31.7.16

01: Movimiento


01: No sé, siento como si este cuaderno digital aún no hubiera ni empezado a rodar. ¿Crees que cuando llegue a un cierto número de entradas -112 por ejemplo-, o a una fecha en particular -el 27 de algún mes se me ocurre-, habrá ya nacido? Últimamente todo es una extraña asociación entre números y un lugar al que llegar; digo extraña porque me entretiene.
Esta mañana salí de casa con la valija bajo el brazo y la certeza de que llegaría a Panamá al final del día, mi primer destino en este viaje que comenzó desde Barcelona. Pero un retraso en la conexión y una serie de algoritmos que usan las compañías para calcular cuántos asientos vender de más en un vuelo, me dejaron en Amsterdam hasta mañana.
(Escribo desde un tren casi vacío, sentado en un asiento de gamuza naranja, avanzando hacia la estación central).
Aprovechemos y hagamos algo, ¿no crees? Mejor empecemos mañana que es 1ero de mes. Y ya que estamos sigamos hasta el 15, que lo divide por la mitad.
En estos asuntos del movimiento yo confirmo una y otra vez eso de que caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos.







15.7.16

Sus ojos apagados

De sus ojos apagados brotaba un chorro caliente cuando los abrió, aún aturdido por el sueño. Afuera era noche y en las pupilas de los gatos aún estaba la luz opaca de las farolas. Pero a él, el privilegio de captar los acentos del tiempo a través de los cambios de luz y el deterioro de las cosas, le había sido negado desde siempre. Conocía la oscuridad desde antes de nacer, por lo que no sabía lo que era realmente la oscuridad.

Sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia, pero no pudo sentir auténtica melancolía -cuyo sabor es tranquilo-, el sudor y el vaho trémulo que salía de su boca negaban cualquier rastro de serenidad. Permaneció inmóvil un instante, apenas un tramo de instante, queriendo entender su ubicación a través del recuerdo y la intuición, que al final son las únicas herramientas con las que cuenta desde siempre para atrapar la realidad. Su vientre adolescente, blancuzco y terso, se contraía y se ablandaba. Más abajo, esparcida por la tela del calzoncillo, yacía aún tibia la evidencia de que ese pánico había sido -no hacía mucho- un terrible placer.

Se alzó ayudándose de ambos brazos y una vez firme, giró el cuerpo hasta dejar ambas piernas colgando por el lateral izquierdo de la cama. Luego, lentamente, consciente de que allí se escondía una premonición, fue trayendo ambas manos hasta apoyarlas sobre el sexo, aún tieso. Al sentir la tela húmeda y el calor de sus manos entrando en su cuerpo, por detrás de sus ojos apagados apareció el ruido seco de las bolas de billar, la figura negra y esbelta, la luz revelando la piel, los ojos encendidos de Delfina helándose. Apartó de inmediato las manos, asustado, como si esa parte de su cuerpo guardara conexión con la porción más terrible del sueño. Afuera, en la calle, los gatos se lamian el pelaje unos a otros.

Estiró el brazo derecho y comenzó a tantear la mesa que había junto a la cama, siguiendo el mismo movimiento inquieto con el que examina las aceras de la ciudad con su bastón. Pasaron por la yema de sus dedos un billete de metro y un manojo de monedas desparramadas. Finalmente encontró el móvil. Entendió entonces que eran las tres de la mañana, que todo había sido un sueño, y que su vida, por suerte, continuaba siendo una sombra conocida.

Se dejó caer hacia atrás y permaneció así un par de segundos. Luego alzó las piernas hasta quedar en cuclillas y de un solo movimiento, se quitó el calzoncillo con ambas manos. Cuidadosamente lo dejó caer en el pequeño espacio que  había entre la cama y la mesa (más tarde lo recogería de aquel recoveco) y volvió a abrigarse bajo las sábanas, cubriéndose todo el cuerpo y quedando en una posición con las rodillas tocando sus codos. En el medio de ese nudo de piernas y brazos lampiños, se asomaba el móvil sostenido por ambas manos. Rec/Play.

I

Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar llanamente. Cosas materiales y espirituales: la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad. Pero sobre todo ese particular estado de existencia que alcanzamos los seres minusválidos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades reposan apagadas. Stop.

