16.11.12

Enrique

¿Acaso dije ya que el otoño me inquieta? Sus días cada vez más cortos los vivo como una premonición de que algo terriblemente importante se está acabando, y que durante los meses que faltan hasta la primavera no sabré con certeza qué fue aquello que se me escapó. Son temporadas en las cuales mis paseos por la ciudad se vuelven circulares y los días comienzan a tener un rasgo peligrosamente mecánico.
Parecería como si el otoño fuese en la práctica un proceso de estancamiento, de estabilidad bochornosa. Y para colmo mi carácter y mi lucidez, afectados, se tornan espesos y trabados, abandonándome en manos de una parsimonia para asimilar aquello que me rodea. Aun vivo el verano cuando de repente un día me despierto y las hojas de los arboles ya han cubierto todo el mar. Ni bien comienzo a asimilar este paisaje que ya la nieve se está burlando de mis zapatos. Trato de buscar las pistas de lo que vendrá a través de los pequeños detalles que hay en la ciudad, pero no alcanzo, soy tan lento con cada detalle que recojo, que acabo barrido por el viento del calendario.
En una de esas temporadas y buscando uno de esos detalles, fue cuando encontré a Enrique. Un catalán de sólo 23 años y recién llegado de Melilla tras haber cumplido, muy a su pesar según me contó, un año de servicio militar obligatorio durante el cual hizo todo lo posible por fingir una chifladura que le permitiese la baja. En ningún lugar más lejos que la demencia se encuentra parado ese joven de mirada severa. Y eso lo supe desde que lo escuché hablar, aunque no mientras lo observaba de lejos. Cargaba con unas ojeras húmedas sobre las cuales podía verse una mirada amable aunque distante. Por lo demás era preciso y bohemio, y era tan desgarbado como formal y triste, a pesar de su inevitable juventud.
Nos conocimos por casualidad durante una lectura pública un miércoles por la tarde, y me bastaron sólo unos minutos de charla para entender que era un hombre de extremo escepticismo e incapaz de adaptarse a lo que le rodeaba, es decir más o menos la clase de tipo en el que temporalmente me había convertido yo durante esta época de días cortos. La torpeza de sus movimientos revelaba su juventud, sin embargo algo en lo que callaba me hacía suponer que había vivido más años de los que en realidad aparentaba. Le di mi teléfono, dirección y le dije de vernos un día de estos. A los pocos días me olvidé de él.
Hoy salí del trabajo cuando el cielo invernal estaba violeta y el día aún agonizaba. Llegué a casa y comencé a preparar la cena antes de lo habitual, más para entretenerme que por hambre. Me encontraba cortando una cebolla cuando escuché que golpeaban mi puerta con los nudillos de una mano. No son comunes las visitas imprevistas en Suiza, y como no esperaba a nadie, tal vez por eso es que sentí un poco de aprensión cuando el ruido volvió a insistir. Al abrir la puerta lo vi a Enrique saludándome con una sonrisa y excusándose por no haber llamado antes para avisarme que vendría.
Lo invité a pasar y a cenar, aunque rápidamente olvidamos comer y preferimos quedarnos en el salón conversando y bebiendo, primero cerveza y luego una botella de vino.
Siento como si aquel joven hubiera tomado mi cerebro con la punta de sus pálidos dedos y lo hubiera inspeccionado bajo la luz de mi lámpara de pie; girándolo como una fruta a la que acercaba su vista para ver las sombras que se iban formando sobre su rugosa superficie. En cuanto a mí, lograba ver cada una de las palabras que soltaba, y las cuales aparecían de a montones, todas exigiendo mi atención. Presentí la fascinación de ver mi soledad iluminada por palabras. Enrique hablaba sin detenerse, del pasado, de la muerte, y al hacerlo iba desvistiendo a ambas hasta dejarlas con cuerpos tangibles e inevitables, y por lo tanto absurdos a cualquier temor, según dijo.
Sentado en el sofá de mi salón y con los codos apoyados sobre las rodillas, Enrique iba liberando palabras que abrían ventanas desde las cuales se oían coches subir por la avenida Aribau. Algunos sonidos de su voz parecían repetirse, aunque no sabría con precisión si ciertas palabras reaparecían, o si la ventana que abría era siempre la misma pero enseñando un paisaje diferente cada vez. Desde donde estábamos parados él y yo, la ciudad se veía como un campo nocturno sembrado de cubos con luces amarillas dentro de los cuales suponíamos que se planeaban suicidios, o se amaba una pareja, o sucedían insomnios que obligaban a asomarse para ver la ventana que a su vez los observa. Tan sólo cuando bebía y lograba fijar mi mirada en el vaso, es que conseguía apenas por unos segundos esquivar sus palabras y las imágenes que ellas dibujaban. Se atropellaban por alcanzarme mientras Enrique, con el abandono y el descuido de un lector voraz que encontraba en mí suficiente amparo –o ignorancia- como para bajarle la guardia a sus pensamientos, deshacía argumentos con palabras llenas de oscuridad mediterránea. Todo lo que me contaba llegaba desde una distancia, acaso una ventana desde la cual alguien me miraba a mí.
Un joven cuyo rostro parecería no tener pasado, me exponía con sus oraciones -sin pausas ni puntos finales- las texturas de una vida ancha en tiempo y soledad. Y nuevamente supuse por los silencios de su enmarañada oratoria, que todo en él era sincero, incluso su identidad incierta. Me decía, mientras también se reafirmaba a sí mismo: Riega, riega el pasado por más que ya no seas el que fuiste, cómo podrás entender aquello que no dejas crecer, no seas cobarde ni holgazán, no hagas con tu pasado lo que el invierno hace con los días, acortándolos hasta dejarlos como sucesos rápidos y vacíos. Escribirás el mismo cuento toda tu vida por lo que no busques un final cuando no lo hay, más bien déjate llevar por la incertidumbre perpetua, probando descubrir quién eres hasta el último respiro. En ese momento verás que la oración final era tan simple que es absurdo buscar durante tanto tiempo algo tan breve.
Me hablaba él y me hablaba yo a mi mismo, y a fuerza de imaginación la conversación fue cobrando forma y color hasta eventualmente ponerse en movimiento. Con nitidez veía ahora sus palabras desfilando por mi casa, entrando al baño o apagando la luz de la cocina. Veía veranos bochornosos en la costa brava e inviernos sonámbulos en París, ambos tomando forma de signos exclamatorios. Algunas palabras se acercaban a la mesa ratona y regulaban la iluminación de la lámpara bajo la cual Enrique inspeccionaba, con severidad poética, cada uno de mis órganos que exponía y giraba con la punta de sus dedos.
Se acabó el vino y le ofrecí licor; me pidió un café en su lugar. Lo preparé mientras él permanecía en el salón. Luego salimos al balcón a fumar. Mencionó algo sobre el repentino cambio de temperatura y como el frio le recordaba a los inviernos en Berlín.
Finalmente tomó su oscuro y largo abrigo. Una vez puesto le subió el cuello como si su imagen no fuera lo suficientemente desolada, y me anunció que debía irse ya parado junto a la puerta. Lo despedí y cerré con llave.
De regreso en el salón preferí dejar todo tal cual estaba. Tan sólo apagué la lámpara y dejé la puerta del balcón abierta para que las palabras que aun daban vueltas por la casa encontraran fácilmente una salida.
Presiento que Enrique tendrá un gran impacto en mí.






