19.12.14

¿Por qué tres?

Escribió, luego pensó / No te atrevas / Pensar es detenerse / Andar es acción / Atravesaron la ciudad / Pasado, presente, futuro / Los detectives salvajes / Como fruta fresca / No encontrar nada / Búsqueda sin intención / Café con leche / Acatar la ley / Sin obra concluida / ¿Hasta cuándo aguantar? / ¿Y luego qué? / Encender la vela / Apagar la luz / ¿Qué estará haciendo? / Ir perdiendo ciudades / ¿Por qué tres? / De tanto tirar / Por no tener / Sin ánimos de lucro / Ave María Purísima / ¿Quién es ella? / Sin pecado concebido / Viernes de madrugada / Lunes de hastío / Veo tu cara / Vida de perros / Hacer el amor / Desde que partió / Nada es igual / Y sin embargo /Cuando me levanto / Sino me acuesto / Lágrimas de cocodrilo / El brazo político / Sin los demás / Plantas de interior / Libros sin leer / ¿Y si no? / No puedo evitarlo / Padre y madre / Hijos sin hijos / La isla perdida / Ya está bien.
 

17.12.14

El remedio contra el loop

Quisiera escribir la novela eterna, la trama inagotable, el indestructible monólogo interior, poder lograr lo que nunca he logrado: respirar sobre el papel y plasmar mi aliento como la justa evidencia de esta vida intermitente. Claro que de algún modo eso es lo que intento con mi literatura: retratar una existencia descomunal. No por los eventos que la mueven desde afuera, los cuales son para nada descomunal, sino por su empeño interior en permanecer desatada y en continuo progreso hacia la incontinencia. A veces pienso, mirando las evidencias, que mi literatura está destinada a ser un muelle espacial, flotando sin más raíz ni testigos que las palabras que me apure a dejar.

No niego que siempre me estoy contestando la misma pregunta, escribiendo la misma historia a través de múltiples palabras, pero acaso ¿quién no? ¿Acaso no hay hechos suficientes para pensar que la vida avanza hasta un cierto momento (por cierto demasiado pronto) y a partir de ahí todo es un loop, un girar sobre un mismo eje, un transitar senderos circulares hasta olvidarse el trayecto recorrido y tropezar una y otra vez con paisajes que uno intuye ya vistos?, y sin embargo sospechar al mismo tiempo que todo volverá a suceder, sin más esperanza que la aparición de un nuevo circulo regalándonos el engaño de estar dejando atrás lo mismo que acaba de llegar. No lo sé, por eso yo escribo, para identificar los círculos que voy transitando y lo que mora adentro mío mientras todo sucede una y otra vez, pues me resulta imposible advertir las repeticiones del camino mientras vivo con los ojos puestos en el mundo no-escrito.

16.12.14

Generación Shandy

Por mi parte estoy intentando aprender un poco de ambas generaciones, las nuevas y las viejas. Como siempre yo en el medio, observando a ambos lados, bebiendo un poco de todo y evitando formar parte de cualquier compañía, siempre al margen, siempre incapaz de un sentimiento nacionalista. Tal vez por eso mi literatura a veces pende de un hilo sobre el mundo. Miro a las nuevas generaciones y aprecio la valentía de escribir en primera persona sin que en ello haya un juego, miro a las generaciones de arriba y admiro la técnica exquisita para desarticular y realzar cualquier sentimiento, verdadero o falso, personal o ajeno.
Sin embargo lo que es una evidencia en todos los paisajes generacionales es el poder de la Palabra. Mire arriba o abajo, yo sólo me siento pagado cuando miro hacia adelante y lo que veo es una pantalla en la que van apareciendo mis letras, que a la vez van formando palabras, y luego oraciones destartaladas, pero poco a poco, ensayo a ensayo, van fundando una literatura. Y ese es mi gran regalo, mi mayor satisfacción…y mi mayor consuelo frente a los tesoros literarios de las nuevas y viejas generaciones. Allí en medio estoy yo, pequeñito, lejos de todos ellos e incluso de los poetas de mi generación. Sentado en un escritorio que nunca es el mismo, ni tampoco lo es el paisaje que tengo en frente. Soy un escritor de literatura portátil y miembro de la generación Shandy, una generación ajena a edades y fechas, más bien un movimiento de escritores unidos por un espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, y simpatía por lo absurdo.
Mi literatura busca hablar de un mensaje codificado para maquinas solteras que escriben por allí, en algún lugar del mundo. Voy robando intenciones generacionales para contagiar mi estilo y mantenerlo liviano, seductor, y portátil; cultivando siempre el arte de la insolencia.

