1.6.13

La manivela




Con lo que acabábamos de hacer nos habíamos consumido el poco aire que quedaba en el coche. La ventilación estaba averiada y el último soplo había entrado hacía más de media hora cuando un golpe de viento se llevaba hacia la autopista el humo y las cenizas de su cigarrillo. Desde aquel momento nuestras intenciones habían ido agitándose sin más oxigeno que el que había dejado aquellos minutos. Además yo me sentía destemplada por ser nueva a estos climas trabados del norte de Europa, y no podía dejar de sentir que el aire húmedo que se respiraba en esa cabina transformaba cada bocanada en un trozo de materia espesa.

Afuera, el aire se condensaba mientras nosotros, dos cobardes enamorados, avanzábamos lentamente por las callecitas de tierra del parque. Su mirada nerviosa buscando el lugar apropiado donde detenernos no alcanzaba a disimular sus intenciones de refugiarnos de las pocas personas aún se paseaban por aquellos enormes campos de césped calado. Ambos estábamos visiblemente nerviosos desde que nos habíamos subido al coche (por primera vez) con el pretexto de llevarme a conocer los alrededores de la ciudad. Éramos dos extraños que apenas se conocían, pero dos extraños fascinados uno por el otro. No suelo fumar tanto, me dijo encendiendo el primer cigarrillo adentro del coche mientras yo aún me acomodaba en el asiento del copiloto. El olor a cenizas  se asomó en cuanto abrí la puerta; apenas me senté remarqué que en el cenicero había más de cinco colillas, todas oprimidas entre cenizas y papel de caramelo. Inmediatamente pensé en sus manos y fue recién ahí, cuando se acomodaron sobre el volante, que noté las manchas de nicotina en los dedos.

Tal vez nunca creímos que el aire que aun persistía cuando entramos al parque se iría consumiendo con tanto vigor. Lo cierto es que para cuando nos detuvimos debajo de aquellos pinos (tan altos que me llevaron a inclinarme hacia adelante para apreciar su altura desde la ventana frontal) ya apenas se podía respirar allí adentro; todo era un deseo espeso que no sabíamos cómo exteriorizar. Remarqué su perfil mientras aun maniobraba el coche y donde se delataban sus mejillas acaloradas que casi pude sentir como fiebre en mis labios. Estábamos atraídos por el azar de nuestro encuentro, casi absurdo para dos personas cuyas vidas no podían cruzarse más que por azar. A pesar de ser dos extraños que llevaban horas consolándose, en ningún momento desconfié de sus palabras o gestos, juzgué natural seguirlo, corresponder a su propuesta de subirme al coche y dar un paseo. Todo en él me resultaba extraordinariamente familiar desde el primer momento que me abordó en la cola del supermercado. No dudé en querer conocer más, en ver si era cierto aquello que yo veía en sus ojos mientras los dos hablábamos de precios, horarios comerciales y los acentos de cada uno. Fue natural seguir conversando y usar la excusa de la garua eterna de la capital belga y el hecho de estar libres de compromiso aquella mañana, para ir a tomar un café, por qué no, por qué no perseguir aquel titubeo a pesar de la diferencia de edad, a pesar de los prejuicios, por qué no creer cuando me dijo que mis palabras le hablaban a un aspecto de él al que nunca le habían hablado, y yo callé porque sentía lo mismo de sus palabras.

Cuando apagó el motor y se giró hacia mí para darme toda su atención remarqué que no era un hombre guapo, en nada se parecía a los hombres que me atraían o con los que había estado. Pero poco a poco me había ido atrapando con su pelo blanco despeinado, su mirada pueril y su cigarrillo constante, hasta que casi involuntariamente permitirle una belleza única que lo distinguía de todos los demás hombres.

