17.9.12

El viaje





Ya era demasiado tarde cuando encontré el momento para leer mis emails personales. Y pensar que la noticia había estado ahí esperando desde la mañana. Pero con todos los enredes del trabajo desde que había llegado, casi no me había acordado de abrirlo. La noticia me descubrió por fin cuando me detuve un rato para tomar un café y aguantar lo que quedaba del día. Eran pasadas las cinco de la tarde y si bien había sido un día de esos en los que el tiempo vuela agitado, llevaba contando los minutos para irme de la oficina desde que había salido al parque a almorzar.

 

 El aire aún caliente de septiembre me llegaba a través del ventilador mientras leía el email. Era breve, comenzaba sin introducciones, tan solo mi nombre coma y sin pausa se arrojaba a los hechos. Sus siete oraciones de menos de un renglón lo convertían casi en un telegrama me pareció al leerlo (y sentí un poco de ridiculez por mi empeño de fijarme en la estructura de un texto al mismo tiempo que lo leo, como si a través de este capricho lograse amortiguar su golpe). Me pregunté cómo era posible que me estuviera enviando semejante noticia a través de un correo electrónico; cómo era que no había al menos intentado llamarme. Sin embargo al final del texto y como post-data, Dora escribía: no quería darte esta noticia por escrito pero no me quedó otra opción. Te estuve llamando toda la mañana y me salía constantemente el teléfono apagado. Era hoy que había planeado irme y ya lo sabías desde hace tiempo, ¿te acuerdas? No entiendo porque te obligas a seguir aquí si ya nada nos queda más que sobrevivir. Sí, me adelanté, pero acá te espero. Llámame cuando lo leas, tal vez aún tenga cobertura.

 

 No pude evitar sonreír al leer esta última parte, era tan suya esa forma de escribirme.

 

Abrí el bolsillo pequeño de la mochila y confirmé lo que sospechaba, tenía el celular apagado y sin batería. Tal vez incluso desde la madrugada pensé mientras intentaba recordar la última vez que lo había usado. El aire del ventilador de repente comenzó a molestarme. Hice el gesto de levantarme para apagarlo pero tan solo me salí de la corriente y me acerqué a la ventana. A pesar de lo incómodo que me había dejado la noticia, sentía que podría encontrar el ánimo para continuar mi día como si nunca hubiera llegado. Tal vez la noticia sobre mi despido y la incertidumbre de mi futuro, sin trabajo ni ahorros, me había blindado ya contra cualquier clase de asombro. Era mi última semana de trabajo tras haber sido despedido el viernes pasado sin más tacto que una carta decretando que ¨la crisis financiera nos ha obligado a reducir personal por lo que lamentamos comunicarle que prescindiremos de sus servicios desde el próximo lunes 17 de septiembre¨. Lo que había hecho Dora era una reacción de la rabia que yo no me permitía sentir.

 

Por la ventana veía como un hombre vestido de gris cargaba sábanas y toallas sucias del hotel de al lado en su camioneta. Silva decía en grandes letras azules sobre la puerta corrediza que se dejaba ver desde mi ventana, y en otras más pequeñas, casi ilegibles, se leía Nettoyage. El tamaño de las letras debería ser al revés me dije mientras la noticia de Dora se me iba prendiendo del cuerpo.

 

Cerré el correo, guardé los pocos cambios en los documentos que tenía abiertos y apagué la computadora a las 17.38 según indicaba el reloj de la pantalla antes de volverse azul. De algún modo ya me había imaginado este momento. Tal vez no los hechos que habían sucedido pero sí la envidia que podrían llegar a pinchar en mí. No la creía capaz de semejante acción pero tampoco nunca dudé que la posibilidad cabía. La conocía desde hacía muchos años ya y sabia que tan solo bastaba la pizca de valor o agotamiento necesaria para dar ese primer paso. Me acordé de cuando me animé a saltar de un trampolín de casi diez metros a los nueve años y me sentí estúpido sentado en esa oficina.

 

Pensé en ir a casa, pero no, qué haría ahí adentro metido cuando todo esto había sucedido. Necesito aire, caminar. Bajé entonces por las escaleras hasta la planta baja y salí por la puerta principal saludando al guardia. -¡Au revoir, a demain!- me dijo con su acento africano-. Levanté la mano e hice un gesto de saludo; quién sabe si hasta mañana me remarqué a mí mismo.

 

Desaté la bicicleta y tomé la calle por la que bajaban los coches en dirección al centro.

 

Es curioso ver la ciudad tan animada. Nada se detiene pase lo que nos pase; todo encontrará siempre la manera de seguir su curso. Puede alguien tropezarse y romperse el alma hasta la muerte en sus calles; dejar a toda una familia en carne viva. Sin embargo yo no lo sé y aquí voy en mi bicicleta, siendo parte de la indiferencia que a su vez me hace sentir la ciudad.

 

Al pasar por la estación de trenes veo dos controladores esperando bajo la sombra de una columna, les paso por el lado y veo que están mirando su máquina de imprimir multas. Vaya mierda de invento pienso siempre que las veo, no les importa si uno es desempleado, insolvente, o peor aún, hipotecado, desempleado y con hijos. Todos somos iguales cuando de recaudar dinero se trata, ahí sí que no hay discriminación; nos necesita a todos por igual. Es así, nosotros mismos creamos la cultura que nos aleja de la felicidad.

 

En lugar de continuar hacia al centro prefiero desviarme por las calles menos transitadas. La mochila y el calor húmedo de la tarde me empapan de sudor la camisa. Sin embargo no me molesta, tengo ganas de seguir pedaleando, de seguir dando vueltas sin más intención que asimilar la noticia. Subo entonces por la calle paralela a la Rue de Servette y poco a poco los negocios y supermercados del centro se van transformando en casas con jardines. Dora me lo había advertido, es verdad, pero cómo podía yo creer que se animaría a embarcarse en semejante locura. Nunca entendía si me lo decía metafóricamente o si realmente lo creía; preguntárselo me parecía hasta ridículo pero igual lo hacía. -¡Claro que es verdad, tonto!- me repetía y me besaba porque olfateaba mi duda y eso la emocionaba más que mi indiferencia.

 

Algunos amigos suyos, los cuales yo nunca había conocido, ya se habían ido allí hacía algunos años. Y al regresar para buscar familiares aseguraban que aquel sitio era distinto. Decían con un gesto que no parecía tener intenciones de convencer, que allí había un instinto de vida primitiva nunca antes visto aquí; y que la población local era afectuosa con aquellos jóvenes y ancianos que desembarcaban como niños en su primer día de clases. La verdad es que cada vez que me contaba estas anécdotas por la noche, acababa desvelado y suponiendo por el  gesto blando de Dora al dormir, que ya estaba allí, en aquel sitio y con el resto de aquella gente de la que hablaba pero que yo desconocía y que en realidad era un mundo imaginario en sus sueños. Pese a eso, en esas noches de insomnio inofensivo balanceándome en la hamaca de la noche, me dejaba picar por la fantasía de vivir en aquel lugar remoto donde no había leyes ni multas, no había necesidad según me contaba. Un lugar donde desde este mundo sólo llegaban los osados que escapaban de la vulgaridad de subsistir una cultura decadente y escéptica sin nada por lo que luchar o creer. Alzaban vuelo vestidos con lo puesto y sin más equipaje que sus hijos en los brazos y la ansiedad por vivir y componer.