28.10.14

La bomba bajo la mesa

El papel que pasaron esta mañana bajo la puerta de mi habitación no tenía firma. Sin embargo lo supe de inmediato, llevo apenas cuatro días en esta pensión y sólo una persona conoce mi paradero. Después de todo estoy aquí por él.
El texto era formal y seguro, como su voz cuando me habla. Decía: No tomaste en cuenta ninguna de las recomendaciones que te hice (horarios, distribución de mesas, posibles variantes, etc.). No es la primera vez que me ocurre esto contigo. Es triste pensar que no se tiene la menor influencia intelectual sobre un subordinado a quien se quiere y se estima tanto.
En ese momento supe que ya no contaba con su protección, que estaba “suelto” como se dice entre los míos. Los detalles de mi destino no tardarían en llegar, pensé mientras plegaba el papel y lo dejaba sobre el escritorio. Tomé la cajetilla de cigarrillos y me asomé por la ventana sin correr las cortinas, no se veía nada extraño en la calle, sin embargo la ciudad de repente me pareció un asqueroso hormiguero sin sentido. Encendí un cigarrillo (nunca fumo antes del café), la TV, y me senté a los pies de la cama. En la pantalla apareció la foto de dos señoras sonriendo en una playa. Eran ellas, no había duda, las mismas dos mujeres que me habían pasado por al lado justo cuando yo salía del café tras confirmar que el tal Villalobos estacionaba su Volkswagen azul para entrar por su café como cada mañana a esa hora. Pero las muy pendejas parece que fueron a sentarse justo en la mesa que no les correspondía.  Y ahora el hijo de puta del Sr. Villalobos sigue por ahí, suelto.
 

4.1.14

Los zapatos del abuelo

N es hijo de M.