 

 

 

14.11.12

El libro huérfano


Llego al edificio fumando el último calo del cigarrillo, inhalando el humo profundamente mientras el frio me curte el cuero. Ya bajo el portal lanzo la colilla lo más lejos posible, no quisiera que el viento la devuelva sobre mi cuerpo de papel provocando un suicidio indeseado. Es un hábito horrible el fumar, decía papá durante los ocho meses que duró mi parto, pero si no te mata eso, seguro que otra cosa será. Y cuánta razón tenía. Aquí parado frente al geriátrico entiendo que la muerte que nos imaginamos para nosotros mismos es en realidad tan sólo una especie de oscuro anhelo. La verdadera, en cambio, puede que vista un atuendo tan negro como el que sospechamos, pero siempre llevará bordados impensados. A veces especulo –no sin culpa- que hubiera sido mejor que papá muriera con sus pulmones chamuscados a causa del cigarrillo, pero conservando hasta su último respiro toda esa creatividad cargada de sentido y sombra que nunca dejo de exprimir. Aquella sin la cual yo no existiría.

Mirando el portal me doy cuenta que olvidé el código de entrada y maldigo por ser tan olvidadizo. Es algo que nos sucede a nosotros los libros. Sólo recordamos nítidamente y sin esfuerzo aquello que llevamos escrito en el cuerpo; el resto de la información nos es tan frágil como a los humanos. Me lanzo a adivinar la combinación apretando números y letras pero es inútil, se me mezclan fechas y antiguos códigos de otras puertas. Qué ironía no recordar el código que abre la puerta a un sitio donde sus inquilinos han perdido la memoria.

El viento me tambalea con su soplo húmedo. Aprieto fuerte mis tripas de papel y ajusto el cinturón que me ayuda a mantenerme cerrado. No tendría que haber venido hoy, este viento puede despedazarme, o peor aún la lluvia que comienza a amenazar. Ya he tenido pesadillas donde voy en medio de una tempestad sin encontrar un lugar donde resguardarme, corriendo mientras el agua me va mojando y desfigurando hasta dejarme ilegible y perdido entre manchones de tinta. Mi mayor miedo: perder la identidad; volverme un trasto inútil sin nadie que se interese o apiade de mí para al menos regalarme un estante donde vivir. Es así, nosotros los libros vivimos con el miedo latente a la meteorología y al olvido.

Una enfermera me reconoce desde adentro y se compadece al verme peleando con el código de entrada. Apenas baja el picaporte el viento empuja groseramente la puerta hacia ella, asustándola. Me escabullo rápidamente y al cerrarse el cristal detrás de mí, me golpea el olor del interior. Es inconfundible, no podría decir con exactitud a qué huele este sitio, sin embargo a mí siempre me ha parecido un olor a juventud remota y sala de espera.

 

– Gracias, le digo y comienzo a atravesar el pasillo de suelos alfombrados.

Al pasar por la cocina entro un instante a saludar a mi amiga la tostadora. Me asomo desde la puerta y veo que duerme desenchufada. Nos hicimos buenos amigos conversando durante las noches que pasé aquí los primeros meses que trajeron a mi papá. Siempre me ha resultado alguien asombrosamente positiva y alegre, tal vez por eso buscaba su compañía aquellas primeras noches. Llegó aquí hace unos cuantos años gracias a una enfermera que la encontró en la calle. Según me comentó en una de nuestras charlas nocturnas, su dueño la había cambiado por un modelo más moderno. Hay que ser una tostadora abandonada en la basura para apreciar el gesto de aquella enfermera. Supongo que por eso ella es tan feliz en este sitio al que yo siento tan desconsolado.

