14.4.12

Carta desde Chivilcoy

Estimado Sr. Garbizu,
 
Lo saludo atentamente desde una tarde calurosa en mi Chivilcoy natal.
 
Encuentre a continuación las instrucciones solicitadas y las cuales, tras haber reflexionado sobre nuestra charla de la semana pasada y comentarla con mi mujer, me propongo revelárselas sin coste alguno ni más intención que la de ser consecuente con la empatía que me despertó su historia. Sabrá disculpar la rigidez de mis palabras al tratar un tema como este, pero es que soy partidario de la precisión y la austeridad oratoria cuando de estas cuestiones se trata. Sin más preámbulos, aquí voy.
 
Primero de todo y antes que nada, posiciónese frente al mar que rodea su isla y sonría –dispuesto y seguro- ante la enormidad de lo que pronto desparecerá y le permitirá por fin alcanzar el continente. Acto seguido diríjase a la costa sur de la isla, más precisamente hasta al final del único muelle que hay en la bahía, verá a su lado una manguera color verde que duerme enroscada. Despiértela, tómela del cuello y lance con todas sus fuerzas una de sus puntas hacia el horizonte. Una vez seguro de que el extremo lanzado esté ya hundido en el punto más profundo del mar, llévese a la boca la otra punta que sostiene con su mano izquierda y succione de ella hasta que comience a brotar el agua salada.
 
Mi experiencia me dice que a partir de ese momento faltarán unas ocho horas hasta el próximo paso, sin embargo todo depende de latitudes, ejes y mareas. Desgraciadamente mis libros datan de principio del siglo XVIII y además desconozco con precisión las coordenadas de su ubicación geográfica (a juzgar por su carta y nuestra charla, me temo que también usted desconoce con exactitud dónde está su isla). En todo caso, estoy casi seguro que serán menos de doce horas por lo que le recomiendo entonces que se siente en aquella piedra sobre la que me comentó suele ver los atardeceres en su deshabitada isla, y se permita disfrutar del espectáculo. Estará presenciando la belleza de lo que deja de ser, empujando a la vez aquello lo que comienza a existir.
 
Cuando finalmente el mar se haya vaciado y pueda usted ya atravesar el paisaje que nace pálido, le recomiendo que comience la peregrinación sin mayores despedidas y ligero de equipaje.
 
Lo más probable es que durante el camino tenga brotes de carcajadas que le harán sentir la ironía de reírse en semejante paisaje. Le aseguro que no encontrará ninguno de aquellos monstruos marinos de los que usted me comentó. No habrá pulpos secándose al sol, ni calamares enormes y crueles, ni tiburones instintivamente despiadados o aquellas algas atrapa piernas que con tanta vehemencia me describió durante nuestra charla. Y entonces dudará si alguna vez realmente existieron aquellas bestias…o incluso el mismo mar que ahora ya no consta (por eso le recomiendo que se tome el tiempo de verlo desaparecer sentado desde su piedra).
 
Lo que si le afirmo que verá, eso sí, son los tigres de fuego caminando libres de aquellos barrotes detrás de los cuales usted los conoció. No les tema, más bien sígalos, ellos lo llevarán hacia el continente.
 
Le deseo un buen viaje y le aconsejo no volver a leer esta carta más que por motivos prácticos.
Atentamente,
Teodoro Razatroc

 
   
 






12.4.12

El lavandero

Desde que me sentenciaron culpable y trajeron a esta celda, vivo zambullido en un sueño que no dejo de saborear. Yo que en la ciudad llevaba una vida invisible y pastosa como días de Febrero, ahora bajo los tubos de luz fluorescente de esta jaula soy un aliento liviano y hasta gozo de autoridad intelectual.

Mi humor se ha vuelto naturalmente astuto, despierto risas tanto en mis compañeros presidiarios como en los guardias armados que recorren los pasillos. Cada día me sorprendo gratamente cuando el deber de afeitarme me cruza con el espejo de la mañana devolviéndome una sonrisa estampada sobre un rostro aliviado. Veo en el reflejo de mis ojos limpios y arrugados, lo acertada que es mi nueva vida aquí entre los marginados.

Yo, que era un mediocre entre los justos, soy un distinguido entre los injustos.

