6.1.13

Santos Inocentes (Parte II: La inocencia)


El recuerdo es interrumpido por un perro que se acerca hasta la gran maceta blanca. El aire fresco de la mañana y mi instinto, me afirman que estoy en la realidad. Pero la pausa a la que me induce enterarme donde me encuentro me incomoda hasta el punto de querer escabullirme de ella, y de la vergüenza que me provoca, a toda costa y de la manera que sea. Por ejemplo, abriendo la puerta y entrando al café que hay frente a mí. Camino hasta única mesa libre que encuentro, una junto a la puerta del baño y sobre la cual reposa, doblado, un periódico viejo.

En diagonal, junto a la ventana, una pareja desayuna impaciente. Ella, visiblemente segura, viste un gris que resalta el grito apagado que se asoma por su mirada ya madura. Sus constantes repasos al reloj de muñeca resaltan la concentración con la que el hombre frente a ella, prolijamente afeitado y peinado, pasa las hojas del periódico sin mover la vista. Los presumo pareja, y por la fría confianza con que se corresponden, que llevan varios años juntos. Y juzgo por la vestimenta sobria y el silencio inquieto, que llegan tarde a un casamiento o a una gala de fin de semana. Sin embargo el maletín de cuero entre las piernas del hombre me desconcierta.

A mi izquierda dos adolescentes se interrumpen constantemente. Sus libros abiertos me hacen suponer que es épocas de exámenes. Sobre la barra, un hombre uniformado con un grueso abrigo negro que no se quita, bebe café. Más reparo en los clientes y mayor es la curiosidad que me despierta sus vidas, claramente desentonadas con la pereza de un sábado por la mañana.

Viendo que no soy atendido, aprovecho para ir un instante al baño a lavarme las manos. Al regresar a mi mesa, jamás imaginé lo que me esperaba. Súbitamente ya no hay nadie en el café y todas las mesas están ahora completamente vacías y limpias. Pienso en la posibilidad de una broma desagradable, pero inmediatamente descarto mi ingenuidad y entiendo que esto es más serio de lo que parece, y que si no procedo con juicio, algo más que mi cordura está en peligro.

Acercándome a mi mesa mi confusión se transforma en un sudor al encontrar una taza con restos de café frio y un plato con sobras de pan tostado. Me siento y advierto nuevamente la opresión en las sienes, y con ella, el metal caliente que abrasa mis ojos. Soplo los granos de azúcar que hay sobre el periódico y espero en silencio intentando atar los cabos de este caos. La camarera, a quien ahora identifico por ser la única persona en la sala, me atropella con una mirada tan breve que no me permite descifrarla.

 La ventana de la pareja inquieta ahora me muestra un atardecer que realza mi confusión. Ya es insostenible la incomodidad que me despierta este laberinto. Necesito usar toda mi energía y concentración para salir cuanto antes de este sitio, a toda costa y de la manera que sea.

Alzo la mano y llamo la atención de la camarera, quien llega trayéndome una cuenta que incluye un café con leche y tostadas, una coca cola y tres cervezas. No me animo a decir nada, y al sacar un billete de veinte francos que dejo sobre la mesa, veo que mis manos tiemblan. Luego me paro y me dirijo a la salida mientras quito la bufanda de la manga interna de mi abrigo. La camarera se acerca para abrirme la puerta, ya cerrada a llave y por lo tanto dejando en evidencia que soy el último cliente del día.

5.1.13

Santos Inocentes (Parte I: La fiebre)

Entre mis ojos, detrás del rostro, un enredo. Es sábado por la mañana y paseo por mi ciudad, la inacabable. Sobre mí se posa una autoridad como un sombrero prensando imágenes de calles adoquinadas, puentes suspendidos y una barca flotando sobre lo que parece, sólo mar. El dolor aprieta en las sienes. ¿Jaqueca? Me pregunto con una esperanza que percibo prestada.

Camino un poco más y me detengo junto a la enorme maceta blanca donde hace tan solo un par de años jugaba a la pelota. Al levantar la mirada me percato de que el césped de aquel parque es ahora el asfalto de una calle peatonal con fachadas victorianas y balcones donde el invierno se hilvana en forma de ramas secas. Desde uno de ellos, una mujer sin maquillaje silba.

Alzo la vista y su mirada de gata madre fumando me recuerda a una adolescencia en Génova, patrullando el casco  antiguo en moto y sospechando que todo tesoro se esconde bajo llave.  –No es verdad eso que piensas, niño- me había dicho desde el balcón la misma mujer una mañana de verano entre semana. Detuve mi moto y alcé la vista al balcón. -Sube- me susurró nítidamente entre humo de cigarrillo y una sonrisa lasciva.