II

Apareció muda como el viento. Lo supimos porque las velas que nos rodeaban de repente alzaron esa atmosfera pesada, húmeda, trayendo un respiro al sofoco que se vivía en la orgia. Supe inmediatamente que había llegado por mí. Tal vez fui yo quien la invitó. Me llamó por mi nombre que no era el mío verdadero, pero así me llamaba yo en realidad. Me has conocido en un momento extraño de mi vida, le dije. Luego todo a nuestro alrededor continuó sucediendo mientras ella apoyó sus labios en mi oreja, y tomándome el rostro con todos sus largos dedos, me suplicó que registre la luz con mi boca. Con precisión, agregó. Asentí sin entender, más persuadido por la dulzura de sus dedos que por sus palabras. Luego sus manos comenzaron a bajar y su lengua entró en mi oído. Stop.

III

Creo que estaba enamorado de Delfina. Stop.

IV

No puedo explicar nada sin antes decir cómo es ella. Y no quiero hacerlo.  Nadie lo entendería. Me ha pedido lo imposible. Si digo que su cabello era rojo, ¿cómo me creerán? , ¿Cómo podrán saber cómo es el rojo?,  si no han visto como he visto yo. No, no sería la mujer de cabello rojo que se imaginan. Lo mismo con su nombre, si les digo que era Delfina, imaginarán cómo es el nombre Delfina y sin embargo no será ella. Stop.

V

Mi padre dijo no hace mucho que la mejor historia del mundo es la más fácil de contar. Conoce varias. Si es que mi padre tiene razón, mi historia es…pues…. Stop.

VI

Me llevó al Ambos Mundos, un bodegón donde sirven guisos después de medianoche y que olía a pescado crudo. A escamas pegadas en la ropa. Supongo que un puerto no se hallaría lejos. Me senté en un taburete junto a la barra. Podía escuchar a mi derecha, no muy lejos, los tacos golpeando las bolas de billar. Delfina volvió a poner sus labios en mi oreja y me contó que había una mujer alta, negra y esbelta, que se levantaba cada tanto y ponía monedas en la victrola sin mirar las teclas, las presionaba de memoria. En sus ojos se reflejaban las luces de neón amarilla. ¿Sabes cómo es una luz de neón amarilla reflejándose en las pupilas de una mujer que quiere bailar? Me preguntó. No, no sé. Y entonces sus labios por fin llegaron hasta los míos y su lengua era tibia, y su sabor era una ansiedad dulce. Stop

VII

….Stop.

VIII

Me besó mientras los tacos golpeaban las bolas. Continuó besándome hasta que dejé de oír la canción que ponía una y otra vez la mujer de los ojos de neón. De repente estábamos desnudos. Aunque yo sentía que sus ojos estaban fijos en los míos, me obligaba a no percibir su  expresión. Y mientras ella contemplaba fijamente las profundidades de mis ojos apagados, su lengua adentro mío cantaba las canciones de la creación. Mi cuerpo comenzó a quemarse por dentro. Cuando ya no pude más, cuando por fin solté la vida, la vi claramente a Delfina absorbiendo mi sombra. Y de mis ojos comenzó a brotar un chorro caliente. Stop.


                                                                              Dibujo: Aitor Garbizu


Cuento publicado en esQuisses: http://www.esquisses.net/2016/07/sus-ojos-apagados/