Finalmente llego a la habitación número catorce de la planta baja. Golpeo la puerta antes de abrirla suponiendo que el sonido llegándole desde tan bajo le revelará que soy yo. Abro y lo veo sentado en su silla junto a la ventana. Respiro hondo, me desabrocho el cinturón que comprimía mis hojas y lo llamo por su nombre. Sebastián. No, no se gira ni tampoco parece percatarse que alguien ha entrado.


Se aprende a asimilar las estampas que el paso del tiempo va sellando en nuestros seres queridos, esas que los transforma en existencias cada día más pequeñas e inmaculadas; no obstante, es una puñalada ver la mirada de quien te amó y crió con tanta energía, ahora ausente como si fueras un fantasma. O peor aún, reconociéndote como un raro objeto que nunca solicitó. En esa ausencia de vida me irrumpe como una contrafuerza los recuerdos más enérgicos. Veo sus manos escribiéndome mientras va tomando forma la espina dorsal de mi personalidad, llenando cada una de mis casi trescientas hojas con ese mundo que sólo él veía con tanta claridad e ímpetu.

Se requiere de nervio para no sucumbir frente a un fantasma, y mamá parece no tenerlo. No la culpo. Decidió dejar de venir a visitarlo justificando que la persona que vive allí no es la misma que conoció a lo largo de sesenta años. La demencia que se apoderó del hombre que yo ahora veo sentado junto a la ventana también se ha robado todas sus cualidades.

Le acomodo una bufanda alrededor del cuello y abro la ventana para que el aire frio de la tarde ventile el cuarto. Ya me han regañado por hacer esto, pero supongo que las enfermeras son insensibles al aire que se respira en estos cuartos y el cual no aprendo a tolerar.

Cierro la ventana mientras le pregunto a papá si quiere un chocolate. Sólo se oye mi voz en el cuarto. Del armario saco la caja de bombones que traje en la última visita y noto al abrirla que faltan más de los que recuerdo haber dejado. Elijo uno con relleno de dulce de leche y se lo llevo a la boca. Papá tensa los labios obligándome entonces a empujar el bombón hasta que finalmente huele el sabor dulce del chocolate y ceden. El relleno espeso se le pega entre los dientes y veo que lentamente, muy lentamente, alza la mano derecha para intentar quitárselo con el dedo índice. Mientras remueve el caramelo de las muelas se gira y me sonríe como un niño que busca complicidad. He aprendido a valorar esos instantes de felicidad tan fugaces pero visualmente reconocibles. Siento que son chispazos de lucidez en una vida enflaquecida y de la cual supongo que también él es consciente.

Leí hace unos meses que la lectura u otras actividades cognitivamente estimulantes ayudan a mantener los niveles de una proteína vinculada con el mal de Alzheimer. Es por eso que en cada visita procuro leerle algún libro. Hoy, sin embargo, elijo leerme a mí, su sonrisa de hace instantes me llenó de necesidad de que me reconozca. Me acomodo sobre el pequeño espacio que hay bajo la ventana y abriéndome en la décima página comienzo a recitar en voz alta.

No quisiera, créanme, sentir el nervio que empuja a que aparezcan estas palabras. Pero a veces ellas son un amparo, o el grito cohibido en la noche. El silencio que las viste jamás comulga con el ruido que las empuja o la necesidad que las libera para que yo intente atesorarlas en un papel. Me pregunto qué es la decisión. ¿Una ventana respirando?, ¿una vela amarilla tiritando?, ¿un vaso inacabable?, ¿alguien? Cuando la mirada se marcha con el humo que brota por la boca, las manos arriman el hombro a esa alma inquieta. Siempre dispuestas a satisfacer la necesidad de escribir; si el coraje lo permite. Las palabras que nacen traen alivio, y son las manos las que salen al socorro del escritor, recordándole que ellas existen, aun, siempre, afortunadamente. Son un guiño de ojo. Quien escribe siempre lo hará desde su soledad. Sus palabras podrán evocar multitudes pero siempre serán articuladas por las manos de un hombre en silencio.

Cuando el tiempo parpadea y evoco el vientre que algún día gestó mis palabras, no deja de resultarme curioso que nunca viene el recuerdo del nervio que las empujó. No aparecen más que los colores que repasan, las sombras que conciben y los sentimientos que encharcan. Escribir no es solo una forma de vivir, sino también de revivir.


Continúo leyendo unos minutos más pero el sueño me vence.

Al despertar me cuesta entender dónde estoy. Me giro y veo el vaso con agua sobre la mesa. El paisaje ya casi oscuro del parque a través de la ventana me devuelve a la realidad. Papá sigue sentado en el mismo sitio pero ahora me mira fijamente, a mí. Lo veo y creo leer algo en sus ojos acuosos. Hola, me dice con una voz áspera que desentona con el gesto suave que la verbaliza. Hola, respondo tomándole la mano.

 

Uno…dos…tres…cuatro…se inclina hacia atrás en su silla y noto su mano relajarse mientras vuelve a su habitual postura lejana.

Mi papá, el escritor Sebastián Salvador, murió unas semanas más tarde. Cuando lo leí en el periódico no sentí tristeza, sino soledad. La muerte de tu creador te deja como único lazo suyo con el mundo.

Aquel noviembre llovió casi a diario, lo cual me obligó a quedarme en casa durante días enteros por el miedo latente a perder mi propia memoria.







 
 

15.10.12

Tal vez no lo sepas.