 

Era la hora del crepúsculo cuando llegué al polígono industrial de las afueras de la ciudad. El paisaje plano y ancho que se veía desde allí exageraba el cielo violeta de finales del verano. Desde abajo y junto a mi bicicleta, como una hormiga que miraba a Dora, comencé a sentirme cerca del nuevo mundo.

 

Tras un rato sentado sobre el cordón de aquella tarde inmensa, me alcé decidido. Dejé mi bicicleta apoyada sobre la parada del único autobús que llegaba hasta allí; saqué mi llavero del bolsillo pequeño de la mochila y afirmé la llave del candado sobre el sillín de cuero negro a rombos. Ya no la voy a necesitar.

 

 -¡Embarcaré mañana, no hay más que creer!

 

 Sentí un alivio, ligero pero hondo. Y al mismo tiempo logré finalmente desvestirme de la impotencia con la que me había cargado la noticia.

 

Me dejé entonces arrastrar por el viento del atardecer, el cual me cargó hasta el ocaso por un camino que jamás antes había recorrido y despidiéndome de rincones que veía hoy por primera vez. Flotaba cuesta abajo por el cuello del suburbio viendo como se dilataban y menguaban las luces de una nueva ciudad que nacía de noche. La avenida se veía cansada por el bochorno del verano y sin embargo fiel a su tenacidad materna, empujaba como un oleaje el andar de sus últimos hijos hacia arriba y abajo.

 

Si bien el aliento de la noche era amigable, ya comenzaba a ser algo remoto para mí. Me susurraba al oído palabras que yo no comprendía y la ciudad se hundía en los pasos con los que me despedía de sus calles. Era ella la única que no era indiferente a mi despedida, y eso, tal vez, la llenaba de nostalgia. La sentía lamiéndome los talones, esmerándose por recordarme que en sus dedos había yo vivido los últimos veinte años de mi vida y que en sus relojes se habían lacrado los secretos de mis sueños. Secretos que ahora se deshilaban, y sueños que comenzaban a dar sombra.

 

Llegando al centro compré algunas cosas para el viaje en un supermercado paquistaní; dos barras del chocolate con trozos de sal que le gusta tanto a Dora, tres mangos, un cuaderno y una lapicera de tinta roja, dos revistas de crucigramas y algunos caramelos ácidos.

 

Cuando llegué a casa intenté llamar al celular de Dora pero fue en vano, estaba apagado o fuera del área de cobertura me decía un contestador automático.

 

Me duché y me recosté sobre la cama con la ventana del cuarto abierta de par en par viendo como un colchón de estrellas metálicas iluminaba las sabanas. De algún modo conversaba con Dora a través de ese paisaje; la imaginaba viajando con su bolso gris y su esperanza en mí.

 

Me hubiera ido esa misma noche de no ser porque quería regresar a la oficina al día siguiente a buscar una bufanda que me había tejido mi abuela. La había dejado en la oficina uno de los últimos días del invierno. Pocas cosas llevaría en mi mochila, pero esa bufanda seguro que sería una de ellas.

 

Luego como una antorcha frente el respiro de la noche, me fui apagando hasta dormirme en un limbo.

 

 -¡El teléfono!– grité al escucharlo sonar sin saber muy bien dónde estaba ni qué hora debía ser.

 

De un solo movimiento me alcé de la cama y lo alcé del escritorio donde lo había dejado cargando la batería. Leí número privado en la pantalla y me quedé inmóvil. Tanta prisa y sin embargo ahí me paralicé.

 

Finalmente contesté.

 

Hola!...hola- repetí buscando un tono que no expresara inquietud.

 

Creí oír entonces un silencio rompiéndose desde lejos. O más bien el eco de una voz que se perdía entre fisuras mientras parecía esforzarse por llegar a mí. Me quedé callado, esperando el pinchazo de una voz, de su voz. Sin embargo no llegaba, se ahogaba en el camino, y con ella yo.

 

Cuando por fin cesó el esfuerzo del otro lado, me acerqué a la ventana y alcé la vista a la noche, con medio cuerpo asomado al exterior dije lo más clara y pausadamente que pude:

 

-Yo sé que me escuchas Dora, y solo te quiero decir que sí, que lo he decidido y me iré allí arriba contigo. Que me disculpes por dejarte ir sola y que hiciste bien en hacerlo. Te quiero y espero que me oigas. Salgo en el cohete de mañana. No te preocupes, ya sé todo, sé cómo llegar. ¿Me oyes?

 

Me callé esperando una respuesta mientras poco a poco iba apoyando los talones sobre el suelo. Es ella, yo sabía que me llamaría, no necesitaba escuchar su voz para confirmarlo. No importaba que del otro lado hubiera un silencio esperando a ser roto; su email me había dicho todo lo que necesitaba saber.

 

De repente, de forma inesperada, llegó una voz que parecía haber marchado a través de alboradas y épocas. Llegó desabrigada, suspirando, desplomándose:


-…Cree…- dijo Dora.

La lanza me atravesó. Otra vez la pausa eterna inundándome, y la noche mirándome el rostro, el sonido de la sangre azotándome el cuello y la certeza de un nuevo mundo invitándome a llegar.

 

-¿Me escuchas?- alcancé a decir cuando ya era tarde. El tono en el teléfono se había cortado y me había dejado creyendo ver a Dora afuera de mi ventana, viajando entre estrellas con su bolso de cuero gris y sus zapatos chatos.

 

Continué mirando por la ventana un rato más hasta calmarme. Luego finalmente me fui a la cama con el teléfono en la mano y su palabra en los ojos. Permanecí recostado mirando por la ventana y viajando como si ya fuera mañana. Me veía con mi mochila en la espalda y mi miedo adulto embarcándose hacia el espacio. De a ratos sonreía mientras me imaginaba en los días que vendrían, que más que días tal vez serían espacios en el tiempo, ¿quién sabe? ¿Quién puede realmente saber qué hay allí arriba? Solo los osados…Y allí voy yo, con Dora.

 

Los pensamientos se apagaron al fin y el sueño me venció.
 