Aquí el dinero no existe, lo cual además de ser un alivio es el motor de mi pasión. Todo lo hago por motivos que desconozco, aunque en realidad, tanta tenacidad anónima despierta en mí la certeza de que son las alabanzas y la admiración de mis allegados lo que motiva mis acciones. Me dedico, digamos, que a la escritura fantasma. Escribo cartas a petición, de todo tipo, desde legales hasta familiares e incluso, en total discreción y confianza, redacto cartas de amor impaciente para algunos hombres que llegan tímidos y mansos a mi celda de madrugada. Soy invitado especial en cuanta confesión se lleve a cabo en mi pabellón. Asesoro, escucho, influyo.

Mi trabajo según las planillas administrativas es “lavandero”. Y allí abajo, entre olor a jabón y a vaho húmedo de sótano, mi alma es una pluma que se pierde durante horas entre las corrientes de aire suspendido. Va y viene escurriéndose entre el espacio que me distancia de los días, palpita como las alas del colibrí, se recuesta y duerme siestas durante semanas, a veces se pierde sin despertar en mi una pizca de inquietud, siempre acaba volviendo como gato rasguñando la puerta del balcón. Y mientras cumplo mi condena, en mi mente no hay nada más que el silencio del fondo del mar y el placentero aleteo del colibrí.


 



  

2.2.12

My kingdom for a horse




Por fin el silencio de lo acontecido. Por fin la serenidad de la apatía -y pensar que hace unas horas lo que acaba de suceder era para él una cuestión trascendental-. Sin embargo ahora un cierto alivio le ofrece el saber que ya no hay más nada que se pueda hacer, que la estampida de los hechos lo han atropellado ya, dejando en su sangre una última dosis de adrenalina, ésa cuota final que poco a poco, lentamente, se le va escapando del cuerpo mientras se despierta su sensibilidad.

 Derrumbado en el suelo reposa sin decisión, desplomado y con la cabeza girada hacia la derecha, mirando al mar. Siente la arena pegada en el sudor del rostro, y al percatarse de esto le llega la imagen de esa misma arena de cuerpo liquido cayendo dentro de un reloj de ajedrez, sólo que ésta era castaña y la que vio en plena acción fue rojiza y volcánica, o así la recuerda.

 La corona duerme tumbada a su lado con su impecable vestido de oro resaltando entre tantos cuerpos moribundos. Curiosa es la piedad que el tiempo le concede a ciertos objetos, ahuyentando de ellos a los estragos que a nosotros los humanos nos puede ocasionar en cuestión de minutos. Sólo basta que la violencia llegue empeñada en nosotros y nos arrolle, dejándolos a ellos intactos y a nosotros arruinados. La belleza altanera del oro y sus diamantes color violeta incrustados a los lados se luce y valora súbitamente gracias al contraste que provoca entre tantos despojos de guerra.

Y a la vez la corona a su lado es una premonición de las tantas entidades que acaban de abandonar a aquel hombre. Que importa si en realidad es un rey, aquí tumbado no es más que un mortal con la suerte de estar respirando. Sin embargo ahí está él, aun rey (las noticias tardan en llegar, y hasta que no lleguen, lo que fue sigue siendo), desplomado y con sus piernas rotas, ensangrentadas, insensibles, lejos de lo que eran hace unas horas. Y sin embargo, no es un cuerpo más. El maldito sigue siendo algo único en este campo cubierto de muerte. Su vida aún perdura, aun lo atraviesa con un finísimo hilo de existencia que alcanza para borrar el dolor físico e ir directo al pensamiento, ofreciéndole espasmos.

-Mi reino por un caballo- murmura (o dicho en sus palabras, my kingdom for a horse) mientras la ansiedad lo proyecta ya montado en el lomo del animal y rescatándolo de aquella carnicería humana que poco a poco se va convirtiendo en cementerio. La corona sigue intacta sobre la arena y los ojos del rey parecen hablar al verla. De qué sirve ese cacharro ya sino sólo para evocar memorias inútiles, como todo lo que llega del pasado en los momentos de desesperanza, evocaciones que en verdad nunca dibujan lo que realmente sucedió. Y sin embargo todas esas memorias ahora se condensan y se deprecian con el correr de los segundos. Todo ese pasado ahora se convierte en una moneda que se desvive por pagar. Una moneda de memorias con una corona de propina sorteándose a la primera alma que por allí pase y la exija para salvarlo.