Tal vez no lo sepas, pero me dejaste ausente, lejos, ardoroso por dentro. No sé si fueron tus manos o las mías las que, impacientes por innovar, me redimieron de la trampa del tiempo. Lo cierto es que rápidamente volé alto y liviano, perdiéndome en una pausa tranquila de seis días. Sin embargo hace unas  horas comencé a imaginar que te alejabas, no del mundo, sino del mío. El silencio de dos amantes asustadizos es una hoja en la que rápidamente escriben los espasmos del fantasma que los alquila.  Y los míos son el dolor de suponer que no me necesitas tanto como yo a ti, por vez primera. Como si estas últimas palabras, mi estreno, debieran encarnar en ti una responsabilidad. No hay brazas más tercas al frio de la noche que las de un alma que se quiebra por vez primera y se torna vulnerable ante lo que no pueden explicar. 
Tu ausencia es un reflejo de quien ya no puedo volver  a ser; una mano que me atrapó de repente y por el cuello de mi abrigo mientras me zamarrea frente a un espejo. Ahí estás ahora, me digo, lo que ves es lo que fuiste en otros rostros, y lo que por empatía ya no volverás a ser. La mancha finalmente convirtió al tigre en pantera; la cicatriz del delito se marcó en el rostro del preso. La dulce marca del ardor, finalmente y para siempre.

14.10.12

Cuando no te veo

No le llevó mucho tiempo deducir que sus padres estaban dispuestos a averiguar, como sea, qué era lo que hacía cuando no lo veían. El adolescente sabía oler los tejes de sus padres y en seguida supo que su madre había comenzado a seguirlo cuando salía del colegio. Al principio le provocaba gracia que lo subestimasen de esa manera, y le divertía jugar a crear un adolescente a la medida de las pretensiones paternales.
 
En lugar de caminar desinteresadamente, como lo hubiera hecho de estar solo, había resuelto pasar las tardes de persecución metido en los videos juegos de su barrio y quedarse allí hasta que su madre se cansase de espiarlo desde el café de enfrente. A pesar de que no había sitio que le aburriera más que aquel, no se le ocurría otro lugar normal donde una madre como la suya no se sorprendería de encontrar a su hijo de quince años. Así pasó una semana, aburrido entre chicos de su edad metiendo moneda tras moneda en las máquinas y las miradas y cabeceadas bruscas de su madre a veinte metros. Cuando por fin se daba por satisfecha y se marchaba, el adolescente emprendía entonces su vagabundeo habitual por las calles de la ciudad y los negocios de música, libros y tatuajes.
- ¿Cómo puedes estar toda la tarde metido con esos videojuegos?, le preguntó la madre al cabo de unos días mientras cenaban.
- ¿Cómo sabes que estoy en los videojuegos si nunca te he dicho a donde voy?, contestó sin levantar la mirada del plato.
- Bueno, supongo que es el sitio donde están metidos los chicos de tu edad hoy en día, ¿no? Así quedan después, incapaces de comunicarse, todo el día interactuando con un monitor. No entiendo por qué no se les da por hacer deporte o reunirse a jugar en una casa en lugar de estar metidos ahí adentro como zombis.
Su padre permanecía con el mismo aire distante con el que se desentendía de cualquier asunto familiar; con la mirada perdida en el televisor o en el periódico del día, se limitaba a suspirar cuando le preguntaban donde suponía él que andaba su hijo todo el día desde que salía del colegio y hasta que regresaba a la casa a la hora de la cena. A veces, ante la insistencia de su mujer, respondía preguntando por los resultados de los últimos exámenes y las notas del colegio.
- ¿Ves? con esas notas seguro que debe estar metido en alguna biblioteca estudiando, sino ya me dirás cómo lo hace, le refutaba mientras paseaba la mirada del televisor a su mujer, una y otra vez, ida y vuelta.
Al cabo de unas semanas, el joven se enteró de que sus padres le habían puesto un investigador privado para seguirle los pasos. Algo fastidiado ya por el asunto, decidió entonces responder con la misma carta y averiguar, a través de un detective que él también contrató, quiénes eran esas dos personas cuyas voces eran siempre juiciosas.
Tras dos semanas, un domingo al mediodía después de un almuerzo silencioso, mientras el joven recogía la mesa y su madre preparaba café y té, el padre llegó desde el pasillo abriendo un sobre marrón con fotos que parecía haber llegado por correo postal. La primera que lanzó sobre la mesa sin decir ni una palabra, mostraba a su hijo fumando un porro junto a su bicicleta en una fábrica abandonada de las afueras de la ciudad. Ante el silencio del joven y la mirada juiciosa de su padre, la madre tomó la posta y continuó sacando mas fotos en las cuales, esta vez, aparecía robando una botella de whisky de un supermercado con dos amigos. Siguieron apareciendo más fotos en las que ahora besaba a una chica en el parking del mismo supermercado. Finalmente, las últimas en ser puestas sobre la mesa, y las que hicieron que la madre se llevase el pañuelo a la boca y con voz rota dijera: - ¿por qué, eh? ¿Me puedes explicar qué necesidad tienes de hablar con esa gente?, mostraban al adolescente conversando con un vagabundo en una de las calles de atrás de la estación de tren. En algunas aparecía riendo y en otras parecía estar llorando mientras el vagabundo lo abrazaba. -¿No sabes que esa gente está enferma? Te pueden robar, lastimar o incluso...incluso, ya sabes que suelen ser pervertidos.
El joven no dijo nada. Miró a sus padres aguantándoles por vez primera la mirada mientras en su cara se leía un gesto de vergüenza ajena. Sin hablar fue hasta su cuarto y trajo él también un sobre marrón y un video.
-¿Por dónde empiezo?, dijo apoyando el material sobre la mesa y llevándose ambas manos a los bolsillos traseros del pantalón-. Bueno, tal vez todo a la vez es mejor. Su madre miraba desconcertada al padre quien vestía la misma cara inexpresiva de siempre.  
Entonces el adolescente puso el video en el reproductor y mientras éste se cargaba comenzó a sacar fotos del sobre. En las primeras apareció su madre, sola y adentro del coche, con un bolso sobre la falda y ambas manos en el volante mientras lloraba estacionada en la puerta de entrada de la casa. Por encima de ellas cayeron otras dos donde el padre aparecía en lo que debía ser un burdel y con una mujer semidesnuda sentada en sus piernas. Sin pausa arrojó una foto en la que aparecía nuevamente el padre, esta vez sentado en una mesa de un café cerca de su oficina y  también con una mujer, aunque ésta no era mucho más joven que él y ambos estaban tomados de la mano mientras se miraban fijamente. El video comenzó a correr y apareció la madre filmada desde atrás caminando con una amiga mientras conversaban sobre la hipocresía de los políticos socialistas y la falta de mano dura con los inmigrantes. Criticaban a una amiga en común, la mujer de Vallés, quien tenía una mini empresa en negro de empleadas domesticas sudamericanas sin papeles y que, según contaban, cobraba una comisión a sus amigas ya que aseguraba que eran empleadas decentes y no robaban. - Además, si no te gusta, las puedes despedir sin finiquitos ni follones administrativos, se la escuchó decir a la madre.
Por último aparecían ambos padres a la salida de la misa del domingo pasado junto a los Vallés mientras proponían hacer una cena aquella semana y así festejar la reciente promoción en la empresa.
- Tengo curiosidad. Cuando van a misa, ¿rezan por mí o por ustedes?, preguntó el adolescente que ya hacía años se había negado a acompañar a sus padres a la iglesia.

