10.7.12

Eugenia

La madrugada del 14 de febrero jamás la imaginó Eugenia aconteciendo en Praga. Y mucho menos que la encontraría recostada sobre una cama de hotel en el barrio de Žižkov, lejos, fumando, bañada por la luz opaca de luna entrando aliviada por la cortina, con ese hombre desnudo durmiendo a su lado, lejos, tranquila y cansada, con raspones en las piernas y muslos, lejos.
La taza de café se enfría sobre el escritorio mientras Eugenia, sentada en el borde de la cama y ya sin la toalla marrón que la envolvía como una oruga, se queda suspendida con un calcetín a medio poner. Que fatiga, no es la oficina, es …. Que pocas ganas de salir, son las 8 y media ya? si me quedo en casa podría…, y encima la pesada de Silvia….
Eugenia es una chica buena dirían los que la creen conocer, tiene treinta y dos años y una juventud lánguida e íntima que en nada se asemeja a la de sus amigas o  vecinas. Tal vez por eso reserva sus pensamientos para las hojas que se aglomeran y esconden por todos los rincones de su vida. Vive lejos de todo peligro y ya desde niña aprendió a domar el miedo que provoca el encierro de sentimientos con el pasar de los años. Cuando la veo caminando por la calle, siempre tengo la impresión de ver en su paso invisible, una pesadez colmada de agua y obligaciones que arrastra con los pies. Va por las veredas con sus ojos encendidos y presentes, deslizándose lentamente como un camaleón sin pies.
Sin embargo a veces, comúnmente los jueves o viernes, aunque también lo he visto suceder un lunes, su paso acuoso se rompe y sintoniza con el de los demás peatones. Es un pequeño cambio de ritmo, mínimo aunque notorio para el que conoce su andar y la ha escuchado hablar. Y en esos días, a pesar de ser una más entre la masa humana de las mañanas, su andar sincronizado lleva el color chispeante de lo que sucede ocasionalmente. Sus botas negras sin taco se separan unos centímetros más de lo habitual, su pecho parece ir prendido a una tanza de cobre que la jala hacia adelante, y su cuello finalmente se ablanda y gira ante las novedades de la ciudad. Siempre envuelta en ese aire silencioso y distante tan propio de Eugenia, claro está. Pero en esos días, el ritmo de su mirada es distinto, como si sus botas se secasen de aquella humedad y dejasen paso a una ansiosa y pasiva curiosidad por lo inesperado. Estos días, no obstante, son la minoría.  
Eugenia se sube las medias hasta la rodilla, se levanta de la cama y bebe un poco de café. Las ocho y veinte. Si pierdo el bus de las 8.45 entonces el próximo me deja en la oficina sobre las 9 y media. Apura el paso y entra al baño a secarse el pelo en medias y ropa interior. La radio encendida es un ruido indescifrable aunque propio de las mañanas desde que vive sola. El alboroto del secador se apaga cuando el reloj del baño indica las 8 y 27 y entonces Eugenia se ve forzada, una vez más, a rematar la salida en diez minutos. Se viste con lo habitual (hoy, como siempre, tampoco habrá tiempo para elegir una vestimenta más meditada), llena el bolso con todo lo que reposaba sobre el escritorio, billetera, llaves que en unos instantes tendrá que volver a buscar para cerrar la puerta del departamento, celular, pañuelos kleenex y el cuaderno negro con su birome de tinta azul por si siente el impulso de apuntar algún pensamiento que luego suele tomar forma de texto por la noche. Sale a la calle y llega a la parada del bus justo unos segundos antes de que llegue el 28. Se sube y se sienta en el primer asiento de la derecha con el bolso sobre la falda y ambas manos por encima, como cada mañana.
Eugenia vive una vida que se compara a un libro lleno de hojas empapadas con las mismas palabras aunque ordenadas de maneras diferentes en cada capítulo.