Yo, obedeciendo sus órdenes con un coraje que me abandonaba en cada paso, comencé a trepar las escaleras de aquel edificio frente al mar. No alcancé la segunda planta cuando una fiebre ocre me envolvió en llamas. Derrotado en el suelo y sintiendo que el fuego alcanzaba mi vista, noté como el calor extirpaba algo de mí hasta separarlo totalmente y dotarle de una autoridad que inmediatamente percibí severa, aunque compasiva con la parte que abandonaba en las escaleras.

De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.

–Me estás matando y no lo puedes evitar- me decía sintiendo mis manos en su cuello mientras yo hacía el amor por primera vez.

–No temas, sólo basta que me despierte para devolverte a tu balcón.

17.12.12

Morning glory

-You should be in the movies- she whispered from the bed while watching him dress after the morning shower.

-And you should be a song- he replied heading towards her while they both still ignored each other´s last names after all this time.

10.12.12

Cite Soleil

Te llevaré pero deberás confiar en mí y cubrirte los ojos.
- No recuerdo pedirte que me lleves a ningún lado.
- Ja!- contestó atándome el lazo.
Viajé en coche, luego voces incomprensibles por megáfonos, nuevamente el coche, acelerando valientemente, sirenas, inmediatamente aire desde el techo. Me alcé y el viento voló mi venda para ver un avión por encima y una mano desde las ruedas del gigante; sin dudar la tomé. El avión ascendió levantándome.
Al cerrarse quedó una abertura por donde distinguí el mar.
Pronto estaremos volando sobre Haití, me informó.
Mi sonrisa era mayor que la sorpresa.

7.12.12

El Caribe


En pocos segundos el cielo se oscureció y el viento se avivó con tal furia que los granos de arena revoloteando pinchaban como agujas.

¡Sal del agua ahora mismo! grité a mi hija mientras el huracán apareció envolviéndola en su hélice. Sentí la premonición del final y corrí hacia su ojo. A él ataqué con el sólo objetivo de encontrarla entre su maraña. De a ratos creía verla mientras volaba entre latas, tanzas y maderas. Finalmente caí y el cielo se despejó. Caminando entre escombros escuché su voz.

- Yudelka, ¿eres tú? ¿Sal de ahí!

- Estoy desnuda, me da vergüenza-, respondió.

 

5.12.12

Todo a cien

Resaca y luz

Por la ventana, recostado desde el sofá, techos mojados y un cielo de escamas grises. Es mediodía pero bien podría ser madrugada. La resaca me tiene desolado; y encima ni rastros de ella. Sobre la mesa ratona, un libro, un lápiz, agua y una taza de té. Ninguno me motiva a darle acción. El televisor, mudo, muestra un político hablando. Inesperadamente, avanza un rayo de sol y soy testigo de como todos los objetos lentamente generan sombra. Una luz naranja se instala en mi salón. La noto en el rostro. Giro y reparo en los ojos de la periodista. Almendra.

La alegría del día
La conferencia sobre crisis alimentarias terminó y los participantes apagan computadoras, intercambian tarjetas y recogen abrigos. En pocos minutos la sala se vacía. Cuando entro para recoger basura y aspirar la alfombra advierto un participante en el fondo. Me acerco y corroboro lo que supuse, está profundamente dormido y  ahogándose en ronquidos. Su cinturón se oculta bajo una barriga perfectamente redonda sobre la cual se apoyan sus brazos cruzados. En el cuaderno frente a él,  círculos y garabatos. Espero quince minutos en silencio y me retiro apagando la luz. Yendo a casa en bus, sonrío imaginando su cara al despertar.

Borrachera cara
Regresaba borracho como nunca antes. El motivo exigía, terminaba el colegio a los 32 años. Cerca del parque tropecé y caí sobre la nieve. Sin fuerzas para levantarme, preferí dormir mientras la nevada me iba cubriendo. Supongo que mi corazón latió al mínimo vital y el alcohol se encargó de conservarme. Dormí 4 meses bajo nieve y en Abril desperté con hambre. Lo primero que hice fue preguntar por mi diploma. Confundidos de verme regresar, dijeron que mi certificado de defunción lo había anulado y debía rendir un examen final, el cual hoy, con 45 años, todavía no logré aprobar.