9.10.12

What if...

What if I had preferred to read my Dickens stories somewhere in the park rather than in a cafe? After all, I do prefer being outdoors and that Thursday afternoon was a mild autumn one. What if I had not cared for the noises and had stayed in that first cafe instead of moving to a quieter one after I had already sat down? What if the bar you were looking for had been open? What if I had never gone out to smoke that cigarette? at that precise moment. What if we had never looked at each other when you passed by; although I don´t think that this could have been possible. And what if after all this, we had never decided to talk to each other.

Do we regret the random happening of events? I would suspect not, regardless of where we are standing now.

What if I had stayed five more minutes at work, or you had taken a different street? What if the city hotels had not been fully booked that night? Would I still have found you wandering around that part of the city where I did? And what if we had never decided to meet again on that dead Monday night after that hazy weekend in between? Although I don´t think that this could have been possible.

What if we had never met, would things be better? I would suspect not, regardless of where we are standing now.

What if just one of these random events had not occurred? But then again, wasn´t it already random enough that we are both here?

 

7.10.12

El cuadro




La historia de Gonzalo bien podría titularse alma llevada por el diablo, puesto que no era dueño de sus actos el jueves lluvioso de noviembre en el que sucedieron. Algo que en mayor o menor medida le pudo haber sucedido a cualquiera de nosotros en algún momento; que el diablo nos libre de la autoría de nuestros actos, digo. Sin embargo, un cuadro fue la causa con la que él justificó lo sucedido. Por lo tanto, aceptando la verdad que vio su protagonista, la llamaré el cuadro.

El departamento donde cenaban aquella noche Gonzalo y sus amigos del trabajo era pequeño, un ambiente único donde apenas cabía la mesa en la que cenaban los seis invitados y el sofá de cuero azul empotrado en una de las esquinas. Una puerta de vidrio extendía el espacio hacia un balcón que aquella noche permanecía cerrado, no tanto por el frio sino por la lluvia.

Pasada la medianoche, aquel salón se transformó en un espacio incómodo y abarrotado de treintañeros tras la llegada inesperada de siete amigos mientras los invitados terminaban de cenar entre postres, cafés y digestivos. Era claro por el ánimo fiestero que traían, que la noche no tenía intenciones de acabar temprano. Gonzalo, pese a lo fácil que se contagiaban los ánimos en ese espacio tan apretado, no parecía estar del todo presente. Las causas de su ensimismo y su distancia no las podría explicar con detalle, más bien las desconozco, y dudaría de cualquiera que creyera saberlas; solo sé que están enraizadas a su ex pareja y a la separación que recién ahora, varios meses después, parecía estar afectándolo. No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente capaz de concebir, cuáles son las fuerzas que unen o separan a quienes se han necesitado.

Sí me siento seguro de confesar sin embargo, que el diablo ya había arrojado los dados desde hacía un par de días y que el latigazo de su veredicto estaba por llegar pronto.

Y sucedió esa misma noche, cuando una voz llegando desde el sofá, dijo entre risas y ruidos de vasos, algo sobre una tal Nuria. El nombre inmediatamente retumbó en su cabeza. Era la primera vez en días, que aquel nombre que ocupaba todos sus pensamientos últimamente, era dicho en voz alta.