Sería falso decir que me esperaba lo que sucedería. Yo sólo estaba dispuesta a besarlo, había pensado desde que entramos al parque. Y sin embargo fui yo quien lo impulsó a avanzar, a buscarme con sus manos por debajo del vestido. Fui yo la que sorprendió trayendo su rostro hacia mis pechos mientras no podía evitar abrazarle la cabeza y llenar el espacio que hay entre mis dedos con su pelo fino, revolviéndolo bajo la inspiración inconsciente del paisaje que se aparecía por la ventana; el baile de los pinos con el viento. Y él sin saberlo supongo, poco a poco desvanecía mis recuerdos y expectativas, se caía toda esa vida que en realidad no existe o ya existió. Yo estaba allí, en aquel coche estacionado en aquel parque de aquella ciudad, bajo esa lluvia y en ningún otro lugar ni en los brazos de ningún otro hombre. Totalmente allí, aferrada al presente de su aliento en mis ojos y su cabello entre mis dedos, gastando sin reparo las pocas gotas de aire que aun flotaban, deseando ahogarme cada vez más en un presente que se dilataba cuando nos cruzábamos la mirada y la sorpresa del encuentro nos mudaba de aires, yendo del gesto serio a la risa cómplice, como si en realidad los que estuvieran en aquel coche fueran dos personas distintas a nosotros susurrándonos un secreto.

Cuando el aire comenzó a ser realmente una necesidad vital, ya mi postura no me permitía casi mover; ambos estábamos abatidos por el desahogo. Ahora solo nos quedaba hacer algo para remediar la asfixia que se volvía un poco más intolerable con el correr de los segundos (y pensar que hace instantes ese ahogo era el trampolín al que subíamos para lanzarnos). Me acomodé como pude sin lograr mover el cuerpo, sólo sentí el sudor de su cuerpo tendido sobre mí. Me erguí apoyando el codo izquierdo sobre el respaldo inclinado y tomando impulso con el pensamiento, estiré el brazo derecho con un movimiento que me permitió alcanzar, primero arañándola con la punta de los dedos y luego con un manotazo gracias a una segunda propulsión que di, la manivela de la ventanilla. La giré aguantando el peso de su cuerpo que en vano intentaba ayudarme, le di dos o tres vueltas y caí de nuevo sobre el asiento tumbado.

No fue hasta que la lluvia comenzó a mojarme la cadera entrando por ese pequeño espacio que se había abierto entre el cristal y el marco de la ventana y por el cual respiraba ansioso todo el interior del coche, que empecé a inquietarme. No por el hecho de llevar tan sólo unos pocos días viviendo en Bruselas, o sobre lo considerada que podía haber sido mi decisión de dejar atrás a Alberto sabiendo que él no sabía que yo estaba embarazada de semanas, mucho menos sobre cómo afrontaría mi situación en una ciudad nueva y en la cual no hablaba el idioma y sólo conocía a este hombre casado que ahora descansa junto a mí.

Mi única inquietud en este preciso momento es el presente que percibo mientras la lluvia pega cada vez más fuerte sobre la carrocería del coche. Estoy atrapada en el aquí y ahora, suspendida sobre la certeza de que el tiempo no está sucediendo. Desnudos, abrazados, incomodos. Él, recostado sobre mí, con la cadera apretujándose contra la palanca de cambio. Yo, sintiendo su peso caluroso sobre mi pecho, alcanzando a ver la punta de los inmensos árboles moverse con el viento a través de la ventana, sintiendo la lluvia -cada vez más fuerte- mojarme la cadera mientras escucho nada más que el sonido de  su respiración. Me digo a mi misma, Alicia recuerda esto, graba esta imagen porque merece ser recordada al menos como el retrato de un presente cuya importancia no logro interpretar ahora. Y sin dudarlo, en un segundo -un instante de segundo en realidad- y usando el tapiz gris del techo como mesa de trabajo, abrazando el cuerpo del hombre que aun siento moviéndose por mis entrañas, revelo esta foto que en realidad ya se había revelado sola en el momento en que me propuse hacerlo. Es una foto infinita, lo sé, una instantánea que retrata la aglomeración de todas las horas vividas hasta ese instante y a la vez un hecho puntual de dos cuerpos vestidos y luego desnudos, buscándose y luego encontrándose, una imagen compuesta de incontables efigies: el interior del coche, la moneda que descubrí entre el asiento y la puerta, el cenicero repleto de colillas,  mi cartera entre las piernas y luego debajo del asiento trasero, un coche negro visto desde lo alto de la copa de un pino, mojándose con las mismas gotas que veo caer desde lo alto y, simultáneamente, fluir por el cristal de la ventanilla con sus finos hilos acuáticos. Es la foto de lo que inevitablemente está sucediendo con la fuerza que solo tiene lo sublime llegando y por fin ahogando el pasado y el futuro, fundiéndolo todo en un instante cuyos elementos estarán eternamente en movimiento, ajenos al tiempo; como una partícula de aire flotando por siempre al alcance de la vida que sucede afuera de ella.