Por las mañanas va a la Universidad donde trabaja como asistente administrativa para el departamento de filología española. Cuando su tutor de tesis le ofreció el puesto y ella lo aceptó hace ya 3 años, nunca imaginó que sería tan aburrido. En realidad pensó que ese puesto le permitiría por fin cobrar algo de dinero y mantenerse al mismo tiempo en el ámbito académico y dentro de la universidad, sitio que tan bien conocía y dentro del cual se encontraba satisfecha. Sin embargo, en la práctica, la realidad fue otra. Eugenia pasaba las mañanas enteras llenando planillas con informaciones sobre alumnos y respondiendo a las infinitas tareas grises que le exigía con tono mandante la rectora del departamento, Silvia. Silvia Bustamante es una señora de unos cincuenta años e infinidad de características que decir de ella, aunque me bastará con solo rematar que sus senos y su personalidad ansiosa y arrolladora son los comentarios –ocultos- de todos los empleados del departamento.
A pesar de que las horas nunca pasan en esa maldita oficina,  Eugenia sabe que es tan difícil cambiar. De trabajo, de vida, de ciudad, en fin…de todo lo que se fue cuajando. Las mañanas para ella se dividen en dos segmentos exactamente similares aunque separados por un café de maquina en el patio de la Universidad. Es curioso como los pensamientos son necesidades fisiológicas que parecieran tener la disciplina de asomarse siempre a la misma hora. Así le sucede a Eugenia de Lunes a Viernes a las 11 de la mañana cuando sale al patio del pabellón de Humanidades para tomar su café. Con el sabor dulce y lúcido de la bebida, siempre llega su primo Luis y su toque sobre la osadía y el riesgo. Entonces en ella se destapa un panal de abejas que revolotean por todo su interior pero sin apoyar sus dulces patas en ninguna decisión. Controlarlas y llevarlas de vuelta al panal no es tarea fácil, pero Eugenia se conoce bastante bien y solo le basta suspirar mientras se escucha decir su eterno mantra: Si, puta, es difícil cambiar.
Sentada en el bus, Eugenia se queda inmóvil como una pared. Si no fuera por el agua brillosa de sus ojos, casi diría que esa muchacha está apagada. Pero no, simplemente se contrae en pasividad para aprender de sus sentidos. Quietita ahí, ella es dueña de un mundo al que se accede genéticamente y se habita por seguridad. Siente los pies adentro de sus botas negras, el olor a hierro  tibio y a mañana del autobús, la base de su lengua, el gesto de los pasajeros que al igual que ella viajan solos, el peso de sus pendientes, la sombra violeta sobre todo el lado izquierdo de la máquina. Ver y sentir estas cosas le regala distancia y pertenencia a lo que la rodea. Así mismo, encuentra  consuelo en el poder que le da ver todo esto por más que sea parte de una vida que quisiera cambiar. Pero no, ya costó bastante llegar hasta aquí, ya es tarde para cambiar, cómo lo haría, es tan espinoso y pesado el solo hecho de pensar en estos temas que ni me quiero imaginar lo que sería materializar ese pensamiento.
El bus gira por la avenida y Eugenia logra ver el puente que pasará a su izquierda en unos instantes. Sí, como voy a pagar el alquiler si le digo a Silvia que en realidad no me gusta lo que hago y que me sentiría más útil ayudando con la preparación de los cursos en lugar de llenar la estúpida base de datos. No lo aceptaría nunca! Silvia seguro que se enojaría conmigo y hasta me dejaría de hablar unos días mientras desparrama el chisme de que no encajo con el espíritu del equipo. En la vida no se puede tener todo, parte de crecer es aceptar lo que uno tiene y yo tengo un trabajo que mal que mal me ayuda a sostenerme.
Que ganas de irme lejos y empezar de nuevo.
El puente aparece  justo con el pensamiento, Eugenia le clava la mirada a sus brazos de hierro y le arroja esa idea loca para que le ate una piedra al cuello y la ahogue en el lago. Sin embargo, la esperanza parece rebotar y volver a ella en forma de un deseo irreflexivo por pararse y echarse a la calle. Así lo hace, sin pensar, como un impulso que busca traer aire a los pulmones. Se baja del bus unas cuantas paradas antes de su destino y ya en la calle, recupera el aliento y se pone a marchar para no llamar la atención.