Sí, my kingdom for a horse vuelve a remachar por segunda vez con los ojos fijos en la corona, como un deseo que busca consuelo ante el frio de la muerte.

Y con la sospecha del final llega la vida en un instante. Lo alcanza entonces la presencia de la juventud, o aquel tiempo donde la falta de una certeza o vocación lo convirtieron en ese rey introvertido y poseído, dispuesto a matar despiadadamente al miedo que se aplaca en los cobardes cuando la vida se despierta y se ofrece. Llega también la evocación del amor, como un calor húmedo; y del enamoramiento, como el único sentimiento que lo hizo vulnerable y feliz.

Por un instante se imagina a salvo y lejos de la muerte a la que ve llegar son su barca desde el mar. Se aterroriza al imaginarse vivo pero descoronado y prefiere la muerte, carente de pasado, a estar retirado de la vida, donde todo es el pasado (y quién puede sobrevivir a semejante tormento).

Mejor sucumbir, piensa, pero no se puede dejar morir, no él. La vida es más fuerte que la muerte en los momentos de irreflexión donde prevalece el instinto. Y ahí, en soledad, desde la arena volcánica y rojiza, con el puño cerrado y abrazado al recuerdo del amor, un rey se va diciendo con su último respiro de vida: my kingdom for a horse.


28.11.11

Cuando las manos calman la picazón


No quisiera, en serio, no quisiera sentir el nervio que empuja para que aparezcan estas palabras. Pero a veces las palabras son un amparo, o mejor dicho el grito cohibido en la noche de lunes. El silencio que viste a las palabras jamás comulga con el ruido que las funda y mucho menos con la necesidad que las libera y atesora en un papel. Me pregunto qué es la decisión. Una ventana respirando, una vela amarilla tiritando, un vaso despertándose, alguien. Cuando la mirada se marcha con el humo que brota por la boca, las manos arriman el hombro a esa alma inquieta. Siempre dispuestas a satisfacer la necesidad, si el coraje lo permite. Las palabras traen alivio y son las manos las que salen al socorro del escritor, recordándole que ellas existen, aun, siempre, afortunadamente. Son un guiño de ojos. Quien escribe, siempre lo hará en solitario, sus palabras tal vez evoquen multitud pero siempre serán articuladas por las manos de un solo hombre.
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Cuando parpadeo y pienso en el vientre que las gesta, no deja de resultarme curioso que nunca viene el recuerdo del nervio que las empujó. No llegan más que los colores que repasan, las formas que delinean, los sentimientos que encharcan. Escribir no es solo una forma de vivir, sino también de revivir.

30.10.11

Bananas verdes


Estoy hablando de mí mismo muerto, pero noto que a ti se te hace más espinoso que a mí imaginarlo. No debes confundirnos, a mí vivo y a mí muerto. El primero te está pidiendo algo que el segundo no podrá reclamarte ni recordarte, ni saber si cumples. Qué te cuesta darme tu palabra, entonces. Nada te impide faltar a ella, te sale gratis.

Lo observo sin decir nada, con la mirada filtrada por cada uno de los casi 20 años de amistad que nos unen (qué fácil es hablar pienso, soltar palabras por la boca sin solicitar permiso al oyente de si las quiere oír o no). La palabra gratis todavía da vueltas por la cocina, la siento hincharse y adueñarse del silencio de la pausa. Gratis, digo. Gratis es el precio que le percibimos hoy Javier, dice él, mañana, si es verdad que mañana no estarás como me dices ahora, entonces cómo puedes tú, o quien sea que no haya atravesado el tiempo hasta el mañana y haya regresado al ahora, asegurar cuál será eventualmente el verdadero precio de la responsabilidad que me estás pidiendo hoy. Y si bien es verdad que nada me impide faltar a ella cuando llegue el momento de concebir esa posibilidad, cómo piensas tú que podré moralmente huir al compromiso jurado a un amigo que ya no está. Y digo jurado porque que tú me pidas lo que me estás pidiendo, ya me obliga a sentirme responsable por lo que pueda suceder ante una potencial deslealtad de mi parte (ya las palabras han sido dichas pienso, su petición fue hecha y oída por mí, ya no se puede devolver lo dicho ni revertir su golpe, la memoria todo lo guarda y nos lo arroja nuevamente cuando menos lo esperamos, teniendo que lidiar con lo que el tiempo ha devuelto). No seas iluso digo bajando la voz, no pienses que las palabras son tan solo sonidos (claro que lo son al verbalizarlas pienso, pero la huella que se imprime al ser oídas, es el abono que las germina y lleva a crecer hasta convertirlas en comportamientos a veces impensables por el que un día las pronunció, cuántas palabras callaríamos si pudiéramos conocer las consecuencias que esconden y que nunca deseamos pero que tampoco reparamos ni concebimos al liberarlas).