-          Mama, mai quest qui ha? Ca va?, eh mama! Ques ce que tu pensai?, dijo el joven tomando el brazo de su madre.

-          ¿Eh?, Perdóname hijo, pero ahora no quiero hablar de este tema. Me siento un poco cansada, sabes. Prefiero que lo hablemos en otro momento si no te molesta. Voy a afuera a tomar un poco de aire fresco.

-          Pero mamá, contesto el hijo en un español de fuerte acento francés, está lloviendo ahora.

La madre no hizo caso y salió al patio de la casa. En la mesa de la cocina se quedaría el hijo mirando la foto de su difunto padre, sin reconocerse en aquel hombre de cabellos blancos y mirada mansa.
 

23.5.13

La muerte nunca muere (crónicas H&S)


Sebastián se llamaba, igual que yo. Cuando lo atendí por primera vez me hizo reír. El tipo hacía chistes con su enfermedad que yo no me hubiera atrevido a hacer ni siquiera entre mis colegas más cínicos. Los primeros cinco minutos de charla que tuve con él me hicieron pensar que era un negador, que detrás de esa risa vivía un pobre tipo, un infeliz; tal vez porque había algo en su regocijo que no comulgaba con su mirada al estar callado.

Sin embargo, con el tiempo entendí que no. Mi paciente estaba realmente contento, el cáncer era lo mejor que le había pasado: así me dijo. Me estuvo contando durante un buen rato que, desde que le diagnosticaron el tumor, su vida había mejorado en todos los aspectos: sus hijas lo pasaban a buscar día por medio para ir a comer juntos o tomar un café, su ex mujer le hacía todos los trámites administrativos, y además, como si esto fuera poco para alguien que aún le guardaba algo de rencor por sus muchas infidelidades a lo largo de los quince años que duró su matrimonio, cada tanto le hacía llegar, por alguna de sus hijas, viandas en tuppers que según me contaba, a menudo olvidaba devolver y poco a poco se acumulaban en las alacenas de su cocina.

- ¿Cómo no pensar que es lo mejor que me paso en mucho tiempo? Me decía -. Si hasta  las noches de póker con mis amigos pasaron de ser sólo los jueves, a tres veces por semana. No fumaban, se justificaba como un adolescente buscando mi aprobación médica, pero se bebían una botella de single malt en cada encuentro: un whisky escocés de la isla de Jura y la cual Sebastián había visitado hacía unas semanas, justo después de haber recibido la noticia del tumor. La combinación de su debilidad por el whisky y la noticia –entre líneas- de que sus días estaban contados, lo habían llevado a permitirse el primero de una serie de placeres postergados.

Era un cambio; de estar solo, desempleado y deprimido, había entrado en un ritmo de vida que no podía despreciar. Seguía sin trabajo, es verdad, pero ya tampoco lo buscaba, tenía poco tiempo y no lo iba a desperdiciar. Había guardado algunos ahorros que le alcanzarían para el tiempo que estuviera vivo calculó, y en último caso siempre podría pedir prestado a sus hijas o a algún amigo. Él sabía que gran parte, sino todo, de lo que recibía era generado por la culpa, pero eso, era problema de los otros.

Con el tiempo entendí que Sebastián pasaba asiduamente por mi consultorio porque en realidad apreciaba nuestra amistad anónima,  y el tratamiento de acupuntura que yo le realizaba, en verdad, no era más que un pretexto para nuestras charlas.  Durante las sesiones él me hacía algún comentario sobre su evolución, yo lo revisaba, le indicaba alguna modificación en su dieta y luego nos quedábamos charlando una media hora de sus cosas, a veces de las mías.