Caminando, el sol de la mañana le acaricia la nuca y le llena un poquito ese vacío interior que provoca la cobardía de sentirse demasiado viejo para cambiar. Sus pasos llenos de agua la hacen pensar que la ciudad se está inundando. Ay Eugenia, que tonta sos!
(…)
Empieza a sentir la salada tentación, por primera vez. Por qué no! porque no! Afirma al preguntar y se pregunta al afirmar. Entonces se detiene junto a un portal y concentra, en el punto que hay entre los dos ojos, toda esa visión que de repente le ha llegado. Allí lejos donde se funden en una sola imagen el mundo derecho con el izquierdo se va formando la imagen. Con el bolso en la mano, proyecta la mirada en la acera y a ella se arroja como el agua de un balde que inunda toda la vereda con lo que hace instantes era una mano fría en el pecho.  Vuelve a sentir los pies dentro de sus botas siempre mojadas, su abrigo respirando, el bolso y el peso de todo lo que dentro lleva, siente el pelo, los anteojos, los pendientes, al abrazo del pantalón en la cintura, el sostén por delante y por detrás, las medias. Siente todo lo que por fuera está y ve en la acera todo lo que por dentro siempre sintió pero que ahora galopa.
Y ve surgir de ese charco inmenso, la materialización de su deseo. Llegan luces de lámpara color naranja y cobre, hormigas negras sin hojas sobre su cabeza, rinocerontes y tigres, muchos tigres, toboganes de lengua caliente, olor a pan tostado, ventanas abiertas y cortinas flameando, papeles de cartón y chocolates derretidos, finas láminas de madera y rayas azul marino, platillos dorados y cepillos que los golpean, febrero en verano.
Eugenia despierta y lo ve claro. El miedo de siempre esta más presente que nunca, sí, de eso no hay dudas, pero ahora por fin tiene forma y por lo tanto ya no es imaginación. Alguien le está ofreciendo un regalo que Eugenia parece estar aceptando. Ay Eugenia, que tierna sos!
Camina por la calle, con las botas secas y como un pez nervioso que rompió el huevo y está aprendiendo a conocer su aleteo. La ciudad va pasando por los costados como aquellos arboles que Eugenia veía por horas en la ruta camino a la casa de sus abuelos. Viaja con paso de miércoles pero algo se va apoderando de sus pantorrillas, un cosquilleo que no es propio de sus mañanas. Por qué acabo de doblar en la esquina? Bueno, es igual, sigo por esta calle y luego….mira esa chica con el abrigo largo de cuero cuando en realidad hace calor…..el reloj de la estación marca 9 grados, tampoco hace tanto calor, por qué este calor? Es el abrigo….
La luz verde del semáforo le abre paso hacia el puente que había visto desde el bus. Lo comienza a atravesar sin duda alguna y no recuerda haberle pedido nada hace instantes. Pero la inmensa masa de hierro suspendida sobre el lago no deja nunca de despertarle pensamientos a Eugenia. Esta vez se detiene imantada por el agua que pasa  por debajo, limpia y helada. Los coches a su espalda van camino a las oficinas empujados por el bostezo de este miércoles. Pasan uno, cinco, diez, muchos. Todos van y vienen a un ritmo del que Eugenia parece estar prófuga, como si ella fuese la única partícula estática sobre ese puente histérico que flota sobre una corriente de agua. Con el pelo en el rostro y el mentón sobre las manos que abrazan la baranda, Eugenia sonríe. El reloj de la oficina pública que ve a su frente marca las 9.20 de la mañana. Mierda! Ya ha pasado más de un cuarto de hora desde que tendría que estar en la oficina. Es igual, que más me da. De última llamo más tarde y digo que estoy enferma. Pero Silvia va a….mierda! Es igual. Que se vaya a la mierda Silvia, la computadora y el café!
Ya consciente que atrás queda el sitio a donde se dirigía esta mañana, Eugenia sigue caminando con las manos dentro de los bolsillos del abrigo y la tanza de cobre jalando su pecho. La ciudad esta hermosa esta mañana. Nadie parece estar caminando sin un propósito o destino y este contraste la hace sentir nuevamente poderosa.