N cumplió doce años hace unos pocos días. M es un hombre de cuarenta y tres años que trabaja doce horas diarias para mantener a su familia. Es finales de verano y M, N, sus dos hermanas menores y la madre recorren en coche los casi ochocientos kilómetros que hay hasta Ciudad B, donde viven. N y sus hermanas acaban de pasar casi dos meses de vacaciones en casa de los abuelos paternos en Ciudad G. A lo largo del verano la madre viajó dos veces para visitar a sus hijos, quedándose cuatro días en cada ocasión. La última visita, de casi una semana, fue acompañada de su marido, quien tomó su semana anual de vacaciones con la familia.
No ha sido un verano más para N. Ha sido la primera vez que sintió la libertad con sus propias manos. La libertad de estar lejos de sus padres, bajo la tutela de sus abuelos, sin más responsabilidades que la de levantarse y salir a explorar todas sus curiosidades a lo largo días que acababan de madrugada y en alguna sobremesa en el jardín de la casa, dormido siempre entre los brazos de su abuelo, pues había sido el gran protagonista de su verano. Le había enseñado a hacer cosas por primera vez, como cazar los gorriones que se escondían en los huecos de la pared con una red especialmente diseñada por su abuelo, o encarnar una lombriz para que no te la robe un pez, o incluso conducir su Renault 4 con caja de cambio al volante. N veía en su abuelo a un cómplice, una mano segura y dispuesta de la cual tomarse para emprender cualquier aventura que se dispusiera. Casi cada día salían a pescar juntos temprano en la mañana o cuando el sol caía, con el cambio de luz salen los peces, repetía N a cualquiera que le hablase de pesca. Se había vuelto un aficionado a todo lo que tuviera que ver con el lago que había en Ciudad G, tanto que una tarde en Enero le pidió a su abuelo si podía llevar los peces que tenía en su balde para meterlos en la piscina del patio. Ese día su abuelo se convirtió en la persona más querida por N. Ambos disfrutaban del espectáculo que era ver a N nadando entre los peces que él mismo había pescado y que ambos había adoptado como mascotas.
El calor, la inmovilidad durante tantas horas, y las peleas absurdas con sus hermanas, han agotado el ánimo de N, que ahora viaja el último tramo del trayecto abrumado y con el rostro pegado a la ventana. Cuando el coche por fin deja atrás la autopista tras casi ocho horas de viaje y las primeras avenidas de Ciudad B comienzan a aparecer por las ventanillas del coche, N siente una inyección de entusiasmo que lo despierta del agobio mental. Tras dos meses de ausencia la ciudad se le muestra distinta, le parece casi desconocida. N disfruta la confusión que le provoca estar viendo su ciudad con un ánimo inesperado.
El coche recorre avenidas, luego atraviesa un puente que cuelga sobre un río seco, y finalmente entra en un suburbio de la ciudad. Se empiezan a ven perros caminando sin dueños ni correas y niños en bicicleta. M detiene el coche justo frente al edificio donde vive la familia: el número 36 de la Calle E. Un policía que se refugia del sol bajo la sombra de un toldo verde que hay al otro lado de la calle, se acerca cuando el motor del coche se apaga; advierte que está prohibido estacionarse allí. M justifica que serán sólo unos minutos hasta descargar el equipaje. El hombre de uniforme azul asiente con un movimiento de cabeza, se gira y cruza la calle a paso lento. Cuando M se desabrocha el cinturón de seguridad y abre la puerta para bajarse, el reloj junto al velocímetro marca exactamente las cinco de la tarde. N encuentra fascinante la precisión horaria de los hechos. Quiere expresarse al respecto pero no sabe muy bien cómo hacerlo, qué decir; opta mejor por callar y suelta una sonrisa que sonará a suspiro en los oídos de sus hermanas. Al salir del coche N está inquieto y se mueve animadamente. Ya no le parece tan cruel el final de las vacaciones e incluso comienza a sentir unas ganas urgentes de rencontrarse con sus amigos del colegio, especialmente con dos de ellos cuyos nombres no vienen al caso. Se imagina la cara de sorpresa de estos dos amigos cuando le vean el nuevo corte de pelo que se hizo el día de su cumpleaños. Nunca antes N se había pelado a cero por lo que aún se sorprende cuando se cruza con un espejo.