 

10.9.12

La revelación


Había sido una estupidez lo que acababa de hacer. Arrojarse al vacío desde un vigésimo piso había sido una verdadera estupidez. Otra más en una larga lista acumulada en cuarenta y dos años. Sólo que esta vez la estupidez era irreversible. Así de irónica alcanza a ser la vida, o la muerte (qué más da). Lo cierto es que ni bien se dejó caer por la cornisa, comenzó a sentir los chicotazos del miedo azotándolo por todo el cuerpo con aun más furia que cuando estaba parado frente al vacío, algo dubitativo. Ahora, en caída libre, sentía una furia ardiente, eléctrica, llenándolo de fuerza por dar lucha, por gritarle en la cara a cada uno de los habitantes de este mundo: AQUÍ ESTOY YO, CARAJO! Era más que una furia, era una rabia que aunque se estaban conociendo por vez primera, la sentía propia. El vértigo, por otro lado, le tiraba sin piedad del nudo en su garganta, y esa sí era una fuerza familiar. El estúpido iba cayendo como un loco peleando con cuerpos invisibles. Y tristemente en esa lucha de desahogo y miseria con final irreversible, el pobre hombre descubrió que el olvido no existía. Dejarse caer desde aquella altura le había despertado de un manotazo toda la modorra; ya nada dormía en él. Más bien todo lo contrario. La impotencia que lo había empujado al vacío se había quedado allí arriba, sin coraje para lanzarse con su dueño. En cambio quien bajaba ahora a toda velocidad y cortando el paisaje como un meteorito, era un saco lleno de vida, nítida y hambrienta. Era todo lo que creía perdido en el olvido. Lanzarse al vacío le estaba mostrando que en realidad todo había estado durmiendo desde siempre en algún lugar remoto a la que se podía llegar también con paciencia y voluntad...o con la revelación repentina -jamás divina- de un acto tan huérfano como el que acababa de cometer.
El aire que había sentido en falta desde hacía años ahora rebasaba abriendo de par en par las puertas a la ciudad antigua, la eterna metrópolis de sus días que ya eran claramente finitos. Y en esa imagen que muestra la vida en un instante vio las ruinas de las primeras construcciones aun aguantando las demás versiones que fueron construyéndose tras guerras y protagonistas de épocas anteriores.
Una de las columnas tumbadas, la más bella e inútil de todas, le recordó su adolescencia más rebelde y las voces de aquella época. Allí había escuchado eso de que muchas de sus  incertidumbres y curiosidades podían convertirse en hoces abriendo el paso de su propio camino si tan sólo lograba tejer con lecturas y actos el lazo que lo uniría con el mundo exterior; que los silencios se podían volver melodías sobre el ruido blanco si se animaba a tocar los instrumentos que lo rodeaban. En definitiva, que todo un instinto de vida podría haber irrigado su desgano.
Sintió entonces nuevamente la verdadera estupidez de su decisión, llena de un sabor agrio como de leche podrida, y ante el inminente golpe que le estaba por partir el alma contra el pavimento, se consoló aún más neciamente evocando aquello  que todavía le quedaba mientras el corazón latiera y la razón conste. Recordó entonces el perfume de sus axilas de limón, la seda líquida de sus cabellos azabache, la palidez primaveral de sus pechos, pero por encima de todo recordó –casi físicamente- el amor paciente que ella le había regalado por haber visto en él lo que él recién veía ahora.
Gritó: Mierd...!

 
 

 