Ya en la avenida huele el olor a masa tostada de un puesto ambulante de pretzels. Cuanto me gusta el olor a pan tostado piensa mientras mira las semillas de sésamo sobre la piel de plástico de aquellos rulos que giran frente a una parrilla eléctrica. Me da uno por favor? creo que tengo una moneda de 5, a ver en el bolso, pucha me quedan dos pañuelos, que rico olor. Gracias, buen día! La calle sigue pasando como árboles en la ruta. Eugenia corta un trozo y se lleva el pretzel a la nariz dejando entrar a todo ese vaho caliente que solo el corazón húmedo de la masa recién tostada logra emanar.
Llegando a la parada del tranvia, cuando la avenida hace esquina con la juguetería, se gira y ve un coche azul estacionado y con la puerta del acompañante abierta frente a una casa de cambio de moneda. Inmediatamente siente la anormalidad de la escena pero la tanza de cobre la lleva directo en esa dirección. A unos metros de la tienda siente la premonición de lo que está por ver. Y así es, al llegar y mirar la escena que está sucediendo dentro del local,  inmediatamente entiende el motivo de aquel coche con la puerta abierta. Se agacha para ver quien está al volante y logra ver el rostro de un hombre de barba oscura.
Eugenia comienza a sentir los pies dentro de las botas y el algodón de sus medias. El tiempo se suspende mudo pero todo sigue sucediendo. Y en un instante siente la base del cuello, desde adentro y como una tela viscosa. La humectación de los ojos, el abrigo calzar en las axilas, el ano, las marcas de expresión en los ojos al apretar su mirada, la piel que se alza entre la boca y la nariz. Cuando quiere darse cuenta, ya está metida adentro del coche por voluntad propia mientras siente la fuerza de una mano apretando su codo y queriéndola empujar hacia afuera. Mierda! Pero qué estoy haciendo!?! Es igual!
La puerta del negocio finalmente se abre y de adentro salen 2 hombres encapuchados y armados. Arrojan unas mochilas negras por encima de Eugenia y al engullirse en el coche se asustan al ver a esta mujer respondiendo con agresividad ante el forcejeo del conductor. Ya vamos!, grita entonces ella sintiendo la falta de espacio, estamos perdiendo tiempo!. No acaba de decir esto que el hombre a su izquierda se lanza sobre ella y abriendo su puerta, la empuja hacia afuera. Eugenia cae sobre el pavimento aunque con la mano derecha aun prendida de la ventana trasera del coche. El conductor sale disparado y Eugenia con ambas piernas afuera del coche siente el pavimento quemarle el muslo derecho. Métela en el coche, no la dejes caer! Grita el conductor nervioso y con la vista saltando de atrás hacia adelante. Pero estas loco! Qué dices?? Responde el otro desde atrás y dispuesto a quitarse a Eugenia de encima. Que lo hagas, mierda!! Y ante la mirada amenazadora del conductor, la toma de ambas manos y en menos de un segundo la jala y vuelve a meter al coche con la misma agresividad con la que hace instantes se quiso librar de ella. Cierran finalmente la puerta trasera y continúan velozmente por la angosta calle. En la esquina, sin dudar ni mirar, toman la calle hacia la izquierda y cuando ya en la avenida, giran hacia la derecha y se montan en la autopista. Nadie habla, todos atentos. El conductor marca una presencia dominante que no parecen tener los otros dos hombres. Ya bajando la velocidad del coche, Eugenia se percata que están saliendo de la ciudad.
Quien eres? quien mierda es esta? Pregunta desde atrás uno de los hombres. Mi nombre es Eugenia y ya no tiene sentido quien soy, soy parte de esto nos guste o no. El conductor hace una mueca que podría tomarse por sonrisa mientras la mira por el espejo retrovisor.
Lo que contó Eugenia a lo largo de las dos horas que duró aquel viaje, y lo que sintieron los tres delincuentes al escucharla -en especial el conductor-, lo dejo a otros de describir. Va más allá de mis capacidades.