Sigo pensando y hablando al mismo tiempo, deseando hilvanar los pensamientos con las palabras de la mejor manera posible, haciendo el esfuerzo de unirlos e intentar influenciar en su encuentro por más que los pensamientos siempre serán más vertiginosos e incontrolables que las palabras que intentan vestirlos. Si mañana no estás Javier, y lo que me pides es en verdad una voluntad rumiada y producto de tu más solitaria reflexión, cómo piensas que tu fantasma no va a volver de manera diaria y rutinaria en forma de cicatriz a través de mi forzada presencia y exigida protección de tus seres queridos. No amigo, no creo natural pretender controlar el futuro. Tu petición borra toda posibilidad de que el tiempo traiga sus siempre sorpresivos hechos. Si en verdad ya sabes que te vas a ir de este universo (y aun no he preguntado los detalles de semejante supuesto me digo), entonces que tu recuerdo viva por su propio peso, que seguro será suficiente como para que dure toda la vida de los que aquí quedamos. Pero no lo intentes evocar más de lo que le corresponde, por más que no sea esa tu intención al pedirme lo que me pides. Que si te vas, te conviertas para ellos en un recuerdo cada vez mas vago y difuso y así al menos les des la floreada y espinosa posibilidad de idealizarte, porque ellos, que tan niños son aun, podrán hacer lo que quieran con lo vago y difuso y moldearlo a su antojo. Retira tu petición, y quítame la responsabilidad de tener que cumplir con la orden de llevar tu recuerdo camuflado (palabras pienso, tan solo palabras arrojadas). Conviértete en un delgado hilo de imágenes que pueda tomar forma de paraíso perdido, de tiempo feliz en el que todo estaba en su sitio y no faltaba nada ni nadie.

Tomo una pera de las que están junto a otras frutas en un plato hondo sobre la mesa donde conversamos y al levantarla, noto que hay dos bananas aun verdes bajo las uvas.
Muchas cosas se pueden estimular y acelerar, forzar su crecimiento o alterar su tiempo natural. Pero no muchas más que algunas pocas. Las otras, las que no existe nada que podamos hacer para hacerlas madurar o alterar, no queda más remedio que aceptarlas.

¿Qué más se puede hacer? Todo nace verde y si se deja, lograra la madurez que le pertenece. El tiempo que la hará cambiar de color hasta madurar, no queda más remedio que aceptarlo (pide lo que quieras amigo, tus palabras verdes aun tienen que atravesar el tiempo, y no hay nada que podamos hacer).

Está bien, quédate en paz, no hablemos más, te lo prometo, te doy mi palabra (nuevamente pienso qué fácil es hablar, decir, dejar caer palabras, incluso aquellas que se teme no poder luego respaldar con hechos, hablar es un esfuerzo en apariencia tan barato que solo aquellos que han sido envueltos y disciplinados por el poder y las consecuencias truhanes de las palabras, realmente saben el desmesurado valor de lo que se dice).

http://www.lastfm.es/music/Juan+Stewart/_/Bananas+Verdes

3.10.11

Papelitos entre las piedras del muro de los recuerdos



Era un martes de enero (aún conservo el periódico de aquel día en el cajón del escritorio, como un trasto siniestro del cual no atreví a deshacerme). Yo estaba recostado sobre mi cama y te escuchaba a ti por la casa. Era el ruido de lo que hacías con tus manos lo que destilaba tu presencia ya que siempre ibas descalza por la casa, apenas pisabas. Me preguntaste algo desde el salón que no logré entender por lo que no contesté. Unos segundos más tarde te apareciste en el cuarto y desde la puerta, apoyada de costado sobre el marco, me preguntaste -con una mano en la cintura y un tono cómplice- si tenía hambre. Contesté que no tenía mucho para comer pero que mejor te fijaras en la nevera para ver si encontrabas algo que picar. No contesté tu pregunta luego pensé mientras te ibas a la cocina.