Cada miembro de la familia participa de la descarga. Rápidamente, al cabo de unos minutos el equipaje completo se amontona en la acera. Cuando M se sube al coche para llevarlo al estacionamiento que está a dos calles, N suelta la maleta que intentaba subir por las escaleras del edificio y pide acompañarlo. M indica rotundamente que no con el rostro girado hacia atrás midiendo la distancia con el coche que tiene detrás; luego se incorpora en su postura y mirándolo agrega que debe ayudar a sus hermanas y a su madre a subir el equipaje en el ascensor. N se gira y continúa tirando del trasto, ahora ayudado por la rabia de suponer que M goza negando todo lo que él propone. Sus padres hablan a través de la ventanilla del coche. Primero suben sus hermanas con los bultos que N acomodó descuidadamente en el ascensor. Luego, en un segundo viaje, N y su madre suben con un bolso que guarda restos de comida, dos mochilas, y la raqueta de tenis que le compró el abuelo para su cumpleaños.
El primero en entrar a la casa es N, que lo hace escabulléndose por debajo del brazo de la madre apenas gira la llave de la puerta. El olor a encierro tras una semana de ausencia detiene a N junto al paragüero de porcelana azul que hay apenas cruza el portal. Sugiere no abrir las ventanas; pide por favor permanecer con ese olor y esa oscuridad durante unos días más. La madre, sorda a las palabras absurdas de N, esquiva al hijo y entra en la cocina para comenzar a levantar las persianas y abrir las ventanas. Una de las hermanas -la más pequeña- corre al baño y al cabo de unos segundos grita algo sobre el agua del grifo. Nadie se esfuerza por entenderla. N pasa por la puerta de su cuarto pero no la abre y continúa hasta la habitación de sus padres con la intención de escuchar los mensajes en el contestador automático. Antes de acercarse al aparato y corroborar el número de llamadas (que aparecerá titilando en luz verde), N intenta adivinarlo siguiendo la dinámica de un juego que tiene con sus hermanas. Calcula dos por día y supone quince llamadas. Luego se acerca y corrobora que han sido sólo seis. Aprieta el botón verde que reproducirá los mensajes y se tira en la cama a escucharlos. Con los brazos detrás de la cabeza, N piensa que M se enfadará si entra a la casa y ve los trastos del viaje en la puerta de entrada mientras él escucha los mensajes tirado en la cama.
Una mujer con voz grave deja el primer mensaje: llama de parte del colegio donde trabaja la madre de N. El segundo mensaje es otra vez la misma mujer, hace un comentario referente a las fechas de inicio de las clases y pide que la llamen para confirmar los cambios. El tercer llamado es de un amigo de N, el mensaje no da más detalles que el nombre de quien habla. N sonríe mirando el techo.
Luego hay dos mensajes mudos en los que ni siquiera se oye ni ruido de fondo. El sexto y último es del tío de N (es decir el esposo de la hermana de M, o más brevemente, el cuñado de M). La voz es seria, pide que lo llamen apenas oigan el mensaje. Inmediatamente N siente en el estómago la premonición de las malas noticias. Hace cálculos en su cabeza y concluye que el mensaje es de hace sólo un par de horas. N se convence de que aquel mensaje esconde el verdadero mensaje, tal vez un accidente especula. Lo primero que llega a su pensamiento visual es el rostro de su tía, la hermana de M. Su tío jamás había llamado por cuenta propia. Escucha a sus hermanas subir las persianas en el cuarto de al lado. N se levanta de la cama dudando qué hacer aunque siente la responsabilidad de ser él quien comunique el mensaje a su padre. A pesar de que no se ha dicho, con el pasar de los segundos, N se aferra cada vez más a la idea de que alguien ha muerto.
Rebobinará el casete del contestador y dejará el aparato como si nunca se hubiera tocado. Siguiendo un plan apresurado, N sale corriendo del cuarto, deja atrás el pasillo que ahora viste una luz llegada desde las habitaciones y sortea los bultos de la entrada hasta salir de la casa como un disparo humano. N jamás sabrá que su madre, al verlo pasar a toda velocidad, se girará por el ruido y se golpeará secamente en el codo, llenándose de una amarga frustración que hasta ella misma juzga exagerada.