5.8.12

Lo inconcluso

Es un hecho que Salustiano Pereyra murió el 29 de Agosto de 1898 por balas (o quizás tan solo bastó una) del ejército nacional. El cuerpo ya sin vida viajó en tren hasta Buenos Aires ese mismo día para ser exhibido ante el General Godoy, quien había dado la orden de ejecución y el cual estaba a mi lado cuando destaparon el rostro de aquel gaucho. La imagen de la muerte, siempre desagradable en el rostro de quien sea que la vista, fue un brusco alivio que identifiqué claramente en el General. Llevaba años intentando apagar el mensaje de aquel hombre.
Lo que no es un hecho y me dispongo a contar a través de este corto relato, es cuándo su vida realmente se disipó, si unos días antes o varios años después.
Salustiano Pereyra fue detenido en su rancho de las afueras de Victorica, con el sol del otoño aun animando y mientras dormía, nueve días antes de la ejecución. Recostado sobre su catre con la ropa del día soñaba su verdadera vida, la infinita e ineludible que le permitía darle forma a la otra, aquella que aparecía cuando abría los ojos y que siempre resultaba más breve y vertiginosa. Salustiano se encontraba jalando de una soga con la esperanza de que el agua que sentía llegar desde el fondo de aquel pozo fuese potable y le permitiera continuar su viaje. Llevaba incontables días caminando por el desierto por lo que el sol del mediodía aplastando con todo su ímpetu, lograba de a ratos infundirlo en dudas y reducir al silencio aquel ardor que lo había lanzado al éxodo. No iba a ningún sitio sino que más bien regresaba por fin a casa después de varios años. Era por eso que el peso de aquel balde subía cargado con algo más que la esperanza de agua, acaso era el remate decisivo de su viaje. Cuando comenzó a sentirlo cada vez más cerca, notó a su vez llegar con igual medida la premonición de una compañía intrusa abriéndose camino en su desierto. Inmediatamente dejó de jalar y buscando la amenaza a su alrededor, olvidó la convicción que lo había llevado hasta aquel sitio, ¿a dónde era que iba? Se asustó por estar confundido ante semejante obviedad. Entonces el tiempo sucedió más rápido que su pensamiento y la sospecha se cumplió. Salustiano abrió los ojos para ver un mar de manos atrapándolo por el poncho.
Se lo llevaron en cuestión de segundos y sin tocar nada de la casa, no buscaban más que lo que habían encontrado al abrir la puerta. Una vez vacío el rancho, la puerta de entrada abierta y el soplo de la siesta barriendo el olor a sueño, eran las únicas señales –ya pereciendo- de que algo acababa de suceder. El resto continuaba trascurriendo inmóvil: la cacerola con restos de humita yacía tibia sobre la hornalla, el acero de la pava estaba frio aunque la yerba del mate aun húmeda y tibia en su ánimo; el manifiesto inconcluso desde siempre respiraba junto al catre, como si su sitio fuese ahí, justo al alcance de quien viene llegando del mundo de los sueños; Causas perdidas se titulaba, y era la madre pendiente de todos los hijos que parió Salustiano a lo largo de sus 46 años. Fue a su vez lo último que vio de sus posesiones al ser sacado de la casa con las manos atadas, como si desde aquellos papeles amarillentos se enlazase una tanza a los ojos de Salustiano. Al salir del rancho y encontrarse con el mundo exterior, sus ojos taciturnos regresaron repentina y definitivamente de algún desierto para posarse muertos ya en los del soldado aquel que lo empujaba del brazo derecho; un joven que escasamente tendría 20 años y quien comprendió a través de aquellos ojos que lo tenían en la mira, que su cobardía era irremediable. Para compensar el miedo con coraje o tal vez para quitarse esa mirada negra de encima, cerró el puño y se lo hundió de un golpe en el estómago emponchado.
Enroscado como un feto Salustiano entreabrió los ojos sin memoria de sueños, como arrojados despectivamente hacia la realidad y llegando de ninguna parte. Sintió pánico y miedo al no estar acostumbrado a despertar así, tan vacío. Llegando por los barrotes de la ventana vio la sombra de un animal recorriéndole su cuerpo bajo el marco de luz que se reflejaba en el suelo. Oyó el atardecer a través de su albor y profesó el desplome del día alcanzándolo también a él. Sintió el final y ésta aprensión lo aterrorizó, no así los rostros de la muerte que parecían estar abriéndose camino en el frio de aquella celda. Un gato gris se sentó finalmente sobre el marco interior de la ventana.
Salustiano ya había muerto infinidad de veces y hasta en un mismo día. Estaba al tanto de los ambientes y la convicción con que aprieta la muerte. La había sentido en su paladar seco cuando éste arropaba sus ojos y los libraba al sueño perpetuo dejándolo a él aliviado en algún desierto; sabía también que podía rasguñar sin piedad, podía ser tan intensa como la misma naturaleza y dejarlo divagando en una canoa en medio del mar o girarlo entre sueños y no encontrarla a su lado, confundirlo hasta dudar, crecer como planta tropical hasta cubrir su casa y ahogarla en la selva sin rastros de que alguna vez existió. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Sin embargo nunca antes había sentido su visita concluyente, reconocible por su triste ausencia de amor u odio pero repleta sin embargo de indiferencia y ansias por rematar la jugada con desgano, liquidar finalmente la tarea y pasar a víctimas más entretenidas. Así transcribió Salustiano el mensaje del General cuando éste le fue leído para anunciarle su sentencia y fecha de ejecución; las palabras que pronunció aquel militar no fueron escuchadas ni necesarias para Salustiano.
La primera noche fue la más difícil de las nueve. Derrumbado en el suelo e inmóvil por el dolor físico, conoció por primera vez al insomnio. Entendió por su fuerza desesperanzadora e imposibilidad de evasión, que era más cruel que la muerte que había conocido en sus sueños, la cual siempre le había infundido bravura y lucha en ambos mundos. Sintió el miedo que provoca ir listando lo inconcluso para luego perderse en el laberinto inútil de suponer un futuro sin uno. A pesar de haber vivido varios años advirtió que su lista era extensa.
Cuando rebasó la noche con toda su luz empujando por la espalda del gato, Salustiano sucumbió ante la alucinación de que su vida no había valido nada. Que nada había hecho y por esa nada sería recordado. No había hechos ni acciones en sus memorias, tan solo ideas y teorías –todas salidas del mundo de sus sueños- que no parecían beneficiarse de valor alguno en el miedo nocturno de aquel gaucho. Un hombre es recordado por sus acciones y no por sus ideas, pensó y se venció.
Fue entonces cuando el gato saltó desde la ventana hacia el interior de la celda y con su inesperada aparición llegó la realidad del presente. Recorrió el calabozo como si éste estuviera vacío (tal vez lo estaba desde hacía instantes); se paseó con paso lento y la cola flotando sobre su lomo mientras los ojos desolados de Salustiano le seguían el movimiento. Retraídamente se acercó hasta su poncho y él apoyó su mano sobre el espinazo del animal. Al acariciarlo sintió envidia por él; su desunión con el tiempo y su instintiva manera de vivir en el presente le daban ante los ojos de Salustiano una inocencia comparable a la de un niño. Entonces se durmió.
El final la soga dejo ver un balde repleto de agua fresca. Bebió hasta sentirse hinchado y el resto del contenido se lo echó sobre la cabeza desde lo alto de sus brazos alzados y mientras tapaba el sol del mediodía con aquel cubo metálico. El agua le cerraba los ojos con la misma intensidad con que se escurría por la sonrisa de su expresión. Decidió pasar el mediodía junto a la sombra de aquel pozo; dormir para soñar y así entender su despertar. Soñó que era anciano y el tiempo pasaba lentamente como cuando era niño y los veranos Pamperos eran gozosamente interminables. En su sueño, el paso de los días se adaptaban a los acentos de su antojo, ellos aún le reglaban nuevas experiencias y él su esmero por vivirlas; le nacían hijos y nietos nuevos cada día que crecían más rápido que él y por lo tanto lograba disfrutarlos lentamente a su ritmo; los veía partir y regresar para contarle que las tierras seguían libres y traerle noticias de sus amigos. Soñó que vivía varios días en una misma jornada; Salustiano ya no percibía el paso del tiempo como una representación exacta de la realidad, sino que el daño del tiempo le era ajeno mientras él siguiera encontrando una forma nueva de vivir cada día. Ahí radicaba el secreto de su inmortalidad y vitalidad.
Carmen Hidalgo, cuñada de Salustiano y de un terrible parecido con su difunta hermana, no lograba conciliar la imagen del gaucho legendario que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una distancia de casi mil páginas, con la del adolescente aquel de piel curtida y pelo blanco que enseñaba a cazar vizcachas a sus nietos por las mañanas y aprendía a tejer lana con las mujeres por las tardes mientras tomaban mate.
Poco a poco, año tras año, Salustiano fue saldando en forma de cuotas la deuda que tenía con la vida. Dejó de escribir el mismo día en que regresó a la casa rescatado por fin para el corazón de los suyos; y si bien jamás añoró su vida anterior ni le pesó el recuerdo, a lo largo de los 45 años que le quedaron de vida, tampoco volvió a recordar ni una sola vez lo que soñaba. No percibió el sueño sino como algo que sucedía mientras dormía y que se quedaba allí al abrir los ojos; el anhelo que lo empujaba al sol de la mañana era la vida que sucedía afuera y no dentro de sus sueños. Si no es la guerra, que sea la vida.
El 21 de Marzo de 1943, después de comer, Salustiano se sentó en la terraza de su casa donde solía tomar mate. No sintió ánimo como para dormir la siesta que prefirió quedarse sentado viendo como el cielo se iba preparando para la lluvia. La casa estaba vacía y el resto de la familia regresaría de su viaje por Buenos Aires recién mañana. Permaneció toda la tarde viendo llover sobre el jardín y la calle de tierra que comenzaba en su portal. Cuando por fin escampó y la gente comenzó a aparecer caminando en dirección al centro del pueblo, él continuó inmóvil en su silla.
Creyó escuchar el ruido de varios caballos llegando desde el arroyo. En efecto, un grupo de militares montados se entrevió por encima del muro de piedras. Al pasar junto al jardín y ver a Salustiano en su silla de mimbre, el menor de ellos, un joven que escasamente tendría 20 años, le saludó tocándose la visera de su gorra; si has de irte otra vez -le dijo con un tono amable- trata de recordar cómo eras hoy. Continuaron camino arriba por la calle en dirección contraria a la que venía bajando un grupo de niñas tomadas del brazo.
Una lengua seca le lamia los ojos cuando despertó ya casi al anochecer. Se incorporó y vio que un gato gris maullaba junto al balde. Lo acarició y sintió empatía por el animal; supuso que tenía sed y volvió a lanzar la soga al fondo del pozo. Salustiano decidió no esperar a que amanezca y aprovechar el soplo de la noche para avanzar camino. Se sentía descansado y de buen humor por el nuevo compañero que había encontrado.
Los hombres que lo llevaron del calabozo al patio de fusilamiento no entendían la conducta anestesiada de Salustiano, quien tuvo que ser mojado para que despierte antes de ser ejecutado. Abrió los ojos y se dejó llevar hipnotizado. Juzgando por la facilidad con que permitía que lo guiaran y la mueca desconcertante que lo envolvía, los soldados comenzaron a suponer que aquel hombre debería estar borracho o bajo la influencia de alguna sustancia. Sin embargo Salustiano se mantenía firme en su paso; preguntó la hora cuando caminaban por el pasillo del pabellón, casi las seis de la tarde contestó un soldado. Salustiano preguntó si estaba lloviendo y si sabían a qué hora llegaba el tren proveniente de Buenos Aires, pero ya nadie le respondió.
La lluvia de la tarde había desatado un olor fresco en el aire; Salustiano trajo la pava caliente desde la cocina y la apoyó sobre la mesa de lomo de vidrio que había en la terraza. Se podían ver las gotas aun sujetas antes de caer sobre la loza naranja. Salustiano se quedó viendo a la gente pasar en el fresco de la tarde mientras tomaba unos amargos. Comenzó a sentir frio y se cubrió hasta la cintura con la manta de alpaca que había traído de su cuarto. La tarde se ponía cada vez más roja, más nítida, más viva. Un hombre de aspecto cansado se detuvo dubitativo frente al portal de su casa. Salustiano se puso los lentes y llego a ver que un gato gris caminaba por la tapia del muro. Levantó el brazo con intención de saludar al hombre pero éste pareció no verlo y continúo caminando desconcertado.
Aquella noche Salustiano Pereyra se quedó dormido en la terraza de su casa. Ni los truenos de la tormenta, retumbando como balas en el cielo, lograron despertarlo en la madrugada.