Sin percatarse, la poca curiosidad que le despertaba la charla con Elena comenzó a desvanecerse con más decisión. Apuró la cerveza con largos sorbos sintiendo una autorización crecer adentro suyo, y con ella, un coraje instintivo (difícil saber si es el diablo quien rebalsa sentimientos y nosotros ejecutamos, o viceversa). Elena seguía hablando a pesar de que sus palabras habían pasado a ser ecos que vestían los gestos de sus manos,  manos en las que Gonzalo ahora fijaba su mirada para acomodar los pensamientos que llevarían a la acción; observaba a Elena desde una caja de cristal repleta de él. Se percató de su dispersión y se sintió grosero, pero Elena ya había notado su falta de atención y miraba el vaso de su amigo subir y bajar midiendo a través de lo que quedaba en él, el tiempo que le restaba hasta perderlo definitivamente.

Gonzalo liquidó la cerveza con un largo trago final que al momento no creyó poder pasar de un solo sorbo. Se inclinó para dejar el vaso en el suelo y al bajar el pecho hacia las rodillas sintió como el gas le explotaba en la garganta y le llenaba de lágrimas los ojos. La sangre bombeaba ahora con más ansiedad a causa del alcohol chicoteando los recuerdos desatendidos.

¿Qué estará haciendo Nuria? ¿Estará en la casa donde la dejé? ¿Pensará en mí?... ¿Cuánto hace ya?, ésta última pregunta fue la única que se pudo responder; diez meses.

-Necesito acercarme a ella...ahora mismo- balbuceó y se avergonzó al notar que había soltado un pensamiento en voz alta-. Aparte aún tiene el cuadro que le pinté cuando nos conocimos y el cual me pertenece. Ella misma me dijo que no lo quería la última vez que nos vimos, y que debia llevármelo. Pues si no lo quiere, lo tengo que ir a buscar.

Aprovechando que dos amigos se unieron al grupo, Gonzalo se ofreció para ir a buscar bebidas a pesar de haber visto ya que todos iban servidos.

-No, amigo, gracias, ya estamos servidos y entonados- dijo uno-. Mejor tráeme una de esas chicas que acaban de llegar ya que estás tan servicial. Gonzalo sonrió y se alegró de ver que Elena comenzaba a entablar complicidad con ellos.

Con lo dicho aun flotando en el aire se alejó y fue a la cocina a beber un vaso de agua para despejarse. Luego buscó su abrigo sin encender la luz del cuarto donde lo había dejado al llegar, teniendo que rebuscar entre una montaña de ropa y bufandas; lo tomó, esquivó al grupo de gente que se había instalado junto a la puerta, y sin aviso salió por fin de aquel departamento a las dos menos cuarto de la mañana. Supongo que todo aquello lo hizo con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de él; de alguna manera ya se había ido de aquella fiesta desde que había escuchado el nombre de Nuria. Ya en el ascensor, fiel a su naturaleza hosca, se convenció de que nadie se percataría de su ausencia hasta muy tarde, cuando ya es demasiado tarde para recordar y se acepta la realidad sin mayores cuestionamientos.

Resguardándose de la lluvia bajo el portal del edificio paró al primer taxi que pasó por allí, le indicó el destino al conductor mientras se acomodaba en el asiento, y al ver que éste fumaba, se autorizó a encender un cigarrillo cuyo humo comenzó a escaparse por la misma rendilla de la ventana por la que lo mojaba la lluvia.

La locura que estaba cometiendo era un fantasma que se revelaba a través de la mirada del conductor. Sus cejas pobladas y sus constantes ojeadas por el espejo retrovisor, incomodaban a Gonzalo mientras viajaba envuelto entre recuerdos de Nuria y la imagen del cuadro. Por momentos no creía que fuera real estar yendo al sitio donde una vez existieron él y ella, y el cual desde la separación se había convertido en una parte de la ciudad a la que no tenía el valor de pisar.

Puede pasar mucho tiempo desde que uno se va hasta que uno regresa, varios o pocos sustitutos también; incluso es probable que las cosas de ella se hayan mezclado nuevamente con las cosas de un nuevo él, o ellos, los pasajeros temporales (y este adjetivo se suele decir más por despecho, que por anhelo). Puede que hasta las cosas de la casa se hayan vuelto sus objetos o nuestros objetos, diría ella si lo contara. Pero cuando uno regresa al sitio donde alguna vez vivió, feliz o infelizmente lo mismo da, todo ese espacio de tiempo que pasó desde que se fue, se extingue en un instante; como si una ventana se abriese y el viento que entra lo empujase todo a un limbo, suprimiendo al tiempo todo sentido o noción de existencia.

Cuando el taxi giró y Gonzalo se encontró con la fachada de su antiguo edificio, diez meses se borraron de su vida. Tuvo la extraña sensación de que allí vivía y que estaba regresando a casa tras un mal día.

Se bajó del taxi con la incómoda impresión de que el conductor conocía la verdad, que en realidad no vivía en esa calle y que tampoco nadie lo esperaba ahí. Pagó y guardó el cambio sin verificarlo mientras se bajaba deseándole una buena noche de trabajo.

El conductor contestó algo que se perdió con en el ruido de la lluvia y los nervios de Gonzalo que ya tenía medio cuerpo afuera del coche. Corrió hasta resguardarse bajo el toldo del bar que había justo al abrir la puerta. El semáforo de la esquina estaba en rojo y no quería que el conductor lo encontrase dudando bajo la lluvia por lo que inmediatamente se agachó insinuando estar atándose los cordones de los zapatos. Finalmente la luz cambió y el taxi se perdió al girar por la avenida.