20.11.12

Deshilando una pasión


No sabrías con precisión si estás realmente entrando o más bien saliendo de esta pasión, saliendo o por fin entrando a tu vida, tan sólo es claro que te vas asomando a esta mañana de jueves todavía molido por una dulce confusión mientras todo sucede sin tu consentimiento, incluso la emergencia por ser feliz es sorda a tu indecisión, y el cielo te corteja lúcido en esta mañana a pesar del gris de las últimas semanas, o meses, o años, quién sabe, a quién realmente le importa el transcurso del tiempo si al final llegó una pasión, y te atrapó, de prepa tal vez, pero te apresó y ahí te lleva en su soplo, vistiendo la ropa de ayer, cargando el mismo bolso cargada de papeles, llaves y billetera, apenas cubriéndote con una bufanda que huele tan nueva como esta comodidad que te propone detenerte en el puente, reparar en el fondo del río y tropezar con su agua, que nunca es la misma aunque así lo parezca, que risa, que chiste, y encuentras en el bostezo de la mañana un ánimo extraviado que te compra un café y te pasea por la ciudad entre sorbo y sorbo, lapidando al juez que busca redactar una sentencia, no hoy, no esta mañana, no jamás –ojala- y los pasos son largos por más que te estén llevando a esa oficina donde te dejas vencer cada día por las horas que impertinentes se burlan de tu alma de poeta y te sacan la lengua para que tu machete, nunca lo suficientemente valiente como para cortar de raíz la apatía que crece y crece, sea un trasto inútil que sólo se erecta cuando los horarios fijos del día te rescatan de esa oficina, ya un poquito extinto, no obstante la señorita que ahora te sirve el café, emporter, s'il vous plaît, nada sospecha que su cliente enfundado en ropa de ayer pero con estampa nueva -la de la pasión que te estaciona en tiempo y espacio- lleva años fugándose de una ciudad que fácilmente se vuelve hostil con quienes viven de manera distinta a lo que de ellos se espera, pero te aclaras que no resides donde vives, sino que estas simplemente de paso, en una de las primeras estaciones de un viaje sin supuesto retorno, tal vez una larga fuga que pretende evadirte de todo, incluso de ti mismo ¡al carajo con los viajes literarios! te dice la mañana de jueves presentándote una ciudad desde la cual poco a poco vas cayendo en la cuenta de que en realidad ya te has fugado desde que te asomaste a ella hace instantes, consciente ya que las horas son finitas y que serás un expatriado en su mundo, con sus lunes que vendrán y su jueves que es y ciertamente sus domingos de piedras mojadas en los bolsillos, porque cuando ellas se acumulan, pesan, hunden, pero ahora que has rozado el resabio de una pasión con los labios, ágilmente las arrojas al fondo del lago para crear sin esfuerzos un escenario adecuado donde tus desordenadas pasiones desconocen la posibilidad de controlar los sentimientos que te aguijonean a ti, a tu hambre, sed, memoria, deseos y apuros sexuales, en fin ya sabes de lo que hablo, de tus conmociones afectivas, esas que cuando se desbocan también despojan cuanta piedra mojada de domingo encuentran y de las cuales no hay ni indicios en esta mañana de jueves de cielo marino y otoño fresco que acaricia porque tu bufanda te resguarda de algo más que de la briza, te disfruta taconeando la ciudad envuelto en una amnesia y a la vez una certeza de que sucedió, de que anoche existió e incluso la noche anterior porque en realidad han sido dos los días que ahora entiendes como de repente, dos noches más bien ya que nada de lo acontecido entre medio cuenta, ¿y las noches? pues las noches no las recuerdas pero sabes que existieron porque aquí vas caminando, sintiendo las riendas en la mano, sin poder impedir esa sonrisa sin memoria que la justifique pero que tan afirmada va bajo tu nariz que todo lo huele en esta mañana, incluso el rastro de jabón que perfuma tu muñeca izquierda y que no terminas nunca de oler cuando ya es jueves mediodía y tres de la tarde y seis y por más que el tiempo se esmera en quitártelo, tu olfato se afila con el correr de las horas y todavía lo puede rastrear y encontrar aunque ya no sabes si realmente aún persiste su olor en tu piel o si es el registro que guardas en algún rincón de tu memoria, al cual hoy no puedes alcanzar pero ya sabes al dedillo cómo funcionan los aromas en ti y bien sabes que un día habrás olvidado lo sucedido y probablemente estarás yendo a algún lugar, abrazando otra ciudad, y al ducharte en algún baño espontáneamente te sacudirá el olor de tu cuerpo enjabonado y llegará una pasión que habías olvidado, que habías creído olvidar más bien te corregirás, porque desafortunadamente para tus miedos y afán de mediocridad, los años nunca logran ser lo bastante eficientes como para borrar aquellas pasiones que te elevaron por encima de la inevitable vulgaridad que es vivir y nada más vivir, y entonces será miércoles o sábado o quién sabe cuál día pero para ti será aquel jueves de otoño en que te asomaste a la ciudad desde aquel cuarto y con esos ojos celestes mirándote para que de repente ya nada sea igual, y seguramente saldrás corriendo a vaciar las palabras que