N baja los cinco pisos por las escaleras. Se detiene en la puerta de entrada al edificio como un perro a la espera de su dueño. El mismo policía de hace unos instantes lo ve desconcertado desde el otro lado de la calle. N lo ignora. Cuando M por fin dobla en la esquina y aparece por la Calle E, N corre hacia él. Toma a su padre del brazo y le avisa con un tono de voz agitado aunque serio y claro (tanto que él mismo se asombra mientras se escucha hablar), que debe llamar a la tía. Luego dice que ha sido el tío quien llamo y dejó el mensaje de que lo llamen. No menciona ningún detalle más. M no dice nada y acelera el paso. Durante el trayecto en ascensor, a pesar de que N no se anima a alzar la vista, sabe que el rostro de su padre ha mutado hacia una rigidez muda.
M se encerrará en el cuarto con su mujer durante casi una hora. Desde el salón N puede escuchar las voces de sus padres hablando por teléfono, luego cree oír a M llorar, luego nuevamente silencio. Cuando por fin reaparece la pareja, la luz morada de la tarde atravesando las cortinas ilumina el ambiente con una gracia que no comulga con el rostro de los padres. Ambos tienen los ojos irritados, y M, un gesto oprimido. Desde la distancia, con un tono pueril que no le sienta natural, M informa que el abuelo ha muerto.
Las hermanas de N comienzan a llorar apenas se termina de pronunciar la palabra muerto. La madre se arrodilla para corresponder la reacción de las niñas con un abrazo y besos en sus cabellos; repite que el abuelo se ha ido al cielo y que allí estará mejor. Al oír esto N se imagina a su abuelo en pantalones cortos y sandalias de goma, comiendo un trozo de sandía mientras flota en lo que parece ser un trozo de cielo.
N mira a sus hermanas pero no puede llorar; algo le impide contagiarse del drama que se ha instalado en la casa. Padre e hijo permanecen de pie, sin mirarse, claramente afectados por la noticia, cada uno a su manera. Sin derramar una sola lágrima N parece estar anclado al pensamiento de que tan sólo anoche había estado cenando con su abuelo, y que ese hombre (porque así lo califica en su pensamiento) con quien pasó los últimos dos meses, ahora está muerto. Para siempre.
N no siente tristeza, y lo sabe. Lo que siente es fascinación. Le cautiva la contradicción entre estar y no estar, por más que no registre con claridad lo que significa nunca más estar. Sospecha que si ahora mismo estuviera en la casa de su abuelo entonces podría llorar. Aquí, en su casa, su abuelo siempre existió de esta forma ausente.
Por más que busca la emoción física, N solo puede recrear imágenes. Algo parecido a una secuencia fotográfica que desfila por detrás de sus ojos: su abuelo conduciendo un coche bajo el sol de mediodía, refrescándose sentado entre las piedras de un arroyo, cocinando vestido con un bañador azul y una camisa blanca completamente desabotonada, escuchando la radio recostado de lado en su cama.
N jamás ha visto un cuerpo muerto y tal vez por eso apenas puede imaginarlo cuando cae en la cuenta de que aquellas imágenes no corresponden a la realidad; su abu está muerto. Hace el esfuerzo pero lo más parecido a la muerte que alcanza a visualizar es una retrato donde su abuelo duerme boca arriba con los brazos cruzados sobre su barriga inflada, aunque nuevamente en bañador y con los ojos entreabiertos y burlones, casi riéndose de N que lo observa atónito desde la puerta incapaz de imaginarlo muerto. La imagen no le resulta triste ni dramática.
M regresa al cuarto y cierra la puerta. La madre pide a los hijos que se queden en el salón. Sin los padres los tres hermanos no saben muy bien cómo comportarse. N siente curiosidad por preguntar a sus hermanas qué sienten y así comprender todo un poco mejor. Pero no sabe muy bien cómo formular la pregunta y prefiere quedarse callado. La mayor de las hermanas abraza un almohadón recostada en el sofá; la más pequeña come una manzana mirándolos desde la cocina.
M y la madre finalmente salen del cuarto al cabo de media hora. Los ojos rojos de M permiten suponer que ha estado llorando. Su mujer en cambio no lo oculta, y se seca un llanto débil pero constante con el pañuelo de tela que mantiene apretado en la mano derecha. Desde el sofá, junto a su hermana, N mira atento a M como quien espera una sentencia. El rostro del padre se muestra ambiguo, casi podría decirse que le calza como una máscara. Finalmente comunica a sus hijos que regresará a Ciudad G esa misma noche para estar en el entierro del abuelo a la mañana siguiente.