25.7.12

Entre sueños

Tantas horas juntando leña le están cobrando a Hugo un dolor lumbar que pincha con cada paso que va dando. Ya falta poco para llegar, piensa el pobre hombre empujando la carretilla por la calle de tierra.

Son casi las seis cuando por fin llega a la casa y deja el armatoste de leña junto a la puerta de entrada. Con la mano izquierda apoyada sobre la nalga, se frota con sus dedos de cuero seco buscando un calor que le permita una postura más erguida. La otra mano busca las llaves en el bolsillo. Mañana temprano antes que lleguen Abel y Ricardo acomodaré los troncos en el cuarto del patio; ahora tan solo necesito una ducha y descansar un poco.

Una luz amarilla despierta el interior de la casa. La atmósfera es densa. Huele a lana y a sopa de verduras. Un dolido Hugo comienza a deducir que si no toma un relajante muscular y una ducha rápidamente, el dolor se enfriará hasta dejarlo postrado en la cama y sin cena. Tanto tiempo libre en estos últimos días, me pregunto por qué tuve que esperar hasta hoy. Lo último que quiero es que después de tanto tiempo los chicos me encuentren viejo e inútil en una cama.

 De camino al cuarto se detiene unos segundos en el baño para abrir el agua caliente y comenzar a llenar la bañera. Ya en la habitación se va desvistiendo como puede, lentamente y con la ayuda de la pared. Estira y pliega el pantalón y la camisa hasta donde el ánimo le permite para luego apoyarlas sobre la silla que hay junto a su lado de la cama. En la mesita de luz está la foto en blanco y negro de Ana en el mirador del Cabo San Vicente unos días antes del casamiento. Su mirada de niña colmada de felicidad se posa sobre Hugo mientras él hurga como un ciego en la caja de zapatos donde guarda los remedios. Esa inexplicable manía de quitar los medicamentos de su caja dejando solo las tabletas lo demora aún más al viejo Hugo que empieza a irritarse por el aturdimiento que hay en su cabeza. El frio en el cuerpo, el dolor lumbar como una aguja, la ansiedad por no saber qué decir mañana. Caralho! Repite una y otra vez.

 Finalmente encuentra lo que busca y ahora sus dedos siempre grandes e insensibles, se tropiezan por sacar una de las 5 pastillitas celestes que quedan en la tableta. En el intento se salta una y va a parar junto a una pata de la silla. Hugo no se percata y llevándose el remedio a la boca, se marcha al baño en calzoncillos y dejando la caja sobre la cama. El vaho caliente se escapa por el pasillo mientras Ana sigue sonriendo tímida desde el mirador y con su pelo salado bailándole alrededor de la oreja.

 Desde la bañera se oye el canto monótono de los búhos entrar por la ventana cerrada. El viento despeina los campos con su silbido nocturno. Desde el salón llega el tic tac del reloj de pared. Todos esos ruidos se mezclan con el agua caliente y tejen cada uno un nudo de la adormecedora manta que ya cubre hasta el cuello al pobre Hugo. Poco a poco va sintiendo llegar el calor a sus huesos de piedra y astilla. La luz de aceite sobre la mesa del baño tirita en los ojos acuosos del pobre viejo hasta espesarlos y llevarlo de paseo entresueños.

 Las primeras señoras con sus sacos de hilo comienzan a aparecer por el puerto. El cielo continúa cubierto de nubes grises desde que despuntó el día hace un par de horas y hacen que la mañana esté más fría que lo habitual. Ya no queda más té en el termo y Hugo comienza a sentir el cansancio y el frio tras varias horas despierto. Mientras su padre amarra la barca al muelle, Hugo se baja de un brinco y se queda mirando los puestos del mercado.

 ¡Pam! -siente la mano abierta de su hermano en la cabeza- ¡despiértate y ayuda a bajar el pescado!

 Hugo intenta sostener la caja con sardinas que le intenta pasar su hermano pero es muy pesada para sus brazos de niño.

¡Quítate del medio si no puedes y ayuda a acomodar las sardinas sobre la mesa! Te falta tomar más sopa, hombrecito. Le grita su padre mientras tira de la soga y arrima la barca aún más cerca de Hugo.

 Algunas sardinas siguen vivas y Hugo se divierte tratando de atraparlas con sus manitas. Las hunde en las cajas y revuelve el pescado sintiéndose valiente.

 Ya la mañana se acaba y Hugo está escondido dentro de la barca. Se le cierran los ojos a causa del sueño y por más que intenta resistirlo, da cabezadas. Las manos llenas de escamas secas le huelen a pescado seco. Vigila atento a su padre y hermano que están ocupados liquidando las últimas sardinas, pero no puede vencer el sueño ni alejarse del olor de sus manos.

 Talannnnn… talannnnnnn…, llega desde el salón el grito del reloj de pared. Serán las siete o las siete y media, se pregunta Hugo sumergido en el agua caliente. La arenilla en los ojos comienza a picarle nuevamente pero Hugo no se rasca por no ensuciarse con escamas.