te ayuden a tocar su cuerpo con tu mente y encontrar en ese acto tan solitario el silencio que te servirá de techo al cual subir y seguir andando de esa manera tan inevitablemente distinta a lo que se espera de ti mientras quién sabe dónde estarán aquellos ojos celestes que te miraban somnolientos -y tuyos- al despedirse por la mañana, o vivaces y astutos bajo la luz sutil de un restaurante la noche anterior y que te obligaban a elegir un vino con el que tú, aceptando la provocación porque ni esfuerzo para contradecirla, recordaste tus años de camarero sugiriendo vinos que jamás habías probado pero que escuchabas eran ligeros, intensos, buenos para tal o cual comida, o tantos otros detalles que no podías evitar oír, porque todo lo oías y nada decías, todo lo observabas y acumulabas sin saber que hoy te serían útiles bajo la luz de cera que alumbra intermitentemente su pómulo debajo de esos ojos celestes, y te dan ganas de apoyar tus labios sobre esa piel pero no, no ahora, ahora eliges el vino y la escuchas porque además te gusta oírla hablar, no sólo su acento, su forma de articular la o cuando dice no, sino también aquello que dice, porque lo único que parece contener tus ganas de llevar los labios a esa mejilla iluminada por la temblorosa luz de una vela son las cosas que te cuenta, la forma en que va expandiendo su intelecto, su soltura y su repentina contención, su forma de ver el mundo y los hechos que en él suceden, los cuales son interesantes pero a ti no te importan, los ves tan lejanos en esta noche de miércoles mientras el vino llega, y con cierta intranquilidad espero no haberla defraudado, pero no, tranquilo, le agradaste sorpresivamente, tantas cosas se estrenaban que te parecía inapropiado ser predecible, brindaron, tomaron y la escuchabas hablar mientras sentías que te estaba robando tus palabras y maneras y no podías más que sentir la servilleta sobre tu falda y sonreír mirando un plato vacío, sin saber qué decir, prefiriendo permanecer silenciosamente vacío y aspirar a que ojalá, ojalá entienda por tu ausencia de palabras que también a ti te habla lo absurdo, también tú te tornas vulnerable ante alguien que se ríe de sí mismo, ante el humor que provoca la propia ridiculez, que tampoco tú puedes evitar reírte de ti mismo para sobrevivir a pesar de que este mundo se esmera por obligarnos a tomarnos en serio, y en el silencio te dices mientras no le quitas los ojos de las mejillas y de esa mirada celeste que te llega desde abajo y por encima de sus breves cejas, que tal vez después le contarás el camino que recorriste para llegar a ese mismo sitio que ella te describe, pero después no llega -y mejor así-, por ti que no llegue nunca porque de su mano vas logrando otros después, te gusta tanto que te lleven de la mano, hipnotizado, seducido, domado, porque sólo tú sabes lo difícil que es domarte, hipnotizarte, seducirte, y por eso es que esta noche estás fuera del mundo, blando y dócil como un molde esperando a ser inundado, y cómo no, afuera llueve, las luces de los faroles iluminan columnas de agua y luz que caen desde ese cielo encapotado, en la esquina unas siluetas oscuras venden droga, los coches esperan en el semáforo, llueve y todo es increíblemente agraciado porque la lluvia y el vino te empujan a abrazarla bajo su paraguas y a encontrar gracia en todo, y sus mejillas siguen igual de suaves bajo la húmeda luz de la madrugada como cuando las veías hace instantes en la débil luz de un salón semivacío, y es lógico correr si piensas que esto no puede estar sucediendo y la noche es de Octubre y las luces de los coches desfilan de un lado a otro mientras ustedes corren al después, con todo tu silencio y todas sus palabras todavía adentro tuyo, escondidas, olvidadas y diluidas con la lluvia porque no las necesitas ahora, las guardaste adentro de un cajón, apretándolas para que quepan todas mientras tomabas el último trago de vino y ella un café ya sin hablar, o al menos no con palabras, quedando al descubierto que en esa mesa había una mitad abandonada y la otra abandonando, y fue la lluvia la que interrumpió ese silencio en el que seguro se podrían haber quedado horas y horas, porque así de exagerada es la pasión entre ustedes te dices, pero el paraguas y los coches los escoltaron hacia un después al cual te dejaste llevar como un ciego sosteniendo un hombro, su hombro, despacio mientras la ciudad ya comenzaba a ser otra, más bien la ciudad de la que finalmente lograbas fugarte, y no desde un tren sino desde sus mismas entrañas después arrodillarte y quedar de brazos muertos rozando sus pies, derrumbado y besando el polvo, cerrando los ojos, escuchándolo todo, imaginando sus ojos celestes en la oscuridad y los cuales ahora, si bien sabes que existieron no logras saber con precisión qué fue lo que realmente sucedió anoche, emporter, s'il vous plaît, y sorbo a sorbo intentas buscar la memoria detrás de esta sonrisa que paseas por la ciudad en este jueves por la mañana, pero es en vano, la amnesia es tan dulce y poderosa como lo es el filo de la hoja que arranca de raíz cualquier esfuerzo por borrarla a ella o a esta pasión.