A pesar del tiempo pasado reconoció inmediatamente todo lo que veía, tal vez era el alcohol el que le entorpecía el pensamiento y el andar pero a cambio le regalaba agudeza a sus sentidos. Permaneció unos instantes mirando la ventana del cuarto que daba a la calle, pensando que si Nuria se asomara en ese preciso instante, sin dudas lo vería. La posibilidad de que eso ocurriera le provocó una risa nerviosa y la alucinación de haber creído ver una silueta en la ventana.

Decidido a llevar la situación hasta las últimas consecuencias antes de que el pensamiento comenzara a despertarse del sueño etílico y trajera juicio a la noche, cruzó la calle y fue directo al portal. -¿Qué mierda estás haciendo? Pero en serio ¿qué mierda estás haciendo, Gonzalo!?- se dijo al sacar las llaves del bolsillo y abrir la puerta. Las manos le temblaban mojadas por la lluvia; calientes y pegajosas parecían las de un culpable.

Por suerte el ascensor estaba en la planta baja, lo cual le ahorraba la espera y la posibilidad de que algún viejo vecino entrara justo en ese momento. No sabía, ni podía imaginarse lo que diría ante tal situación. -Soy tan torpe para esas cosas que seguro diría la verdad; hola, cómo está tanto tiempo, vengo a buscar un cuadro que me deje aquí cuando Nuria y yo nos separamos hace un año, sí, no se preocupe, ella sabe y me está esperando, le dije que pasaría borracho y a las 2 y media de la mañana- ironizaba mientras cerraba la puerta del ascensor.

Subió los cinco pisos de espaldas al espejo, mirando por la ranura central de las puertas corredizas del ascensor. No se animaba a girarse hacia el espejo. Muchas preguntas saldrían si lo hacía y ya no se podía permitir dudas; como un ladrón ya adentro del banco, las cartas están tiradas y más vale ser astuto y frio para liquidar la faena. - Pero estúpido, tú no estás aquí por ese cuadro, nada de lo que estás haciendo es astuto o frio. Por suerte el ascensor se detuvo en ese momento y se bajó enfrentando una nueva etapa que anulaba la anterior.

-Te vas a quitar los zapatos ahora y los dejarás aquí junto a la alfombra. Vas a entrar sin abrir demasiado la puerta para evitar que entre la luz del pasillo. Lo primero que sentirás será el aire cálido de un departamento en plena noche. Cerrarás la puerta silenciosamente e irás por el pasillo hacia la derecha sabiendo que, cuando aun vivías ahí, había un mueble para los zapatos. Tendrás cuidado de no tropezar. Vas a caminar despacio, quizás en puntas pie. Vas a llegar al pequeño espacio donde se encuentran el baño, el cuarto pequeño y el de Nuria. Desde ahí lograrás ver, si la puerta está abierta, la cortina del baño y el canasto de la ropa sucia. Verás también la cama individual de las visitas y su ventana con la persiana abierta y las cortinas cerradas hacia la calle desde donde hace unos instantes la mirabas. No verás nada del cuarto de Nuria, la puerta estará abierta, sí, es verdad, ella no puede dormir con la puerta cerrada, pero la persiana de su ventana estará baja y el ángulo desde donde estarás no te permitirá ver nada más que el mueble a los pies de la cama, los portarretratos apoyados en él y el espejo reflejando la cama.  El cuadro estará  colgado en ese espacio desde donde miras todo esto. Lo quitarás y te irás. No harás nada más. Cuando ella note la ausencia, te llamará y entonces la verás (dios sabe lo que dirás cuando eso eventualmente suceda).

Y todo aconteció tal cual lo imaginó al salir del ascensor.

Solo que al llegar al final del pasillo, descalzo y en puntas de pie, vio la cortina del baño, la luz de la noche iluminando el cuarto de invitados y el mueble del cuarto de Nuria, pero se sorprendió al ver que la persiana de su cuarto estaba alzada. El diablo lo obligó a avanzar y él no pudo más que dar ese paso que le permitiría asomarse al cuarto. Con el corazón en la boca y la lluvia sonando como si la escuchara desde el interior de una botella, vio una silueta junto a la ventana. Inmediatamente se precipitó hacia atrás sintiendo nauseas pero también unas terribles ganas de acabar con todo eso. El diablo hablaba. Avanzó entonces hacia el portal del cuarto para encontrar junto a la ventana, de pie, a Nuria mirándolo fijamente. Sintió un calor fétido llegarle desde las entrañas, su boca seca era un trasto inútil. El diablo continuó llevándolo de la mano. No podía dejar de mirarla a los ojos y notar como éstos se tornaban cada vez más brillosos por las lágrimas. En la cama alcanzó a  ver el cuerpo de un hombre. La maldijo en sus pensamientos pero no dijo nada, el diablo se había ido ya.

-Deja el cuadro donde está y vete ahora mismo por favor- dijo Nuria moviendo los labios sin emitir sonido.
 