 Al instante vuelve a hundirse otra vez en sueños. Esta vez de la mano de Ana quien le frota cariñosamente la espalda con una esponja enjabonada. Los dos están adentro de la bañera. Ana lo abraza por detrás mientras Hugo va aflojando un poco más los hombros con cada caricia perfumada. A pesar del dolor de espaldas logra sentir el placer de los pechos de Ana rozándolo por detrás. Ve sus brazos delgados y enjabonados llegarle por los costados. Los intenta envolver con sus gruesos dedos y aprieta hasta sentir como se le resbalan de las manos. Sus tiernos brazos de sardina. Ana le besa el cuello y le habla sobre el colegio y Abel. Hugo está muy cansado para oírla pero no dice nada. Se conforma con sentir el agua caliente caerle por los hombros, las piernas de Ana atadas alrededor de su vientre y el murmullo de su voz blanda aflorando por detrás. Hugo no duerme, tampoco está despierto. Ana se recuesta sobre la bañera trayendo el peso de Hugo hacia su pecho. Sonríe ligeramente al notar el cambio de respiración de su marido.

 Abel entra en la casa ya de madrugada. Va dando tumbos. Enciende las luces y va pegando con la botella de Ron con todo lo que encuentra en su camino. Despiértate viejo, ¡despiértate! Grita borracho de alegría.

Hugo aparece por el pasillo sin entender nada y pensando lo peor.

 ¿¡Que pasa!? ¡¿Qué pasó?! ¿Por qué esos gritos? estás borracho, ¿!¿Abel?!? Hugo no logra despertarse del todo y le pican los ojos.

 ¡Papa! ¡Me han ofrecido un ascenso en la empresa y me han nombrado jefe de equipo! Me mudo a Sao Paulo papa! ¡! Me voy a Brasil¡!

 Hugo no entiende nada y ve en el reloj del salón que son casi las 2 de la mañana.

Abel entra en la cocina y al cabo de unos segundos sale forcejeando con una botella. PUM! Retumba el descorche.

 Hugo se despierta violentamente, mira a su alrededor y se da cuenta de la realidad: no hay botellas descorchándose, ni mujeres comprando sardinas al amanecer, ni Ana esta junto a él; tan solo ve la luz de aceite resplandeciendo en el baño.

Que tonto he sido por Dios! Tengo que hablar con Ana y hacerla entrar en razón. Caralho! Se remacha Hugo ya parado afuera de la bañera.

 Regresa al cuarto para vestirse con ropa limpia. Toma la caja de zapatos con los medicamentos y la vuelve a acomodar en el estante superior del armario junto a otra caja repleta de papeles y documentos. No solo ha desparecido el dolor de espaldas sino que se siente empujado por una fuerza. Por la certeza de que traerá de regreso a Ana.

Antes de salir decide acomodar los troncos que estaban sobre la carretilla y llevarlos al cuarto del fondo. Siente el aire seco y frio de la noche darle de lleno en la cara pero sabe que mañana no tendrá tiempo con Ana en casa y los chicos que no le han dicho exactamente a qué hora llegarán. Mejor lo hago ahora que me llevará un instante.

Son casi las diez de la noche cuando por fin Hugo detiene el coche frente a la casa de Fátima, su cuñada. Siente el corazón en la boca por el pavor que le provoca presentarse a estas horas en esa casa y después de tantos meses. Pero sabe que es ahora o nunca que podrá decirle todo lo que siente a Ana.

Una luz se enciende detrás de la ventana que da a la calle. Antes que Hugo salga del coche, Ana abre la puerta de la casa y camina hasta la vereda. Le sonríe mientras se envuelve más fuerte el saco de lana verde que lleva puesto. Hugo se siente despierto y fuerte. Desde las piernas bajo el volante le suben unas cosquillas y unas ganas terribles de abrazarla y escuchar sus susurros al oído.

 Abre la puerta y sin quitarle la mirada, se acerca a ella.

Perdón, Ana. Vuelve a casa por favor amor. Le dice apisonando las lágrimas.

 Ana le apoya la mano sobre los labios.

Shhh, tonto. Pensé que no te atreverías a venir nunca. No te quería ver por aquí pero en realidad ya no soportaba un minuto más la espera. Le responde Ana con su voz de noche.

 
Abel y Ricardo llegaron juntos a la casa al día siguiente. Ambos volaron a Faro con diferencia de un par de horas y llegaron a Raposeiras en un coche alquilado cuando ya casi había oscurecido y el viento soplaba seco.

 Hacía casi dos años que no veían a su padre. La última vez había sido en el entierro de su madre y por cuestiones de trabajo y tiempo no habían podido regresar desde entonces. Ambos sentían algo de culpa por haber dejado pasar tanto tiempo. Pobre papa, todo este tiempo solo.

 Tras esperar un largo rato a que les abriera la puerta decidieron ir al cuarto del fondo para confirmar si estaba allí. No había nadie tampoco en el patio de atrás, tan sol vieron una carretilla vacía junto al cuarto de la leña. Abel decidió entrar por la ventana de su cuarto de infancia y entonces fue él el primero en encontrar a Hugo en la bañera.

 Lo supo desde que lo vio, pero sin embargo no pudo evitar sentir que tal vez su padre estaba durmiendo.


21.7.12

El verano intermitente




Dani, sal del agua! Te lo he pedido ya tres veces y no quiero volver a repetirlo- grita mama desde la orilla.

 

No le contesto. La veo parada justo ahí donde el lago apenas tiene fuerzas para llegar y sé que no se animará a entrar más allá de los tobillos. Entonces miro de reojo a través de mis antiparras, respiro hondo por la boca un instante antes de sumergirme como tragado por una bestia acuática, y nadando como una rana a centímetros del fondo me alejo aún más de ella. Ya bajo el agua, imagino que me persiguen y que debo huir midiendo mi respiración. Me alejo. Cuando ya por fin siento la necesidad de respirar, controlando mi ansiedad salgo lentamente de aquel mundo silencioso asomando primero la cabeza y luego los brazos. Me giro y la veo a mama por fin yéndose hacia donde están mis hermanas. Ja!

 

Todos estamos jugando. El sol rebota sobre mí y el resto de niños que llenamos de alboroto esta tarde de verano. Lo veo sostenerse sobre el agua con sus rayos y cubrirla de brillos metálicos. El calor agobia a los más grandes, que se esconden en sus sombrillas. Hace sudar a los heladeros y demás vendedores ambulantes, y yo sigo creyendo que me persiguen los soldados. Ay sí! Eso es el verano, las chispas sobre el lago y la ansiedad por todo.

 

Salgo del agua y me quedo un instante en la orilla viendo las piedras que se mojan con cada ola que llega. Ya el sol hace un rato que ha comenzado a esconderse y yo me abrazo el cuerpo temblando de frio. Comienzo a reírme exageradamente para dejar escapar la electricidad que me provoca el viento. Me gustaría llevarme una de estas piedras blancas para mi casa pero ya las he visto volverse opacas y tontas cuando luego las quito de mi mochila. Esta vez elijo una de color rojizo y rayas marrones. A ver si esta noche me seguirá gustando. Me la meto en el bolsillo del bañador y me voy corriendo hacia donde están los demás.

 

Mama me envuelve en una toalla que saca del bolso mientras me dice no sé que. No presto atención a sus palabras y espero a que me suelte para irme a sentar en el pasto.