En ciertas ocasiones llegó incluso a presentarse sin cita previa, y no le molestaba esperar sentado la posibilidad de que algún paciente cancele o se demore. Sacaba un libro de un bolso y se ponía a leer como si no tuviera nada mejor que hacer con su tiempo. A mí, lejos de fastidiarme esa actitud -la cual jamás hubiera permitido en otros pacientes-, me resultaba simpática. Confieso que, en el fondo, Sebastián y su enfermedad me provocaban una curiosidad casi morbosa. De algún modo me sentía el personaje secundario de una historia cuyo desenlace estaba por llegar, inevitable e inminentemente.

Y a pesar de ese final, borroso pero que día a día tomaba  forma con la velocidad de lo ineludible, jamás había el mínimo destello de melancolía en nuestros encuentros. Todo lo contrario, sus comentarios tragicómicos sobre cómo él imaginaba que sus seres queridos –y los no tanto- vivirían su muerte, me parecían tan elocuentes y mordaces que a veces me hacían hasta saltar lágrimas de risa. Más de una vez, y enrojezco al confesarlo, volviendo a casa en subte me supuse víctima de una enfermedad terminal y así poder sentir, si quiera en a través de la imaginación, un humor y una perspectiva que mi salud no me convidaba.

Un jueves por la mañana durante una de nuestras consultas, Sebastián me invitó a jugar al póker con él y sus amigos aquella misma noche. Al principio dudé en aceptar, me sentía incómodo rompiendo una dinámica de viejos colegas. Sin embargo me había hablado tanto de ellos que hasta creía conocerlos; de hecho me di cuenta que, en mi fascinación por esta historia, había formado una opinión de casi todos ellos. Sobre todo de un tal Hernán, un amigo suyo del colegio, el cual, según deduje de las charlas con Sebastián, era un tipo bastante radical en sus opiniones, de esos se aferran a una idea y jamás la modifican, así sea por orgullo. Esa actitud me caía bastante mal, pero tenía que aceptar que me sentía algo identificado con esa forma de ser. Terminé por aceptar: una vez más la curiosidad por descubrirle un nuevo matiz a esta relación, me había ganado.

El encuentro era en la casa de un tal Ariel y la cual no quedaba lejos de la mía asó  que decidí ir caminando. Llegué un poco pasadas las nueve y luego de confirmar por teléfono que Sebastián ya estaba allí; no podía dejar de sentir que mi presencia era inoportuna en ese encuentro. En fin, me abrió la puerta un tipo alto y robusto que luego supe que era Hernán. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma amistosa. - Buenas noches, tordo! Epa! Usted sí sabe ganarse a la tribuna - dijo mientras miraba la botella de whisky en mi mano y yo me sentía aún más inoportuno con ese comentario-. Pase nomás, estamos en el fondo.

Nos quedamos allí hasta las tres de la mañana, justo media hora después de que se sirviera el último trago de whisky. A pesar de que la noche fue distendida, la última media hora fue algo extraña. Bastante incómoda para mí, que no había logrado dejar de sentirme un sapo de otro pozo desde que había entrado allí hacía ya casi seis horas.

Todo comenzó cuando Sebastián, claramente borracho y con tono alegre, soltó uno de sus chistes: -¡Muchachos! –dijo alzando el vaso -Prométanme que si en algún momento me quieren internar y no pueda disfrutar de esto, alguno de ustedes va a desenchufarme y mandarme al otro lado.

-No digas boludeces- interrumpió Hernán con un tono que claramente censuraba las risas que podría haber provocado el comentario de Sebastián-. Si a vos te llevan a un hospital es porque los médicos te van a salvar. No podés ser tan pelotudo de no poner esfuerzo de tu parte y luchar por tu salud.

Si hubiera estado en un bar, pensé, ya me hubiera levantado y discretamente alejado de la situación. Siempre fui alérgico a los borrachos moralistas y sus monólogos sin humor. 

-Bueno, ya sabemos que Hernán no será el que se anime a matarme –dijo  Sebastián exagerando una risa que le resaltaba los parpados caídos.

Quise reírme al escuchar esto pero preferí quedarme callado para no ofender a Hernán o llamar la atención de algún modo.

-Ni yo ni nadie debería matar a nadie, pedazo de boludo. O te crees más listo que un médico que se quemó las pestañas durante años para saber cómo salvar a ignorantes como vos - respondió Hernán-. Y ya que estamos, a ver si te dejas de joder con eso de la acupuntura y vas a ver a un médico de verdad...Sin ánimos de ofender – remachó Hernán sin mirarme.