7.7.12

The beginning of a story

And then a friend thought enough of me to tell me about a business he was in, a way to get some of those luxuries that the budget never leaves any room for. And, if I was willing to work for it, a way I could retire in five years with a permanent income that would allow me to make my Dream come true. My friend said there are only two things that make a difference in what you´re going to be doing five years from now - the friends you keep and the books you read. I looked at the friends I had and the books I read, and the bank balance I wished I had, and the future I didn´t have on my job, and realized I wasn´t getting anywhere. That´s when I decided to take a look at this business.  

2.7.12

Fotografias del viaje




A Buenos Aires llegué por agua. Tras doce días navegando el Atlántico por fin vi las luces titilando en la noche de martes: ante mi estaba aquel inmenso país sudamericano. Con la ciudad despuntando a lo lejos desapareció el pasado y llegó el sabor de la aventura, como si ambos fueran incompatibles en mí. Me abroché el abrigo, abrí la puerta y me aferré a la baranda de bronce, no se escuchaba más que el silbido del viento barriendo la cubierta; todo era silencio a pesar de la vida que se desprendía de aquel lugar al que me dirigía. ¿Qué venía a hacer? creo que a recorrer una fantasía fundada por lecturas adolescentes. ¿Qué venía a buscar? No era para encontrar que había partido.  

Pasé una semana en la capital, caminando sus anchas avenidas, calles y parques. Vagando. De a ratos me sentaba en las glorietas de los parques para descansar de la agitación que me provocaba ver mis visiones teñirse con realidad. Al cabo de cinco días, cuando empezaba a comprender un poco la idiosincrasia de aquel sitio, alguien me dijo de manera inesperada que aquella ciudad era un trozo de tierra a la que el puerto y la inmigración la habían rodeado de agua, y que por lo tanto, en realidad, me hallaba en una isla.

Decidí entonces partir hacia una ciudad del interior, bien dispuesto a creer entonces que aquel sitio que un desconocido me había confiado visitar sería sin discusión el país que buscaba. Viaje doce horas hasta llegar a esa ciudad. Pasé dos días allí y al atardecer del primero ya me había enamorado de aquel rincón tan lejano. Lo sentía más vivo y dinámico que la capital, a pesar del ritmo parsimonioso de sus ciudadanos. Sin dudas era el aire que se respiraba era encantador.  Al tercer día, mientras desayunaba sentado en una terraza de sillas y mesas de plástico rojo, me volvieron a robar mi regocijo. El camarero que me servía el café, un hombre de unos cincuenta años, barrigón y mal afeitado, me afirmó que aquella ciudad no era bajo ningún concepto el país del cual le había hablado hacía unos instantes cuando me preguntó qué hacía un extranjero por estas tierras. Me habló de lo agradable que era el clima allí -y así lo creí mientras levanté la mirada al cielo azul de la mañana- pero que sin embargo este país era un vasto territorio muy distinto a aquello que yo había visto en los últimos dos días.

 

Unos afirmaban que la legítima Argentina estaba en el sur, mientras que para otros se hallaba en algún pueblo árido del norte. Otros no decían nada, sólo hacían señas para indicarme la dirección. Entonces resolví seguir un plan: viajaría a lo largo del país en coche, atravesándolo de norte a sur y volviendo por una ruta distinta, bajando por el oeste montañoso y regresando a través de la costa Atlántica, con la fe de que sin duda en alguna parte hallaría la Argentina de mis libros. Regresé a la capital en avión, compré un auto de segunda mano a un conocido de un conocido –pagando un precio tan razonable que me hizo dudar de la procedencia del coche-, nos aseguramos los dos, y en una floja mañana de Septiembre dejé Buenos Aires por Argentina.

(...)

En verdad, cuando cierro los ojos y trato de resucitar las imágenes de aquel país donde viví seis meses, no me imagino en Córdoba, con sus arroyos y sus fachadas de ladrillo, ni en Buenos Aires, con sus edificios, sus vastas colecciones de monumentos y sus ricos y pobres, ni en Salta ni Bariloche, ni en sus calles de siesta con faroles como árboles, ni en las montañas, sombras o atardeceres… sino en un cruce entre dos caminos como éste, con una estación de servicio dormitando en un campo de alambres y de anuncios.
 