 

Quédate aquí ya y sécate- me dice frotándome la espalda.

 

Me alejo unos metros de ella y me dejo caer de espaldas creyéndome una oruga que intenta sentarse. Ya incorporado, imagino el color morado de mis labios que vi en el espejito de mama hace unos días cuando salí del agua y me sorprendió la imagen. De algún modo, desde aquel momento, he comenzado a notar el color y la forma de los labios.

 

Y papa? – pregunto

 

No está, no ves? – me dice mi hermana desde atrás y su tono me deja claro que no me quiero girar a verla.

 

Se volvió antes a casa, tiene que hacer unas llamadas – dice mama.

 

Hundo la nariz en el pliegue de toalla que se forma entre mis rodillas y me invade la paradoja de querer y no querer que papa este allí, de sentirme enfadado y al mismo tiempo aliviado ante la noticia. Creo que no me molesta que se haya ido a la casa, sé que tampoco lo hubiera ido a molestar de haber estado aquí con nosotros -papa nunca me dice nada pero yo sé que a él no le gusta que lo moleste-. Hundo aún más la cara forzando a que se amplíe el pliegue de toalla y me enfado porque una vez más se fue y no se metió al agua a jugar, me enfado porque yo tampoco me animé a pedírselo, porque siempre que le pido algo, me hace sentir pequeño y tonto. Pero igual quiero verlo, igual quiero que este aquí y seguir esperando a que se levante y venga al agua conmigo.

 

Esta paradoja de sentir dos emociones tan opuestas y a la vez tan naturalmente unidas, la recuerdo haber reconocido por primera vez durante aquellos días. A los 11 años, claro, no se sabe exactamente qué es el tiempo, ni mucho menos el empeño con el que se reflejarán en nuestros ojos adultos aquellas primeras premoniciones. Tan solo podía intuir que existía algo que condicionaba mi vida y que olía a toalla limpia apretándose contra los ojos y a ganas de estar solo. Porque a pesar de que la vida hasta entonces no había sido más que un manojo de años, estos ya me habían enseñado que los veranos se acaban. Así, de repente. Y no porque yo lo quiera.

 

Eran los últimos días de Febrero y faltaba poco para mi cumpleaños. Pero si nadie me lo hubiera dicho y fuese un secreto, habría sido uno fácil de descubrir para mí. Lo podía intuir por la desolación inexplicable y repentina de los atardeceres en el lago. El sol comenzaba a bajar más pronto y el cielo se tornaba naranja antes de que mama terminara de levantar nuestro pequeño campamento diario. Me tenía que poner un suéter para regresar a casa, y muchos de los puestos de sándwich y helado ya estaban cerrados para cuando esperábamos el bus. Las familias en el lago cada día eran menos, y poco a poco, uno a uno, se iban regresando a la ciudad todos mis amigos. A la mayoría de ellos no los volvería a ver hasta el verano siguiente.

 

Papa tenía que regresar antes a Buenos Aires porque lo habían llamado para decirle que tendría que viajar por trabajo. Así que la última noche antes que se regresara, a modo de despedida, cocinó dos pollos en la parrilla que había en el jardín. Yo lo ayudé a preparar la cena sin que nadie me lo pida. Quería decirle algo pero no sabía exactamente qué, gritar y pegarle y al mismo tiempo hacerlo reír y sorprenderlo. Revoloteaba alrededor suyo asegurándome de que todo esté a su alcance. La sal gruesa, el papel de diario para limpiar los hierros de la parrilla, un palo para que reparta las brasas. Corría a la cocina en cuanto notaba la falta de algo y traía cuchillos y platos mientras mama me gritaba que no corra con cuchillos en la mano. Me paraba al lado suyo anticipándome a todo, buscando su mirada con una sonrisa estreñida y la duda de estar molestando. Con cada sorbo de vino que bebía, se secaba el sudor de la frente mientras yo coreaba qué calor, no? Y bebía de mi vaso coca cola con hielo. Me acuerdo que los dos estábamos sin camiseta. Me sentía ansioso, desunido.

 

Mama, mis hermanas y yo, regresamos cinco días después atravesando el país de este a oeste en un viaje de casi 8 horas y en un bus de dos pisos de la compañía Pulman. Le insistí a mama que me dejase ir en el de arriba, en parte por la excitación de la altura pero principalmente porque sabía que ellas se mareaban con el movimiento espeso del segundo piso. Necesitaba ver el paisaje yéndose por la ventana y quedando atrás. Me sentía rabioso por el final del verano, por el mutismo de papa, por mi cobardía. Y quería despedirme con la misma violencia pasiva que masticaba desde hacía días: viendo como el verano se enterraba rápidamente y sin piedad en el paisaje que dejaba atrás aquella ventana de la compañía Pulman.

 


 

Finalmente pegué un estirón y mi cuerpo se desvistió de aquel cuerpo de niño rana. Se me ensanchó la espalda y mis piernas se volvieron fuertes y aventureras; mi cabeza cambió y lo primero que hizo fue desprenderse del pasado, o así lo sentí. Me fui de casa para estudiar arquitectura en una ciudad con mar. Una vez más, lo que creía buscar era distancia y aventura. Mama me llamó cada día al principio para preguntarme cómo iban las cosas, bien le contestaba yo siempre; papa se despidió con un abrazo que supo a silencio de borracho. Sentí que me quería decir algo pero el óxido llega incluso hasta a las palabras. Ambos callamos y apretamos el abrazo cuando sentimos el musgo. Tal vez no sabíamos exactamente qué decir, o más bien cómo comenzar a decirlo.

 

Y entonces hubo una chica en otra ciudad a la que llegué un día. Y hubo versos y besos. Terminé los estudios y con Sofía nos fuimos a vivir juntos. Y hubo más versos y con ellos una vida que fue tomando forma sin casi percibirla. Fue natural de algún modo. Como ir viendo a un niño crecer sin percatarse del cambio diario.

 

Nunca me creí capaz de darle una forma definida a mi vida. Sin embargo llevó tiempo pero aprendí la receta; dejarme llevar, dejarme querer. Los días donde me sentí lejos de lo que me rodeaba se fueron achicharrando hasta convertirse en un sentimiento infantil, o así quiero creer.

 

Cuando cumplí 40, Sofía me propuso irnos de viaje con los niños a un sitio que me hiciera ilusión conocer. Le propuse entonces regresar a la ciudad con lago de aquel primer verano. No había vuelto desde entonces. Fue una decisión que incité inconscientemente, como si hubiera estado esperando aquel momento todos estos años.

 

Viajamos en bus. Sofía a mi lado y los niños en el piso de arriba. Sentí entonces el paisaje devolverme a través de la ventana todo aquello que se había guardado. Arrojándome a la cara algo más que un verano lejano. Intento nunca regresar a los sitios del pasado. De algún modo me incomoda ver en los ojos de lo que una vez conocí, el descarado paso del tiempo. Incluso esta vez siento que no fui yo el que decidió llegar hasta allí sino las fuerzas ocultas que parecieran ser las verdaderas dueñas de nuestras acciones.