Rápidamente N se alza y pide acompañarlo. La madre interviene diciendo que no, que él tiene mucho por hacer antes del comienzo de clases la semana siguiente. M permanece en un silencio que parece avalar a su mujer (aunque no es justo afirmar esto ya que su rostro continúa siendo un enigma). N insiste. Esta vez mirando a su padre a los ojos. M responde que si se sabrá comportar como corresponde, entonces lo puede acompañar. La madre no dice nada, avanza hasta el sofá y se acomoda abrazando a una de sus hijas.
N y M se ducharán en turnos mientras la madre vacía uno de los bolsos del viaje para volver a llenarlo nuevamente con comida. Afuera, las luces de los faroles ya alumbra la oscuridad. N siente una exaltación por el viaje que apenas logra reprimir para mantener el gesto serio que –supone- exigen las circunstancias. Al salir de la ducha envuelto en una toalla azul, ve a su padre tomando café en la cocina. A pesar de no beber café con regularidad (y mucho menos a esa hora), siente que la situación lo autoriza y pide a su madre si le puede preparar una taza. Hace tiempo ya que N está dispuesto a sacar provecho de todo aquello que le permita ganar terreno.
Cuando padre e hijo salen de la casa, el reloj del pasillo marca las diez y treinta y tres de la noche.
Salvo la primera hora del viaje, el resto de las siete horas que demorarán en llegar a Ciudad G transcurrirán en un silencio absoluto. Al principio N se siente incómodo por no saber que decirle a M, pero luego se acostumbra y se pierde en el paisaje oscuro y monótono de la noche en la ruta. En un momento del viaje N se queda dormido, o así lo cree al escuchar, repentinamente, a M en mitad de una frase. N se despierta con una erección e inmediatamente se gira hacia adelante disimulando buscar algo en el bolso que lleva entre las piernas. El padre pregunta si quiere comer algo. Contesta que no, que no tiene hambre. Luego se incorpora girando el cuerpo hacia la ventanilla mientras se acomoda el bolso sobre el regazo. En verdad, de lo que N tiene ganas es de preguntar por su abuelo, por la muerte, pero el mutismo y el trato protocolar de M le hacen concluir que debe callar.
La noche ahora es totalmente oscura. Arriba el firmamento suelta un brillo que N jamás antes había conocido de la noche. Adelante la ruta es sólo el triángulo de luz blanca que el coche proyecta sobre el pavimento. M enciende la radio pero no logra captar ninguna estación y opta por poner un casete con canciones románticas. A la segunda lo quita.
Las siguientes tres horas transcurren en total silencio. En un momento M le preguntará a su hijo sobre el año escolar que va a empezar, pero a N le aburre el tema y prefiere evitarlo con un silencioso desgano que M parece agradecer.
Cuando comienza a despuntar el día, los primeros rayos de luz naranja que nacen a la derecha del coche, empiezan a regalar forma y color a los campos que bordean la ruta. N mira su reloj de muñeca que marca algo más de las cinco de la mañana. Se siente agotado y mirando el rostro de M reflejado en la ventana frontal se duerme apoyado contra su puerta.
N sueña que va en un coche con su abuelo por una ruta deshabitada. Es mediodía y el sol es propio de verano. De repente el abuelo se detiene a un costado de la ruta y apaga el motor. Se acomoda en su asiento y le pregunta -con sonrisa desafiante- si quiere conducir. N no duda un segundo y de un salto se cruza al asiento del piloto mientras su abuelo sale del coche y da la vuelta por fuera. A pesar de nunca antes haber conducido, N comienza a operar el coche con facilidad y deleite. Su abuelo viaja en el asiento del copiloto. Pasado un bloque de tiempo N remarca que al mirar por el espejo retrovisor, su abuelo aparece reflejado en el asiento de atrás. Inmediatamente corrobora que ya no está en el asiento de copiloto, sin embargo cuando quiere girarse hacia atrás para verle el rostro y exigir una explicación, desde el asiento trasero su abuelo pide que no quite los ojos de la ruta.