 

 

17.5.12

Las gotas



Es para no creerlo, te juro, es terrible como llueve afuera. Lánguida, inmutable, silenciosamente. Hace días que no aclara el cielo, días que no se quita esta luz británica de pasillo y moqueta. Pero lo terrible no es este clima tedioso, lo peor es que ya no estoy seguro de querer que llegue el sol, así, tan fácilmente. Mis ganas de un cielo azul han mutado hacia una violencia por desgarrar tanta pasividad. ¡Necesito que el cielo se desborde de truenos! El hartazgo que me provoca esta garúa, llegado este punto, solo se podría consolar con una tormenta de truenos estallando y baldazos de agua abofeteando las calles.

 

 Sin embargo nada. Es el quinto día consecutivo con esta estúpida lluvia que cala despacio y hondo como una agonía. Siento que los días se desatan entre sí y se tornan incómodos, como si encerrasen una mosca entre sus horas. Por eso te digo que un tímido sol, asomándose ahora, ya no tiene sentido para mí. Lo viviría como una burla a mi virilidad.

Afuera todo es humedad. Salgo al balcón para decidir si salir a dar un paseo o quedarme en casa pero el paisaje de persianas y autos me sella un mensaje que no logro entender. Me siento contagiado.
 
Busco gotas cayendo desde el techo de mi balcón pero en su lugar encuentro una especie de humedad. ¿Dónde están las fascinantes gotas con sus barrigas de agua? Dónde está la lluvia ésa que cuando aparece en la ciudad, ruge y nos exige refugiarnos en portales hasta que acampe, reclamando respeto, obligándonos a notar su presencia.

Asomo la mano por la baranda del balcón para corroborar lo que ya sabía: no hay luz natural. Quiero que alguien se una a mi reclamo y exija piedad a grito pelado. Quiero que el cielo truene y avise que llega la lluvia. Quiero que llegue ese chaparrón violento que encuentra su camino en cuestión de segundos y se burla hasta del zapato más impermeable; quiero esa lluvia que se esparce por los calcetines como un manchón de tinta y arruga y empalidece los dedos de los pies.

Ya ves, es espantoso como llueve afuera, y sin embargo, adentro mío, ruego que el sol tenga el coraje suficiente para dejar de lado la timidez y llegar partiendo el cielo a hachazos.
 





 
 

 







 
 



14.4.12

Carta desde Chivilcoy

Estimado Sr. Garbizu,
 
Lo saludo atentamente desde una tarde calurosa en mi Chivilcoy natal.
 
Encuentre a continuación las instrucciones solicitadas y las cuales, tras haber reflexionado sobre nuestra charla de la semana pasada y comentarla con mi mujer, me propongo revelárselas sin coste alguno ni más intención que la de ser consecuente con la empatía que me despertó su historia. Sabrá disculpar la rigidez de mis palabras al tratar un tema como este, pero es que soy partidario de la precisión y la austeridad oratoria cuando de estas cuestiones se trata. Sin más preámbulos, aquí voy.
 
Primero de todo y antes que nada, posiciónese frente al mar que rodea su isla y sonría –dispuesto y seguro- ante la enormidad de lo que pronto desparecerá y le permitirá por fin alcanzar el continente. Acto seguido diríjase a la costa sur de la isla, más precisamente hasta al final del único muelle que hay en la bahía, verá a su lado una manguera color verde que duerme enroscada. Despiértela, tómela del cuello y lance con todas sus fuerzas una de sus puntas hacia el horizonte. Una vez seguro de que el extremo lanzado esté ya hundido en el punto más profundo del mar, llévese a la boca la otra punta que sostiene con su mano izquierda y succione de ella hasta que comience a brotar el agua salada.
 