1.7.16

El viajero inmóvil

Voy en un viejo globo, llegando a Lima. Voy de pie, algo hechizado, con ambas manos apoyadas sobre el borde y la cabeza asomada apenas por fuera del canasto. Abajo es 1959 y alrededor el cielo es tan gris como dicen. Silencio absoluto, calma completa de la atmósfera, sólo perturbada por los crujidos del mimbre que me lleva. En la engañosa quietud evoco a mi anfitrión limeño, Alfredo Bryce Echenique, que ya me está esperando allí abajo en una fiesta de verano, un baile de sedas y organdíes, de tules, de pegajosos calores limeños, de humedades, de jardines sumamente verdes, floridos e iluminados lindos, y con la orquesta del Almirante Jonas, allá, a un lado. Y ahí, en medio de todo aquello ya estoy yo sentado junto a mi amigo Alfredito, un adolescente al que ha abandonado su gran amor y se está pasando de vueltas con el whisky mientras Carla Parodi, la enamorada de su compadre el Peruvian Apollo, lo consuela y le dice que ya está bien de trago Alfredito, no seas tonto. Y así, con su vocecita suave y su sutil inteligencia, Carla se lo va metiendo poco a poco en el bolsillo, como lo ha hecho con todos los amigos de su enamorado. Incluso yo he saltado de cabeza a su bolsillo y desde allí adentro, recostado sobre la perfumada tela de Carla Parodi, observo Lima en 1959.
A veces pienso que gran parte de nuestra vida ocurre adentro de la mente, en recuerdos, imaginación, interpretación o especulación. Tal vez por eso simpatizo con los que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego descubro que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque corroboro a través de estos viajeros inmóviles que solo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. De hecho, nada me provoca tanta curiosidad y admiración como aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el encierro sople con mayor libertad su vuelo mental.
Hace quince años emprendí un increíble viaje por la Patagonia argentina; el primero que hice en solitario. El viaje duró un mes. Pero sentado en silencio he regresado mentalmente infinidad de veces, he tratado de entenderlo, de encontrarle un sitio en mis pensamientos. Ese viaje inmóvil ha durado quince años, y probablemente dure para siempre. El viaje, en otras palabras, me dio vivencias, pero sólo al sentarme en silencio es que he podido transformarlo en un libro de mi autoría que puedo leer cada vez que –inmóvil- lo desee.
Una de las primeras cosas que se aprende al viajar es que ningún lugar es mágico a menos que se lo vea con la mirada apropiada. Uno lleva a un hombre irascible al Pico de Adán en Sri Lanka, y se quejará de que las lentejas están picantes. Por eso creo que la mejor manera de cultivar una mirada más atenta y apreciativa es, curiosamente, sentándome en silencio y viajando inmóvil a través de la lectura.
Los libros —aquellos objetos que como decía el querible Oliverio Girondo deben construirse como un reloj y venderse como un salchichón— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más. Son, sin exageración, un viático esencial para hacer más humano este viaje.
Leer no necesariamente nos haga más inteligentes o más prósperos, pero he confirmado que sí nos vuelve más nosotros mismos; leer, sobretodo, nos hace más humanos. El viajero inmóvil –aquel capaz de quedarse conmovido por el final de una novela, de empatizar con el silencio de un personaje que padece fiebre de amor, de desentrañar adentro suyo las cuestiones que el autor plantea para sus personajes- se vuelve con cada uno de estos viajes estáticos, más consciente de lo que ocurre a su alrededor, y por lo tanto más capaz de actuar en consecuencia.
Sigo de pie en mi globo, ahora deslizándome sigilosamente hacia París. Puedo advertir en el filo del horizonte, en brumas, el confuso sabor de 1968. Allí me espera Martin Romaña, un estudiante de filología francesa, aprensivo, limeño, y futuro amigo de Alfredito. Martín está durmiendo en la hondonada mientras yo sobrevuelo techos manchados por excrementos de palomas y humedad de lluvia. Martin duerme sin saber que más tarde, mientras él y yo andemos exagerando la noche por la Rue Mouffetard, Inés ya habrá tomado la decisión de abandonarlo por su inseguridad, timidez e indecisión.
Mañana la resaca será terrible, lo sé, y mi amigo Martin estará insoportable y nuevamente atrapado por una crisis “positiva” de melancolía – y unas hemorroides que aún no sabe pero que lo llevarán hasta Barcelona. Martin pasará la tarde sentado en su sillón Voltaire, anotando en su cuaderno azul las peripecias de un latinoamericano en la ciudad de la luz. Mientras tanto yo, sentado a 48 años de distancia, estaré observándolo inmóvil; puliendo el kafkiano arte de irme muy lejos para quedarme aquí.

22.6.16

La decisión de Paty - en 100 palabras

Realmente la había cagado, a veces no puedo evitar decir lo que pienso. Luego duermo y al despertar me siento un estúpido irremediable. El caso es que desperté y salí corriendo hacia su casa. Encontré la puerta sin llave y al entrar escuché mi nombre. Decía algo como así es Santiago Salgado, un pavorreal presumido y tonto, y sus poemas, su agotadora danza de amor hacia mí. Pero ya no lo amo, anoche murió para mí (así lo dijo). Se puede conquistar una muchacha con un poema, pero no retenerla con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético.