 

Pasamos unos días felices. En total debían ser dos semanas. Por las mañanas me quedaba en el hotel, trabajando y leyendo. Ver desde la ventana del cuarto a Sofía yéndose con los niños hacia el lago me llenaba de error y acierto, de querer irme con ellos y al mismo tiempo de preparar una mochila e irme lejos para soltar estas ganas de aventura que tantas veces intenté matar pero resucitó.

 

El quinto día fuimos juntos a pasar el día al lago. Llegamos antes del mediodía y casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. Sentí una toalla en el rostro y el vértigo de la responsabilidad llenando de nudos mi libertad. Pero no podía decidirme a decírselo a Sofía. Me limité a sentarme bajo la sombrilla y ver a los chicos jugar en el agua. Me sentí feliz de verlos bajo el sol y volví a sentir mi amor intermitente hacía Sofía mientras dormía a mí lado.

 

Ese mismo día recibí una llamada de mi socio. Finalmente había conseguido una entrevista con la gente de Bogotá. Estarían llegando a Buenos Aires mañana mismo por otros asuntos pero había logrado comprometerlos para que almorcemos juntos el miércoles, lo cual sería estratégico para nuestra reunión del jueves. No podía, ni quería perder esta oportunidad.

 

Me regrese antes a casa a preparar la valija y salí de regreso al día siguiente. Sofía y los chicos decidieron quedarse y aprovechar los últimos días de Febrero bajo el sol.
 



 

12.7.12

La busqueda

Aquel martes 15 de Octubre, Claudia despidió a su amante casi media hora pasada de las cinco de la tarde. Jamás, pero jamás desde que había conocido a Matías hacía ya 7 meses, se hubiera permitido tal irresponsabilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que su marido, el arquitecto Roberto Lescari, siempre era tan puntual en su horario de salida (no soporto quedarme ni un minuto más de lo necesario en aquella jaula de envidiosos-, se lo escuchó decir más de una vez). Pero aquel día Matías estaba más perceptible y compasivo que nunca, por lo que Claudia no tuvo ganas, ni fuerzas para resistir aquella invitación a ser escuchada entre caricias. Entregada ya a ese espacio sin tiempo, sintió un profundo alivio en el abrazo de su amante mientras ella colmaba el silencio de Matías con sus palabras. 

Eran casi las once de la noche cuando Roberto abrió la puerta de su casa. Se veía exaltado y llevaba una felicidad excesiva dibujada en la cara. Para entonces, Claudia llevaba ya 3 horas preocupadísima por la ausencia inusual de su marido, y casi desde el mediodía con una terrible ansiedad porque no la había llamado en todo el día.

Claudia! Lo has visto? Es increíble! Increíble, Claudia!
Donde has estado Roberto? Desde las seis de la tarde que te estoy llamando y me sale el contestador automático! Llamé al estudio y tampoco me contestó nadie. Donde estuviste toda la tarde, Roberto?

Tranquila Claudia! Tranquila que son buenas noticias! Hasta hoy solo tú y unos pocos conocían al arquitecto Lescari, pero desde hoy, desde hoy Claudia, todo el país sabe que existo. Qué digo! Con esto de internet, todo el mundo ahora sabe de mí! Roberto movía los brazos sin soltar ni el maletín ni el abrigo.

Que estás diciendo Roberto? Claudia sintió el aliento a alcohol de su marido pero supo que no estaba borracho, de hecho, jamás lo había visto borracho. Supuso entonces que había salido a beber con amigos y celebrar alguna adjudicación para un proyecto nacional.

Ay Claudia! Todo el día pensando nada más que en ti misma y metida en tus cosas que ni lees el periódico! Toma, mira, lee, lee el titular en la tapa y luego ve a la cuarta página. Lleva ya un par de horas en la calle y ya he recibido como 5 llamadas! Por favor, lee en voz alta!!

Uno de sus hijos, el menor, se despertó con el alboroto y había llegado hasta la puerta de la cocina. Roberto lo alzó en sus brazos y le dio un beso en el cuello. El niño hizo un gesto de rechazo al sentir la barba y el olor de su padre pero igual lo abrazó y se quedó quieto reposando sobre su pecho. Claudia abrió el periódico, aclaró su garganta y con voz suave comenzó a leer, primero el titular: ¨Se incendia un almacén histórico en el barrio barcelonés del Borne¨. Descolocada miró a su marido buscando una explicación, pero él, en su lugar, ansioso le repetía: lee, lee la noticia Claudia! Entonces ella continuó: ¨Alrededor de las 12 y media del mediodía, en el histórico almacén de la calle Sant Pere, en el barrio barcelonés del Borne, se desató un incendio que acabó destrozando todo el interior del local. Los bomberos llegaron unos minutos antes de las 13h tras haber sido advertidos por el dueño del almacén, Joan Masso quien se percató del incendio al oler el humo que llegaba del sótano. Los detalles del incidente aún están por esclarecerse.

No entiendo Roberto, que quieres mostrarme? Por qué mejor no me explicas qué pasa.

Sigue, tú sigue por favor.

Se presume que el incendio fue ocasionado por un escape de gas. Fuentes indican que el Sr. Masso habría llamado el pasado Viernes a un técnico de la compañía ENDESA para verificar las instalaciones. No se registraron heridos ya que el almacén fue evacuado inmediatamente. No obstante, el siniestro acabó destruyendo el interior del almacén y parte de su histórica fachada. Las llamas, a pesar de haber sido controladas pasadas las 13.30hs, alcanzaron también parte de las instalaciones de la obra del al lado¨.

Claudia, lo ves, lo ves!? Se refiere al club deportivo de la calle Sant Pere que estamos terminando de construir. Sigue, sigue!

Claudia miró a su marido, confirmó que el niño seguía inmóvil entre los brazos de su padre y entonces remató desconcertada: ¨El estudio de arquitectos Borelli, responsable de la construcción también afectada por el incendio, ha declarado a través de su jefe de proyecto, el arquitecto Roberto Lescari, que iniciaran inmediatamente los trámites legales ante el juzgado de turno para determinar la responsabilidad del seguro¨

Has visto Claudia!? Ahora entiendes!? Me llamaron sobre las dos de la tarde para informarme del incendio Claudia, por eso no he estado en la oficina en todo el día. La noticia está viajando por todo el mundo ahora! Es más, voy colgarla en Facebook! Todo el país conoce ahora al arquitecto Lascari.

Roberto le pasó el niño a Claudia, tomó el periódico y se lo puso bajo el brazo.

Voy un instante a lo de David a mostrárselo rápidamente. Qué hora es? Igual Natalia y Ana están aún despiertas. Lo tienen que ver! Voy corriendo y vuelvo.

Claudia acostó al niño y se quedó un instante a su lado hasta que se durmió. Luego, de regreso ya en la cocina, encendió un cigarrillo y se quedó fumando sentada en la silla en la que Roberto había dejado colgado su saco.