Mi experiencia me dice que a partir de ese momento faltarán unas ocho horas hasta el próximo paso, sin embargo todo depende de latitudes, ejes y mareas. Desgraciadamente mis libros datan de principio del siglo XVIII y además desconozco con precisión las coordenadas de su ubicación geográfica (a juzgar por su carta y nuestra charla, me temo que también usted desconoce con exactitud dónde está su isla). En todo caso, estoy casi seguro que serán menos de doce horas por lo que le recomiendo entonces que se siente en aquella piedra sobre la que me comentó suele ver los atardeceres en su deshabitada isla, y se permita disfrutar del espectáculo. Estará presenciando la belleza de lo que deja de ser, empujando a la vez aquello lo que comienza a existir.
 
Cuando finalmente el mar se haya vaciado y pueda usted ya atravesar el paisaje que nace pálido, le recomiendo que comience la peregrinación sin mayores despedidas y ligero de equipaje.
 
Lo más probable es que durante el camino tenga brotes de carcajadas que le harán sentir la ironía de reírse en semejante paisaje. Le aseguro que no encontrará ninguno de aquellos monstruos marinos de los que usted me comentó. No habrá pulpos secándose al sol, ni calamares enormes y crueles, ni tiburones instintivamente despiadados o aquellas algas atrapa piernas que con tanta vehemencia me describió durante nuestra charla. Y entonces dudará si alguna vez realmente existieron aquellas bestias…o incluso el mismo mar que ahora ya no consta (por eso le recomiendo que se tome el tiempo de verlo desaparecer sentado desde su piedra).
 
Lo que si le afirmo que verá, eso sí, son los tigres de fuego caminando libres de aquellos barrotes detrás de los cuales usted los conoció. No les tema, más bien sígalos, ellos lo llevarán hacia el continente.
 
Le deseo un buen viaje y le aconsejo no volver a leer esta carta más que por motivos prácticos.
Atentamente,
Teodoro Razatroc

 
   
 






12.4.12

El lavandero

Desde que me sentenciaron culpable y trajeron a esta celda, vivo zambullido en un sueño que no dejo de saborear. Yo que en la ciudad llevaba una vida invisible y pastosa como días de Febrero, ahora bajo los tubos de luz fluorescente de esta jaula soy un aliento liviano y hasta gozo de autoridad intelectual.

Mi humor se ha vuelto naturalmente astuto, despierto risas tanto en mis compañeros presidiarios como en los guardias armados que recorren los pasillos. Cada día me sorprendo gratamente cuando el deber de afeitarme me cruza con el espejo de la mañana devolviéndome una sonrisa estampada sobre un rostro aliviado. Veo en el reflejo de mis ojos limpios y arrugados, lo acertada que es mi nueva vida aquí entre los marginados.

Yo, que era un mediocre entre los justos, soy un distinguido entre los injustos.

Aquí el dinero no existe, lo cual además de ser un alivio es el motor de mi pasión. Todo lo hago por motivos que desconozco, aunque en realidad, tanta tenacidad anónima despierta en mí la certeza de que son las alabanzas y la admiración de mis allegados lo que motiva mis acciones. Me dedico, digamos, que a la escritura fantasma. Escribo cartas a petición, de todo tipo, desde legales hasta familiares e incluso, en total discreción y confianza, redacto cartas de amor impaciente para algunos hombres que llegan tímidos y mansos a mi celda de madrugada. Soy invitado especial en cuanta confesión se lleve a cabo en mi pabellón. Asesoro, escucho, influyo.

Mi trabajo según las planillas administrativas es “lavandero”. Y allí abajo, entre olor a jabón y a vaho húmedo de sótano, mi alma es una pluma que se pierde durante horas entre las corrientes de aire suspendido. Va y viene escurriéndose entre el espacio que me distancia de los días, palpita como las alas del colibrí, se recuesta y duerme siestas durante semanas, a veces se pierde sin despertar en mi una pizca de inquietud, siempre acaba volviendo como gato rasguñando la puerta del balcón. Y mientras cumplo mi condena, en mi mente no hay nada más que el silencio del fondo del mar y el placentero aleteo del colibrí.


 



  

2.2.12

My kingdom for a horse




Por fin el silencio de lo acontecido. Por fin la serenidad de la apatía -y pensar que hace unas horas lo que acaba de suceder era para él una cuestión trascendental-. Sin embargo ahora un cierto alivio le ofrece el saber que ya no hay más nada que se pueda hacer, que la estampida de los hechos lo han atropellado ya, dejando en su sangre una última dosis de adrenalina, ésa cuota final que poco a poco, lentamente, se le va escapando del cuerpo mientras se despierta su sensibilidad.