20.6.16

Muertes ejemplares -- tres historias de cien palabras

Parte I – El antihéroe

El patrullero que lo llevaba al juzgado olía a sudor y tierra. Los amigos quedaban en el campamento, desconcertados, arrancados del whisky con soda y el repetido “último cigarrillo”.
La sentencia fue urgente y al alba, en medio del dolor físico, todo perdió sentido. ¿Por qué había decidido vivir sin recurrir a sus poderes sobrenaturales? Desde siempre el mundo había perdido la poesía, se consoló. (No pudo convencerse de que alguien siguiera invisible junto a él). Más tarde uno de los bandidos le recriminó «Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te salvas y nos salvas a nosotros?»
 
Parte II – La conciencia universal

Aturdido por el tráfico, cegado por el sol, avanzaba por la avenida. Cuando finalmente entró al edificio, le temblaban las piernas y sintió frio. El policía que estaba sentado en una sala que olía a tinta lo miró con ojos tan oscuros como piadosos. Luego, mientras estudiaba las manos y la boca del visitante, le escuchó.
-Me llamo Dios –dijo el hombre-. Vivo en la Zona 5. He vivido allí toda mi vida.
Luego se humedeció los labios con la lengua y la mesa tembló un instante.
-He venido a entregarme –murmuró con voz ronca-. He asesinado a mi hijo.
 
Parte III – El comienzo

Todo cuanto sucede – hablaba solo en el calabozo -, sea un paso o un pensamiento, afecta el mundo material que nos rodea.
(Convendremos que la emoción más intensa y violenta es la que empuja a dar ese paso tan extremo que es matarse o matar.)
La sangre se paga con sangre: la orden de ejecución, gruesas gotas de sudor perlando la frente, los rezos insensatos, incoherentes, las palabras tropezándose, el largo pasillo, el respaldo helado, el ruido de la vida desvaneciéndose, el relámpago.
Un oficial con espeso bigote amarillento de nicotina, tocó el cuerpo y homologó: Dios ha muerto.

 

15.6.16

Plantilla para historia de 100 palabras.



Uno  dos tres cuatro. Cinco seis siete ocho nueve diez once, doce trece catorce, quince dieciséis  diecisiete dieciocho diecinueve veinte veintiuno veintidós veintitrés veinticuatro veinticinco.
¡Veintiséis veintisiete veintiocho veintinueve treinta treintaiuno treinta y dos! -  Treinta y tres treinta y cuatro treinta y cinco treinta y seis treinta y siete; treinta y ocho treinta y nueve cuarenta cuarenta y uno cuarenta y dos cuarenta y tres cuarenta y cuatro.
Cuarenta y cinco cuarenta y seis cuarenta y siete cuarenta y ocho cuarenta y nueve cincuenta cincuenta y uno cincuenta y dos cincuenta y tres (cincuenta y cuatro cincuenta y cinco cincuenta y seis cincuenta y siete). Cincuenta y ocho cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos sesenta y tres. Sesenta y cuatro sesenta y cinco sesenta y seis.
Sesenta y siete, ¿Sesenta y ocho sesenta y nueve setenta? ¿Setenta y uno  setenta y dos setenta y tres setenta y cuatro? - Setenta y cinco setenta y seis setenta y siete setenta y ocho setenta y nueve.
- ¡Ochenta ochenta y uno ochenta y dos ochenta y tres!  Ochenta y cuatro ochenta y cinco ochenta y seis ochenta y siete ochenta y ocho ochenta y nueve noventa noventa y uno noventa y dos noventa y tres noventa y cuatro noventa y cinco noventa y seis. Noventa y siete noventa y ocho. Noventa y nueve…Cien.