 

 

19.9.12

Las lavanderas de mi barrio así lo dicen


Pero claro que sí nena, ¿o qué te pensabas? yo empecé así, como vos, pateando, claro que ahora ya no me da el pelaje, pero igual me quedan clientes, eh, no te creas. Yo más bien trabajo con clientela fija, viste. Por suerte en algo paga tener más años, a mi edad ya no tenés que andar silbándole a cuanto mugroso te pasa cerca. ¿Pero te parece? Mirá a esta. Y después se quejan de que hay malaria. A ver, paráte y enderezá la espalda nena, que ahí sentada con los rollos asomándose por todas partes no te va a levantar ni un abuelito. Paráte y caminá un poco al menos pa` que te vean moverte. ¿Te parece, Chiche? Esta viene y se sienta ahí toda encorvada a esperar como si tuviera el cuerpo de una de veinte. ¡Dios mío! ¡Las cosas que hay que ver! Yo me pasaba el día entero pateando hasta terminar con los pies así de hinchados mirá. Y éstas ahí sentadas. Y después quejándose que no hacen dinero y que en Europa es verso eso de que se gana bien. ¡Dios mío che! Llevo más de treinta años en el oficio y todavía no hay día que no me sorprenda una compañera.  Como para que después no me vengan las maridas con el cuento ese de que somos putas porque somos vagas. ¡Como para contradecirlas! Si mirá la otra, recién llega fresquita de su día libre y se pone en el taburete contra la pared a huevear con el teléfono, ¿te parece? ¡Increíble! Decime vos Chiche que sos una vieja loba como yo, decime vos si no es un laburo que hay que cascársela duro si una quiere vivir de esto. Es así, esto es fre-ga-dísimo como dicen en tu país, ¿no? ¿Así dicen, no? No, si yo sé. Porque te cuento, yo tuve un cliente peruano cuando todavía vivía en Buenos Aires que era un amor, tan calladito y correcto el morocho que tendrías que haberlo conocido, ¡hubiera sido un esposo perfecto para vos! Eso sí, era un calentón. Ja! Un señor es lo que era en realidad, lo tenía cada domingo ahí clavadito, pa` mí que era la soledad lo que lo traía, aunque no sé, porque era medio escritor también el petizo. Y yo lo inspiraba, o así me decía. No sé, de esto hace tantos años ya que ni me acuerdo. Silviaaa! Tu Vergas Llosa me decía Javier, mi cafiolo, cuando le abría la puerta del departamento y lo veía ahí con las manitas en los bolsillos y la mirada de perro mojado. Y el otro pobre no le decía nada, para qué, se quedaba ahí sentadito en el sofá hasta que venía yo a buscarlo. Y quién lo diría, después era tan entretenido. ¡La pasábamos de bien!¡Cuánto hace de esto! No sabés como levantaba plata en esas épocas, uff, yo era joven y tenía un lomazo, además en el país había guita. En fin, después se fue todo a la mierda y me vine a Europa, primero a España y después cuando ya me puse vieja me vine acá.

 

Sí, discúlpame. Me desvié otra vez. Te decía, Jorge es buen tipo. Acá en Ginebra lleva muchos años en esto. Mira, si yo llegué en el 2002 y Jorge ya era conocido en el barrio. Primero estuve en el Ananá pero por suerte Jorgito me tomó y me sacó de ese cuchitril. Es de confiar, nena, en serio, hiciste bien. Sacáte esa carita de asustada. Te juro, es la lotería, dónde viste que te hagan contrato, trabajés ocho horas diarias y encima tengas dos días libres, ¡hasta jubilación tendremos! Si te portás bien, claro. Si te digo, éstas parece que se olvidan rápidamente de donde vienen y el tesoro que tienen entre las manos. ¿De dónde eras vos me dijiste? ¿De Honduras? Ay Tenés una carita tan linda y te ves tan pichoncita todavía, no te preocupes.

En serio, si haces las cosas bien con Jorge vas a ver que los clientes son tranquilos. Vienen, pagan, hacen lo suyo, nunca un problema. Eso sí, huelen horrible. ¡Ja! A veces extraño a mis clientes de Argentina, borrachos perdidos, más locos que una cabra, pero todos limpitos che! Acá te llegan a veces con ese olor a humedad que parece que se pasaron el invierno entero adentro de un armario abandonado. En serio, no sabes la de chicas que quieren venir a trabajar acá, se matan porque alguien las traiga, y algunas hasta se mandan solas nomás, pensando que acá hay lugar pa` todas. Así que escucháme, vos te tenés que sentirte importante, si el Jorge te trajo es porque venís bien recomendada de algún bulín, y limpita, sin vicios. Eso sí, Isabel, eras Isabel ¿no? acá todas nos echamos una mano. Es ley entre nosotras.

Te estoy aturdiendo, ¿no? Pobrecita ni abriste la boca desde que llegaste, ¿cuánto llevás acá? Tres días creo que me había dicho el Jorge, ¿no? Ay pobrecita, tenés una carita de cansada, che! Chiche, prestále un poco de pintura a esta nena, hacéme el favor. Yo sé que no se duerme bien las primeras noches chiqui, pero tranquila que una se acostumbra a todo. Bueno, mirá, vos como sos nueva vas a estar de la lavandería para allá, hasta la esquina del Perfum de Beirut, ¿lo ves? Y sí, las otras chicas tienen derecho al cruce con la avenida, pero vos no te preocupes, que dentro de un par de meses si el Jorge trae más chicas, a vos seguro que te pasa a la avenida. No parás de fumar vos che, ja! Desde que llegaste que no te he visto sin un pucho en la boca. Pobresita, si estás recién aterrizada de la selva, mirámela Chiche, mirále los ojitos de cansada, ¿son los nervios de que no hablás francés? Tranquila nena, no lo necesitás Eso sí, tenés chicle, ¿no? No vas a ir a hablar con el tufo pastoso a tabaco y estómago vacío. Escucháme, cualquier cosa acá estoy. Más tarde cuando baje el sol nos juntamos si andas todavía suelta y nos tomamos un café con leche, te lo invito yo ¿te parece? Dale, ahora andá. ¡Suerte pichona!