Cuando N siente la voz de M despertándolo, el coche está entrando en una gasolinera. N tiene la impresión de haber dormido durante horas.
La luz artificial llegando desde afuera encandila a N que aún se siente atrapado por el sueño. No sabe si quedarse en el coche o bajar con su padre. El agotamiento físico y mental lo inducen a suponer que M disfruta evitando complicidad con él. El padre llena el tanque y al terminar asoma el cuerpo por la ventana del conductor para sacar la billetera de uno de los compartimentos que hay entre los asientos frontales. Le avisa a N que irá a pagar y luego al baño. N se desabrocha el cinturón para acompañarlo; él también necesita orinar. M sugiere que espere a que él regrese ya que sino deberá mover el coche de donde está ahora; luego podrá ir él. Sentado allí, N ahora duda si fue una buena idea hacer el viaje, no cree poder soportar -ni querer- hacer los 800 kilómetros de regreso. Mientras tanto ve como M le paga a un cajero que lleva una gorra amarilla.
El viaje continúa sin mayores acontecimientos hasta que llegan a Ciudad G un poco antes de las siete de la mañana. A pesar de haber estado en aquella ciudad hasta hace horas, N nuevamente tiene la impresión de estar contemplando por vez primera algo que ya conocía. Las avenidas desoladas de un sábado por la mañana le muestran una fisionomía de la ciudad que no había visto antes. El rocío del amanecer aún perdura sobre los coches estacionados; apenas hay movimiento. Un semáforo los detiene en la avenida principal. Por el lado derecho del coche aparece un hombre en bicicleta, lleva una cesta de mimbre enganchada en la parte delantera con un mantel de tela que cubre lo que probablemente es pan. N no puede evitar percatarse e intuye conocerlo. Cree recordar haberlo visto conversando con su abuelo (aunque no puede asegurar con certeza si se trata de aquel hombre o es que todos los hombres mayores de esta ciudad que van en bicicletas viejas y gastadas se parecen entre sí). La luz del semáforo cambia y el coche avanza. N se gira pero el cinturón de seguridad y la velocidad le impiden la visión.
No sin antes pensar bien cada palabra, N pregunta sobre el plan a seguir ahora que han llegado, se refiere a si irán directamente al velatorio o pasaran antes a ducharse y cambiarse. M no quita la vista de la calle mientras le dice a N que primero buscarán las llaves de la casa en la sala velatorio y luego irán a la casa de la abuela a ducharse. Como si hubiera olvidado un detalle, agrega que N deberá esperar en el coche mientras él baja a buscar las llaves, luego irán juntos al entierro. El niño no dice nada y continúa mirando por su ventana.
M estaciona el coche justo frente a la sala velatorio; una casa con fachada de ladrillo visto. Apagará el motor y se quedara en silencio durante unos pocos segundos, suficientes como para llenar al hijo de compasión por su padre. Antes de bajarse, M se gira hacia N y le acaricia la nuca. Ambos se sonríen y N remarca en los ojos de su padre, hinchados de tantas horas despierto: tienen un brillo acuoso que resalta la pena que bulle en el fondo. M baja del coche y cruza la calle. N se desabrocha el cinturón y observa a su padre que se pierde detrás de un portón de rejas negras.
Pasarán diez minutos exactos antes de que N decida bajarse del coche.
Antes de hacerlo saca un paquete de chicles del bolsillo de su mochila y se pone uno en la boca, luego la esconde debajo del asiento. Al salir lo primero que hace es estirar las piernas y desperezar el cuerpo elevando los brazos los más alto posible. Luego se agacha súbitamente y acerca el rostro al espejo retrovisor del copiloto. Se frota la cabeza con ambas manos en un acto que ha comenzado a hacer desde que se peló. Sonríe para examinarse los dientes y se da unas bofetadas secas en las mejillas hasta sentir coraje en el ánimo. Cruza la calle despacio, guardando las llaves del coche en el bolsillo izquierdo de su pantalón corto, imaginando la parte trasera de su cuerpo caminando esa misma esa calle.