 
 
 
 

 


6.6.16

Pongamos que hablo de Buenos Aires


Esta ciudad mata. Pero eso no es noticia, lo sabe todo aquel que haya vivido aquí en los últimos setenta años. Quien avisa no traiciona. Esta ciudad mata en pequeñas dosis, a través de sus precios cada día más lejanos; de sus habladurías políticas y sus monumentos pintados con aerosol, sus calles contaminadas de ofertas comerciales; mata con sus relatos paralelos, siempre en favor de un oportunista que narra; mata con la rabia de sus conductores y el ruido blanco de sus todólogos; no, sobre todo mata con su neurótico hoy ya no aplica la lógica de ayer. Esta ciudad parece que por fin va a  estallar esta noche y no obstante siempre acaba en una destartalada resurrección. Esta ciudad es una fatalidad que me enardece a menudo, me indigna, me escandaliza, pero muy de vez en cuando también me produce un entusiasmo nocivo.
(Y sin embargo quien escribe no es de aquí). Llegué hace casi veinte años, con dieciséis primaveras recién cumplidas y el acento de uno que desafinaba con el canto inconfundible de los capitalinos. Desembarqué lleno de furia contra el silencio y el tedio de las ciudades del interior del país. Llegaba de un lugar gris, también con puerto, pero una ciudad donde nunca pasaba nada y desde la cual sospechaba que no había mayor peligroso para mí desconcierto que quedarme allí. Además todo parecía estar sucediendo aquí. Y yo, aunque no entendiera nada, quería verlo todo.
Anotaciones personales
Martes 7 de mayo de 1996. Estoy confundido. No sé si detesto esta ciudad o si estoy fascinado. Hoy me escapé de nuevo del colegio. Di el presente y durante el primer recreo me escapé por la puerta de atrás; nadie nunca se da cuenta, los beneficios de ser nuevo e  ignorado. Me vine a pasear al centro, la parte de la ciudad que más me atrapa, o al menos la que más me intriga. Siento que estas calles tienen atmosfera de lugar prohibido para gente de mi edad (o tal vez es que cada vez que vengo no debería estar acá). Cuanto más camino menos abarco, y esto no es una contradicción poética. Me veo como un detective estimulado por la adrenalina del misterio. Alguien que entiende que la trama de su caso se resuelve con más maña que fuerza. Hay en el centro un mecanismo oculto moviendo los engranajes de una intriga que se burla de mí.
Viernes 20 de septiembre de 1996. No sé qué me gusta más, si viajar en subte o sentarme en algún café. En todo caso no hay dudas que la ciudad es algo que veo sin participar, todavía no entiendo nada. Lo mejor que me ofrece es observar su movimiento desde la quietud. Tal vez acabe convirtiéndome en uno de los bancos de madera verde que hay en las plazas.
Lunes 7 de marzo de 2005. Sólo basta alejarse de una ciudad para comprender lo que ella significa. Una vez más tengo que escaparme y reconstruirlo todo desde lejos y a mi modo. Cuando estoy acá, esta ciudad ya no es lo que yo pensaba. Por cierto, la hora más distintiva es alrededor de las ocho y media de la noche, sobre alguna avenida que desemboque en el centro, a contracorriente de la muchedumbre.


Luego, cuando cumplí los dieciocho años y terminé el colegio, también abandoné el proyecto de resolver el misterio. Empecé a vivir la ciudad. Ya no era un espectador o un detective, que en definitiva es lo mismo, sino que pasé a ser un engranaje más del misterio. Y así empecé a querer esta ciudad. Un poco. Sin saberlo. Empecé a ver que en todas partes había historia, en cada esquina, aquí la casa de tal escritor, aquí el taller de tal pintor. Allá, el parque que inspiró a tal personaje. Un poco más allá, el centro, sus bares, el café del vermut, donde fui a releer el principio de mi cuento favorito, que transcurre en este lugar, entre dos varones, uno de ellos preocupado. Y supongo que empecé a ser parte de la intriga de otros detectives. Dejé de hacer fuerza. Se disolvió la ambición de entender. Solté las cuerdas. Me gustaba andar anónimo entre la multitud y a la vez ser participe. Me sentía bien. En mi casa. Yo, que siento que no soy de ninguna parte. Dividido entre varias identidades. Inmune a las habladurías nacionalistas.
Pero no por eso se dejó de formarse la extraña sensación de vivir dos vidas. Una que avanzaba con la fuerza inevitable del tiempo y lo cotidiano, con protagonistas de carne y hueso, repleta de rutinas e historias. Y otra con la ciudad, compuesta por figuras, escenas, fragmentos de diálogos que no me correspondían, restos muertos que continúan renaciendo cada vez que se activa el mecanismo oculto de la intriga. Nunca coinciden con nada estos fragmentos, pero no me importa, lo acepto.  Tan sólo registro sin ambición. 
 