Me quedé en la cama leyendo una noticia sobre infidelidad recuerdo, la había impreso en la oficina ese día para luego leerla en el tren de regreso a casa pero que al final, sentado dentro el vagón ya no tuve ánimo de hacer. En lugar viajé mirando por la ventana las primeras nevadas que ya cubrían casi todo el paisaje.

Escuché que abriste la heladera y pusiste algo sobre la mesa, oía tus movimientos atropellados por el silbido de los coches y el tranvía que entraban intrusos por la ventana de la cocina. Luego percibí que cerraste la ventana y entonces, gracias a la nitidez sonora que llega tras anular un bochinche, te oí comer algo crujiente. Realcé la postura como habiendo mordido el anzuelo de una curiosidad, erguí la cabeza en diagonal hacia arriba como si esto me ayudase a identificar mejor el sonido, y ante la incertidumbre de no saber qué era aquello que estabas comiendo y que yo escuchaba, te llamé para que me convidases (más con ánimos de curiosidad que de hambre).

Llegaste con unos trozos de pepino cortados en bastones y apilados en un plato junto a una taza pequeña de café rellena de salsa de soja y semillas de sésamo machacadas. Tomé uno, lo mojé en la salsa y me lo puse en la boca, primero saboreando el sabor del condimento y luego mordiéndolo. Vos no dijiste nada recuerdo, me convidaste, me sonreíste y te regresaste a la cocina. Yo me recosté de nuevo y puse el papel con la noticia a un lado. Recuerdo que miraba el techo en silencio y desde mi cuarto. No pensaba en nada, tan solo oía como comías los bastones de pepino desde la cocina. Esto fue hace algo más de 3 años ya y aun retengo una memoria latente del pequeño crujir del pepino en su boca esa tarde.

La gente deja pequeñas y curiosas memorias de sí mismas cuando mueren.

Algunos párrafos de la carta que aquel domingo siguiente le escribí, decían:

Ahora que me levanto solo desde hace cuatro días y no te tengo a mi lado, no hay mañana que no me inunde tu presencia al despertarme. Curiosamente me he dado cuenta que te recuerdo a través de animales. Abro los ojos y pienso en vos cuando escucho a las palomas hacer ese ruido tan propio de ellas desde la ventana del cuarto, y entonces recuerdo tus piernas golpeando la persiana desde la cama para que se fuesen y te dejasen dormir. Pienso en vos también cuando veo las llaves de la casa con el llavero sonajero ese en forma de loro que me regalaste. De hecho, cuando camino por la calle y lo siento tilintear desde el bolsillo de mi mochila, me llegan las imágenes de loros revoloteando entre los árboles del parque de la Ciudadela y te pienso recostada con la cabeza sobre el pasto y peinándote el pelo hacia atrás con las manos.

Se siente bien pensar en vos cuando estoy en la cama, siento como si estuvieras ahí hecha un rulo junto a mí, durmiendo con la cabeza tapada por la almohada como lo hacés cuando te despertás y seguís durmiendo un rato más por la mañana. Me acuerdo de todo esto y me pregunto qué estarás haciendo. Cuando uno viaja por trabajo normalmente no conoce los tiempos de la nueva ciudad y por eso al despertarse no puede darse el lujo de pensar en otra cosa que no sea la logística para llegar a donde se tenga que ir, o en asuntos de trabajo. Supongo que eso te debe estar pasando y me pregunto si a pesar de todo, te acordarás de mi cuando te despertás allí donde sea que estés.

Yo sé que aún faltan 3 meses para que te vea, y que incluso nadie sabe qué será de nosotros cuando nos volvamos a ver. Yo sé que así lo quisiste y así lo acepté cuando me lo propusiste antes de irte de viaje. No sé porque escribo esta carta siquiera, si luego la guardaré en mi cajón para que duerma ahí junto a la esperanza de que si algún día volvemos a despertarnos juntos, tus ojos la puedan leer y te rías de mí al hacerlo.

Hasta el miércoles pasado cuando me diste ese beso tibio al despedirte en casa con las valijas en el pasillo, mi corazón nunca se había ahogado ni tampoco mi paciencia nunca había sido puesta a prueba. Ahora solo me queda hacer lo mejor con lo que tengo. Siempre estuve preparado para cuando tu sonrisa llegase.

