su número de teléfono al final del mensaje. Así lo hice, llamé y mientras esperaba con el tubo pegado al oído pensé que tal vez estaría a punto de escuchar un final que yo no habría imaginado.

Según contó Hernán a la policía cuando le tomaron declaración, un hombre se le había aparecido repentinamente de entre los autos cuando intentaba cruzar la avenida a mitad de cuadra. Cuando lo alcanzó a ver, giró el volante pero la lluvia en el asfalto lo hizo patinar hasta chocar de costado con un semáforo. Alego no recordar la velocidad a la que iba.

Él salió totalmente ileso. Salvo por una costilla que se había quebrado, el resto de su cuerpo no había sufrido ni un solo rasguño. Sebastián, en cambio, había muerto al instante como consecuencia del impacto en el cuello. Según el doctor, las víctimas de este tipo de muertes causadas por un impacto tan brusco e inesperado, no sienten dolor. Nos decía esto como si fuera un consuelo. Y en algún punto lo era, al menos para mí.

Pregunté por Hernán y el doctor me informó que estaba internado en observación. Volví al hospital esa misma tarde y en recepción me informaron que  estaba en la  habitación 308.  Al llegar a la puerta me detuve sin abrirla, en realidad no sabía a qué venía ni qué decir. Asomé la vista discretamente por la ventana circular que había en la puerta y lo alcancé a ver con claridad. Estaba recostado de lado, con el cuerpo girado hacia la puerta y los ojos abiertos. Si no fuera por el suero en su brazo izquierdo, jamás se imaginaria uno que ese hombre había sufrido un accidente hacia tan sólo unas horas. No tenía ningún daño visible y su rostro, si bien se veía agotado, no mostraba huella de lo ocurrido.

Tenía la mirada posada en el suelo, con la cabeza asomándose a unos centímetros de la cama yla mirada cha o izquierdo no habia ver a sus casa manejando y s.  su mano derecha acariciando el borde de la mesa que había junto a su cama. Tenía un aspecto dubitativo, y noté como detenía el movimiento de su mano justo en la esquina de la mesa y con el dedo índice presionaba con mayor fuerza.

De repente alzó la vista y me vio; inmediatamente me reconoció. Y al verlo mirándome me di cuenta de que el daño que había esquivado su cuerpo, había en cambio totalmente alcanzado su mirada. Algo en ella no comulgaba con su cuerpo ileso.

Antes de que yo levantase la mano para saludar, Hernán se giró hacia la ventana y me dio la espalda.

Durante unos segundos me quedé ahí parado, desconcertado, pero inmediatamente quité mi mano del picaporte y me fui. El pasillo se hizo un poco largo, pero al llegar al ascensor me llegó el consuelo que estaba buscando. Sonreí, y entre imágenes de la noche anterior, las discusiones, el juego -del que no sabía quién había salido ganando-, riéndome solo, murmuré en voz alta: el mundo acaba de perder dos bebedores de whisky.

 

 

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