El relato irracional. Alguien hace algo que nadie entiende, un acto que excede la experiencia de todos. Ese acto es espontáneo y decadente, no es narrativo pero otro alguien (quizás un oportunista) juzga que tiene sentido narrarlo. Sobre ese relato -oral o escrito-, un tercero habla y otras personas comienzan a opinar. Al poco tiempo aquel acto espontáneo y decadente adquiere forma de relato paralelo y se hace popular. Se convierte en un mal –justificado- del cual poder contagiarse. Por primera vez comprendo que el lenguaje servía para otra cosa que para nombrar o dar órdenes.
Perjudicial para la salud. Hay un hombre que fuma desde que es adolescente. Cada vez que saca un cigarrillo del paquete, mientras se lo acomoda en los labios, no puede evitar leer el anuncio en letras negras que avisa que fumar mata. Lo lee al menos unas quince veces al día. Es un acto reflejo se dice a si mismo cuando repara en que lo está leyendo, una vez más. Sin embargo el placer que le provoca el humo de tabaco entrando en sus pulmones es mayor que cualquier aviso. Sabe que está muriendo a través de pequeñas dosis de placer, y no hay nadie con quien ajustar cuentas más que consigo mismo. Quien avisa no traiciona.
Plaza de tribunales. Hay días en que se vuelven a  cruzar en el café La Cala. Ella atraviesa en diagonal la plaza de tribunales con el enorme teatro por detrás. Él ya está adentro del café. Alto, de pelo canoso, usa un impermeable color caqui; al sentarse se lo acomoda con un gesto rápido y hunde las manos en los bolsillos y empieza a desparramar sobre la mesa sus papeles. Ella entra al café y al verlo se gira y vuelve a salir, nerviosa, tal vez todavía enojada. Él no se da cuenta y continua fiel a su obsesión, tiene la mirada enviciada de los que se han dejado ganar por una ambición comercial. Pide un cortado y al volver a sus papeles remarca en un adolescente que está sentado junto a la ventana: bebe una coca-cola, lleva pantalón gris, remera con el escudo de un colegio y escribe en un cuaderno. Es martes por la mañana.
Ir perdiendo ciudades. Hay un Toyota Célica del año 81 que avanza por la autopista que circunvala la ciudad. Está comenzando a amanecer y un grupo de amigos vienen alegres y borrachos entre risas y bromas. El auto toma la salida que lo saca de la autopista para dejar atrás la ciudad. Alguien ahora sube la ventanilla y ahoga el ruido de adentro del coche; las voces y las risas se ven forzadas a acomodarse a la nueva atmosfera encapsulada. Momentos más tarde está el grupo de amigos observando la ciudad a lo lejos, desde la costanera, entre bromas, cigarrillos y botellas de agua. ¿Dónde estoy yo? Quizás subiendo la ventanilla del coche, quizás ya sentado en el césped. Invisible en el recuerdo, soy el que mira la escena y reconstruye todo desde lejos y a su modo.
Esos ojerosos cafés de las calles que trenzan el centro de la ciudad, cercanos todos a la plaza de tribunales o a la del Congreso, allá donde todavía es posible ver callar a algunos de los mejores hombres: varones de hierro forjados en tantas batallas, callando hoy por los rincones de las tabernas. Son los hombres que dijeron que un día volverían, y lo hicieron, pero ya libres de sentimentalismos. (Había caído en la alegre certeza que aquel adolescente que escribía empujado por la adrenalina del misterio ya era el mismo hombre que ahora narra libre de sensiblerías y vaguedades: “…somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito”). Las calles de esta ciudad ya son mi entraña. Pongamos que hablo de Buenos Aires.  




Publicada en esQuisses: http://www.esquisses.net/2015/12/pongamos-que-hablo-de-buenos-aires/