 Derrumbado en el suelo reposa sin decisión, desplomado y con la cabeza girada hacia la derecha, mirando al mar. Siente la arena pegada en el sudor del rostro, y al percatarse de esto le llega la imagen de esa misma arena de cuerpo liquido cayendo dentro de un reloj de ajedrez, sólo que ésta era castaña y la que vio en plena acción fue rojiza y volcánica, o así la recuerda.

 La corona duerme tumbada a su lado con su impecable vestido de oro resaltando entre tantos cuerpos moribundos. Curiosa es la piedad que el tiempo le concede a ciertos objetos, ahuyentando de ellos a los estragos que a nosotros los humanos nos puede ocasionar en cuestión de minutos. Sólo basta que la violencia llegue empeñada en nosotros y nos arrolle, dejándolos a ellos intactos y a nosotros arruinados. La belleza altanera del oro y sus diamantes color violeta incrustados a los lados se luce y valora súbitamente gracias al contraste que provoca entre tantos despojos de guerra.

Y a la vez la corona a su lado es una premonición de las tantas entidades que acaban de abandonar a aquel hombre. Que importa si en realidad es un rey, aquí tumbado no es más que un mortal con la suerte de estar respirando. Sin embargo ahí está él, aun rey (las noticias tardan en llegar, y hasta que no lleguen, lo que fue sigue siendo), desplomado y con sus piernas rotas, ensangrentadas, insensibles, lejos de lo que eran hace unas horas. Y sin embargo, no es un cuerpo más. El maldito sigue siendo algo único en este campo cubierto de muerte. Su vida aún perdura, aun lo atraviesa con un finísimo hilo de existencia que alcanza para borrar el dolor físico e ir directo al pensamiento, ofreciéndole espasmos.

-Mi reino por un caballo- murmura (o dicho en sus palabras, my kingdom for a horse) mientras la ansiedad lo proyecta ya montado en el lomo del animal y rescatándolo de aquella carnicería humana que poco a poco se va convirtiendo en cementerio. La corona sigue intacta sobre la arena y los ojos del rey parecen hablar al verla. De qué sirve ese cacharro ya sino sólo para evocar memorias inútiles, como todo lo que llega del pasado en los momentos de desesperanza, evocaciones que en verdad nunca dibujan lo que realmente sucedió. Y sin embargo todas esas memorias ahora se condensan y se deprecian con el correr de los segundos. Todo ese pasado ahora se convierte en una moneda que se desvive por pagar. Una moneda de memorias con una corona de propina sorteándose a la primera alma que por allí pase y la exija para salvarlo.

Sí, my kingdom for a horse vuelve a remachar por segunda vez con los ojos fijos en la corona, como un deseo que busca consuelo ante el frio de la muerte.

Y con la sospecha del final llega la vida en un instante. Lo alcanza entonces la presencia de la juventud, o aquel tiempo donde la falta de una certeza o vocación lo convirtieron en ese rey introvertido y poseído, dispuesto a matar despiadadamente al miedo que se aplaca en los cobardes cuando la vida se despierta y se ofrece. Llega también la evocación del amor, como un calor húmedo; y del enamoramiento, como el único sentimiento que lo hizo vulnerable y feliz.

Por un instante se imagina a salvo y lejos de la muerte a la que ve llegar son su barca desde el mar. Se aterroriza al imaginarse vivo pero descoronado y prefiere la muerte, carente de pasado, a estar retirado de la vida, donde todo es el pasado (y quién puede sobrevivir a semejante tormento).

Mejor sucumbir, piensa, pero no se puede dejar morir, no él. La vida es más fuerte que la muerte en los momentos de irreflexión donde prevalece el instinto. Y ahí, en soledad, desde la arena volcánica y rojiza, con el puño cerrado y abrazado al recuerdo del amor, un rey se va diciendo con su último respiro de vida: my kingdom for a horse.