-No pasa nada-, dije con mi mejor sonrisa de estúpido-. Con algo hay que robar, ¿no?

- Pues no sabés lo feliz que me harías si me echas una mano con la parca-, logré oír susurrar a Sebastián mientras dejaba caer el peso del cuerpo en el respaldo de la silla. 

A partir de ese momento creo que tácitamente todos hicimos un esfuerzo conjunto por agilizar el cierre de la velada y evitar seguir diciendo cosas que al día siguiente nos lamentaríamos. No me acuerdo muy bien cómo fue que nos despedimos, sólo recuerdo que cuando me levanté de la silla el mareo era evidente.

Por mi parte, decidí volver caminando a casa, no me venía mal tomar un poco de aire. Además me habían entrado unas terribles ganas de fumar y quería ver si de camino encontraba un kiosco abierto para comprar cigarrillos. Dejé de fumar hace ya más de diez años, y a pesar de que nadie lo sabe, cuando bebo me gusta fumar solo, como sellando un secreto. Javier y Leandro dijeron estar demasiado borrachos como para volver a sus casa manejando y optaron por quedarse a dormir en lo de Ariel, en definitiva nadie los esperaba en sus camas; tampoco a mí, pero prefería mi cama. Hernán, en cambio, se ofreció para llevar a Sebastián en auto a su casa.

 

Yo me enteré del accidente recién al mediodía siguiente, gracias a Javier. Había sido él quien buscó mi número de teléfono y el que me dejó el mensaje de voz en el contestador del consultorio. Ese viernes  había llegado más tarde de lo habitual al consultorio y a pesar de no tener mucha resaca, el cansancio no me dejaba pensar con claridad. Apenas escuché la voz de Javier en el contestador supe que no serían buenas noticias. Me pedía que lo llame y me dictaba lentamente su número de teléfono al final del mensaje. Así lo hice, llamé y mientras esperaba con el tubo pegado al oído pensé que tal vez estaría a punto de escuchar un final que yo no habría imaginado.

Según contó Hernán a la policía cuando le tomaron declaración, un hombre se le había aparecido repentinamente de entre los autos cuando intentaba cruzar la avenida a mitad de cuadra. Cuando lo alcanzó a ver, giró el volante pero la lluvia en el asfalto lo hizo patinar hasta chocar de costado con un semáforo. Alego no recordar la velocidad a la que iba.

Él salió totalmente ileso. Salvo por una costilla que se había quebrado, el resto de su cuerpo no había sufrido ni un solo rasguño. Sebastián, en cambio, había muerto al instante como consecuencia del impacto en el cuello. Según el doctor, las víctimas de este tipo de muertes causadas por un impacto tan brusco e inesperado, no sienten dolor. Nos decía esto como si fuera un consuelo. Y en algún punto lo era, al menos para mí.

Pregunté por Hernán y el doctor me informó que estaba internado en observación. Volví al hospital esa misma tarde y en recepción me informaron que  estaba en la  habitación 308.  Al llegar a la puerta me detuve sin abrirla, en realidad no sabía a qué venía ni qué decir. Asomé la vista discretamente por la ventana circular que había en la puerta y lo alcancé a ver con claridad. Estaba recostado de lado, con el cuerpo girado hacia la puerta y los ojos abiertos. Si no fuera por el suero en su brazo izquierdo, jamás se imaginaria uno que ese hombre había sufrido un accidente hacia tan sólo unas horas. No tenía ningún daño visible y su rostro, si bien se veía agotado, no mostraba huella de lo ocurrido.

Tenía la mirada posada en el suelo, con la cabeza asomándose a unos centímetros de la cama yla mirada cha o izquierdo no habia ver a sus casa manejando y s.  su mano derecha acariciando el borde de la mesa que había junto a su cama. Tenía un aspecto dubitativo, y noté como detenía el movimiento de su mano justo en la esquina de la mesa y con el dedo índice presionaba con mayor fuerza.