Que inútil es esta carta leyéndose hoy, me digo.

 

25.9.11

Hay hombres que son ciudades





Hay hombres que son ciudades. Hombres cuyos rostros son marcados por la ciudad en la que habitan; y a los latidos que certifican la vida de su urbe ellos se aferran y se funden hasta confundirse en idiosincrasia. Son hombres que por la lluvia del tiempo van siendo bautizados una y otra vez, empapando así sus vestimentas de folklores y luz de sol que varía según las latitudes.
Estos hombres son raíces a las que el tiempo baña con una identidad común. Raíces que poco a poco se inflaman allí donde la vida crece sin sol hasta romper aceras. Endurecen sus brazos al apretar con inconciencia y vehemencia los brotes subterráneos de su ciudad, de quienes serán.
Son hombres que juzgan según sus propias leyes y tradiciones mientras cabalgan sus vidas dentro de un territorio al cual entienden como universo, y en ésta mecánica obtienen la certeza de ser libres. Son personas con distintas dosis de derechos y obligaciones, todos nacidos en la misma ciudad y perfumados por el mismo tiempo que a todos apiña y lesiona a su merced. Se visten de cotidianeidad por las mañanas mientras dormidos buscan sus camisas, o por las tardes, cuando las nubes del ocaso tiñen de violeta y de septiembre a sus ojos acuosos, que también son ciudad. Y entonces ya nadie puede saber quién es hombre y quién es ciudad. Los adolescentes escriben en los suburbios, sobre asfalto que se convertirá en piel y edificios que mutarán en cuerpos respirando horarios comerciales.

Y entre los hombres que son ciudad, están aquellos que buscan imponer autoridad sobre los demás. Y en su concepción de lo urbano visualizan pirámides que con empeño -y con tal aprensión como para permitirse perder la vida que envuelven sus días-, se dedican a vivir en su resbaladiza escalera. Anhelan las sillas que se apolillan en su minúscula cúspide porque creen haber visto algo que asumen les pertenece. Son aquellos hombres y mujeres quienes, desde aquella altura que tan fácilmente obnubila, asumen el derecho a dictaminar sin consulta al resto -ni siquiera a sus pobres semejantes, que infelices y empapados de sudor los enaltecen con la vista hacia arriba como niños sin dignidad-, lo que es bueno y malo, correcto e incorrecto, bello y feo. 
Se asumen patrones del campo de la estética, de la definición del buen gusto, material y literario, político y cultural, creando monopolios en la ciudad y entregando invitaciones a entender lo exquisito como contraste del mal gusto, invitaciones que en realidad son pequeñas muertes de la creatividad. Sin embargo siempre hay voces que también son ciudades, voces individuales a quienes no se les permite manifestar su concepto de lo bello, ya que las palabras que nunca antes se dijeron, suelen ser la antítesis de la belleza impuesta.

Y hay hombres que no son ciudades. Hombres que voluntariamente desertan de su condición de ciudad para desvestirse y así poder encontrar un reposo que germine su vida en otra ciudad, en otra dinámica. Hombres que parten, sin pensamientos ni escuelas, ligeros de equipaje, empujados por la necesidad de ser nuevos hombres a través de nuevas ciudades, dejándose atravesar por lo que mora en el viento. Hay algunos de estos hombres que incluso nunca regresan a su ciudad, pues ya no encuentran el camino a quienes fueron una vez, camino que el viento y el tiempo rápidamente se encargan de barajar. Son estos hombres los que finalmente se convierten en su ciudad. Son hombres que son su propia ciudad.
Y cuando estos hombres, ya añejos y atravesados por el tiempo y las realidades, se sientan junto a los edificios que no envejecieron con ellos, entonces entienden que su esencia, al igual que la de los hombres que son ciudades, también es geográfica y circunstancial. Sólo que el tono con el que le hablan a su ciudad primera es plenamente distinto. Los escucho hablarle a ella no como hijos sino como padres tristes y cariñosos. Son palabras mudas que viajan con el aire de la tarde, palabras que no son dichas para ser oídas sino más bien son liberadas desde adentro, recién nacidas pero viejas como la garganta que las verbaliza. Ahí van por el aire, paternales, sobrevolando hasta donde puedan sus alas, las calles de su hija, la ciudad que los parió y que ahora las disfruta.