De repente alzó la vista y me vio; inmediatamente me reconoció. Y al verlo mirándome me di cuenta de que el daño que había esquivado su cuerpo, había en cambio totalmente alcanzado su mirada. Algo en ella no comulgaba con su cuerpo ileso.

Antes de que yo levantase la mano para saludar, Hernán se giró hacia la ventana y me dio la espalda.

Durante unos segundos me quedé ahí parado, desconcertado, pero inmediatamente quité mi mano del picaporte y me fui. El pasillo se hizo un poco largo, pero al llegar al ascensor me llegó el consuelo que estaba buscando. Sonreí, y entre imágenes de la noche anterior, las discusiones, el juego -del que no sabía quién había salido ganando-, riéndome solo, murmuré en voz alta: el mundo acaba de perder dos bebedores de whisky.

 

 

18.2.13

Keith, el domador

La música, llegándole desde todas partes como un caos ensordecedor, marca  también el compás de sus pensamientos. Los martillazos de las teclas lastiman una melodía que intenta asomarse. Y mientras Keith siente que una fuerza musical, incoherente y desordenada, lo dirige hacia un abismo, cobardemente intuye que si lo decide, si realmente se concentra, él puede afectar el caos hasta alcanzar el silencio. O al menos una calma que absorba sus pensamientos hasta dejarlos en paz.

Tanto como avanza hacia un vacío que siente cada vez más cerca, sabe que sólo él es el creador de su calvario, y que el bullicio que siente alcanzándole desde todas partes es en realidad una obra a la que debe permitir manifestarse -a pesar del atropello de sus notas y de la incómoda desorientación que ésta le provoca-. De algún modo debe confiar en el secreto que esconde el caos, por más que ahora mismo la velocidad externa lo encandile con desrodenadas fusiones de imágenes, voces y texturas. Pero Keith apenas logra mantenerse aferrado a las riendas de un animal que se le escapa.
Y arrastrado por el caos, sobre el lomo de la bestia delirante, con teclas que retumban como tambores en su cabeza, aturdido y lejos del control, completamente hundido en el cauce fatal, Keith siente mientras es arrastrado por el fondo de la corriente como una melodía le roza la espalda al pasar. Inmediatamente la identifica por su exquisitez. Cierra los ojos y a pesar de ir golpeándose entre piedras, reconquista el poder de la concentración. Y con ella la autoridad que le perteneció desde siempre. Siente en el amparo de la melodía el poder necesario para detener el caudal que lo ahogaba. Y sin mayores explicaciones, como un acto natural, los pensamientos de Keith se ordenan, el hombre se hincha, el ejecutor se impone, y con un frio sablazo fugaz, taja en dos al caos frenético del bullicio que pisoteaba su preciosa melodía.

Todo por fin se detiene en nombre del silencio.
(…)

Suavemente va abriendo los ojos, y deduce por el sudor que empapa su cuerpo agitado, que acaba de regresar de un sitio. Keith inhala aire desde el fondo de su estómago, como quien se asoma de un cauce, agradeciéndolo con el último respiro. Al girarse hacia la izquierda se asusta al enfrentarse con un teatro repleto de miradas atónitas. Todas lo miran a él, todas están cargadas de contención. Parecen haber visto a la muerte morir. Frente a él, un enorme piano de cola negra. Sus manos laten. Un silencio mortal recorre la sala justo antes del estallido de aplausos, el cual le recuerda a Keith, el domador, la fatalidad de los sonidos.


 

27.1.13

N y J

Las agujas del reloj se mueven azarosamente. Frente a N está el espejo del baño, reflejando a  J detrás suyo mientras sostiene una tijera. J le corta el primer mechón y N lo siente inmediatamente rozándole el hombro. J se percata de cómo va perdiendo la vista con los años. N ve crecerle una barba canosa. Por el espejo, igualmente, se reflejan los muebles del salón mutando hacia un pardo opaco. Ambos se lavan las manos con un jabón que abrieron antes de desnudarse. El mechón de pelo finalmente roza los pies de J antes de desarmarse en el suelo.

7.1.13

Santos Inocentes (Parte III: La juiciosa realidad)


A todo esto una nube cubre el escaso sol que me iluminaba mientras permanecía inmóvil frente al café. Y percibo a mi ciudad, bajo el cambio de luz, como si fuera un cuerpo violado y mutilado. Lo veo claramente moribundo mientras yo descanso agitado y a cierta distancia del cuerpo, el inacabable.

Casi irreconocibles, las calles están impresas con una luz de atardecer y una dinámica que me resultan histéricamente desacertadas; como todo lo que llevo viviendo desde que salí de aquel baño hace sólo unos instantes. ¿Acaso estoy fantaseando? me pregunto aterrado mientras siento que me caigo entre los pliegues de una realidad. Me acaricio las muñecas con las manos y encuentro un efecto sedante en este acto.

Tal vez cerrando los ojos pueda vivir como un alquimista. O al menos darle cimientos a  la esperanza de convertir todas esas líneas que se me cruzan al abrir los ojos, en una sola visión agradable. Capaz de explicar esta fiebre que marcha pero regresa, y siempre me deja como a un niño perdido en su habitación.

Es en vano. Al cerrar los ojos siento las miradas sobre mí; todas recorren sobre un lienzo negro con intención de ser distinguidas entre su pares. Algunas, desesperadas, piden piedad bajo mi autoridad, otras, juiciosas, se hinchan ante mi incapacidad para entender sus acusaciones. Y al abrir los ojos confirmo mi miseria. Una ola de gente va y viene por la ciudad pero todos me miran al pasar como si fuera un extraño objeto.

Un niño me señala claramente. Tira del abrigo de su madre mientras sus ojos saltan de los míos al poste de luz que hay junto a su madre. Ella, ignorando lo que el niño intenta decirle, lo sube al tranvía.

Me acerco. Caminando sin percibir lo que sucede a mi alrededor. Sin saber realmente si estoy siendo parte de todo lo que me rodea, así como tampoco jamás he sabido si estoy realmente activo.

Sobre el poste de luz hay un afiche con mi rostro. Me identifico inmediatamente en una foto tomada hace unos meses; o no, en verdad dudo del tiempo. La opresión en las sienes finalmente se evapora y siento como, poco a poco, un proceso cargado de alivio ensancha mi cabeza, y con ella mi lucidez. El cartel dice que soy Moritz Gleixner, que tengo 26 años, que he asesinado seis mujeres y estoy fugado de un centro penitenciario desde hace diez días, y que soy una persona que  padece serios trastornos de percepción.

Caigo al suelo, ahogado y boqueando como un pez en la superficie. No puedo evitar romper en un llanto desolado. Siento culpa e impotencia. A mi lado, un periódico dice que hoy es lunes siete de enero del 2013. Y no sábado.  

FIN.

6.1.13

Santos Inocentes (Parte II: La inocencia)


El recuerdo es interrumpido por un perro que se acerca hasta la gran maceta blanca. El aire fresco de la mañana y mi instinto, me afirman que estoy en la realidad. Pero la pausa a la que me induce enterarme donde me encuentro me incomoda hasta el punto de querer escabullirme de ella, y de la vergüenza que me provoca, a toda costa y de la manera que sea. Por ejemplo, abriendo la puerta y entrando al café que hay frente a mí. Camino hasta única mesa libre que encuentro, una junto a la puerta del baño y sobre la cual reposa, doblado, un periódico viejo.

En diagonal, junto a la ventana, una pareja desayuna impaciente. Ella, visiblemente segura, viste un gris que resalta el grito apagado que se asoma por su mirada ya madura. Sus constantes repasos al reloj de muñeca resaltan la concentración con la que el hombre frente a ella, prolijamente afeitado y peinado, pasa las hojas del periódico sin mover la vista. Los presumo pareja, y por la fría confianza con que se corresponden, que llevan varios años juntos. Y juzgo por la vestimenta sobria y el silencio inquieto, que llegan tarde a un casamiento o a una gala de fin de semana. Sin embargo el maletín de cuero entre las piernas del hombre me desconcierta.

A mi izquierda dos adolescentes se interrumpen constantemente. Sus libros abiertos me hacen suponer que es épocas de exámenes. Sobre la barra, un hombre uniformado con un grueso abrigo negro que no se quita, bebe café. Más reparo en los clientes y mayor es la curiosidad que me despierta sus vidas, claramente desentonadas con la pereza de un sábado por la mañana.

Viendo que no soy atendido, aprovecho para ir un instante al baño a lavarme las manos. Al regresar a mi mesa, jamás imaginé lo que me esperaba. Súbitamente ya no hay nadie en el café y todas las mesas están ahora completamente vacías y limpias. Pienso en la posibilidad de una broma desagradable, pero inmediatamente descarto mi ingenuidad y entiendo que esto es más serio de lo que parece, y que si no procedo con juicio, algo más que mi cordura está en peligro.

Acercándome a mi mesa mi confusión se transforma en un sudor al encontrar una taza con restos de café frio y un plato con sobras de pan tostado. Me siento y advierto nuevamente la opresión en las sienes, y con ella, el metal caliente que abrasa mis ojos. Soplo los granos de azúcar que hay sobre el periódico y espero en silencio intentando atar los cabos de este caos. La camarera, a quien ahora identifico por ser la única persona en la sala, me atropella con una mirada tan breve que no me permite descifrarla.

 La ventana de la pareja inquieta ahora me muestra un atardecer que realza mi confusión. Ya es insostenible la incomodidad que me despierta este laberinto. Necesito usar toda mi energía y concentración para salir cuanto antes de este sitio, a toda costa y de la manera que sea.

Alzo la mano y llamo la atención de la camarera, quien llega trayéndome una cuenta que incluye un café con leche y tostadas, una coca cola y tres cervezas. No me animo a decir nada, y al sacar un billete de veinte francos que dejo sobre la mesa, veo que mis manos tiemblan. Luego me paro y me dirijo a la salida mientras quito la bufanda de la manga interna de mi abrigo. La camarera se acerca para abrirme la puerta, ya cerrada a llave y por lo tanto dejando en evidencia que soy el último cliente del día.

5.1.13

Santos Inocentes (Parte I: La fiebre)

Entre mis ojos, detrás del rostro, un enredo. Es sábado por la mañana y paseo por mi ciudad, la inacabable. Sobre mí se posa una autoridad como un sombrero prensando imágenes de calles adoquinadas, puentes suspendidos y una barca flotando sobre lo que parece, sólo mar. El dolor aprieta en las sienes. ¿Jaqueca? Me pregunto con una esperanza que percibo prestada.

Camino un poco más y me detengo junto a la enorme maceta blanca donde hace tan solo un par de años jugaba a la pelota. Al levantar la mirada me percato de que el césped de aquel parque es ahora el asfalto de una calle peatonal con fachadas victorianas y balcones donde el invierno se hilvana en forma de ramas secas. Desde uno de ellos, una mujer sin maquillaje silba.

Alzo la vista y su mirada de gata madre fumando me recuerda a una adolescencia en Génova, patrullando el casco  antiguo en moto y sospechando que todo tesoro se esconde bajo llave.  –No es verdad eso que piensas, niño- me había dicho desde el balcón la misma mujer una mañana de verano entre semana. Detuve mi moto y alcé la vista al balcón. -Sube- me susurró nítidamente entre humo de cigarrillo y una sonrisa lasciva.

Yo, obedeciendo sus órdenes con un coraje que me abandonaba en cada paso, comencé a trepar las escaleras de aquel edificio frente al mar. No alcancé la segunda planta cuando una fiebre ocre me envolvió en llamas. Derrotado en el suelo y sintiendo que el fuego alcanzaba mi vista, noté como el calor extirpaba algo de mí hasta separarlo totalmente y dotarle de una autoridad que inmediatamente percibí severa, aunque compasiva con la parte que abandonaba en las escaleras.

De repente sus manos de mujer apretando mis muñecas me revelaron que todo era un sueño. Aquel martes, su cuarto con balcón al puerto, mi edad, nuestra predisposición, todo era producto de mi imaginación. Tal descubrimiento de saber que soñaba consciente, me otorgó un poderío del que abusé descaradamente. Tal vez por curiosidad, tal vez porque finalmente tenía la posibilidad de descubrir un límite sin que mis acciones tuvieran consecuencias.

–Me estás matando y no lo puedes evitar- me decía sintiendo mis manos en su cuello mientras yo hacía el amor por primera vez.

–No temas, sólo basta que me despierte para devolverte a tu balcón.