Si M lo encuentra allí, desobedeciendo su orden de permanecer en el coche, entrando por ese portón de rejas negras, seguro que se enfadará piensa N. Sigue avanzando. Llega al portón y no duda en continuar caminando por el pasillo destechado que aparece al cruzar el umbral de rejas. La mañana aun es fría. N camina pegado a la pared –a paso lento y cauteloso- pensando cada una de las palabras que dirá si M aparece allí. El cansancio y los nervios dilatan el aturdimiento que siente a medida que avanza. Por encima de N hay una parra de uvas moradas que suelta un perfume a fruta madura en el ambiente. A su costado, contra la pared de yeso blanca, unos macetones proyectan franjas de sombra sobre un piso de loza naranja.
Al llegar al final del pasillo, otra puerta de rejas negras da la entrada a un patio mayor. La mañana, ahora sí, inunda cada rincón con su luz de nuevo día.
N no entra, permanece con el cuerpo apoyado en el último tramo de pared antes de que acabe pasillo. Desde allí vence el temor que le provoca lo que está a punto de hacer. Se asoma al patio y ve, a unos diez metros de donde está parado, una pared de cristal detrás de la cual reconoce a los suyos. Se puede ver una gran cruz sin Cristo suspendida en una de las paredes. N siente un bulto latirle en la garganta. Vuelve hacia atrás y apoya cabeza y manos contra la pared, como sujetando el peso del muro.
Parado en aquel trozo de pasillo, bajo la sombra de una parra que desprende uvas que nadie comerá, N siente ganas de llorar. Por más empeño que pone apretando los labios, la fuerza del llanto empuja hacia afuera y ya nada puede hacer para evitar las lágrimas y el sudor. La fascinación por la muerte ha mutado a una pena físicamente presente.
Poco a poco se recompone sin despegar la espalda de la pared. La respiración se hace más espaciada y profunda hasta que se siente entero una vez más. Decide volver a asomarse, esta vez entrará al patio y se acercará hasta la columna que hay a mitad de camino entre donde está él y la sala donde está su abuelo. Avanza pegado a la pared, tocándola con la punta de los dedos de su mano derecha.
Escondido detrás de la columna ahora alcanza a ver a su abuela. Vestida de camisa blanca y falda marrón, la mujer está sentada en una esquina de la sala. Puede ver también a su padre conversando con su hermana. Se ve poca gente, diez o doce personas calcula N. El féretro, perpendicular a la ventana de cristal, aparecerá cuando un grupo de gente que permanecía junta se dispersa por la sala. Desde donde N se esconde lo único que puede verse es un trozo de madera oscura por encima del cual se asoman unas suelas de zapatos. La mirada del niño esta imantada a esa imagen, sin poder creer que esos zapatos estén vistiendo los pies de su abuelo.
Esa misma tarde, después del entierro y aprovechando la libertad que le otorga la desgracia, N sale a dar un paseo por Ciudad G. Camina sin un destino concreto, dando vueltas por las calles más conocidas del centro de la ciudad por si necesitaran encontrarlo. A pesar de llevar casi dos días sin dormir adecuadamente, N no se siente cansado. Apenas ha comido también; se siente liviano y lúcido. En la avenida principal entra a los videojuegos pero no tiene ánimo para nada más que mirar a los demás chicos jugar.
Regresa a la casa al cabo de un par de horas. El silencio de la siesta domina el interior de la vivienda. N va a la cocina y abre la nevera, la inspecciona hasta que finalmente saca una botella de vidrio con agua fría. Se sirve un poco en un vaso. Corta unas rodajas de limón y se las exprime al agua, como lo hacía su abuelo. A pesar de que el sabor ácido de la bebida no le resulta nada agradable, le da otros dos sorbos.
Con el vaso en la mano N sube las escaleras hacia el piso donde están las habitaciones. El primero al dejar atrás los escalones es el cuarto de infancia de su padre. N abre la puerta con cuidado y ve a su abuela durmiendo de costado en la cama individual que hay bajo la ventana. Entra y se acerca. Sobre la mesa de luz hay un vaso con agua y una tableta de pastillas. Se sienta junto a su abuela y muy cuidadosamente la besa en el hombro. La mujer duerme profundamente. Al alzarse de la cama, N se percata que desde donde duerme su abuela se alcanza a ver los pies de la cama del cuarto que hay enfrente; el cuarto donde hasta hace dos días dormía su abuelo.
N sale de la habitación entornando la puerta. Cruza los pocos pasos que lo separan del otro cuarto. Desde la puerta ve como la tarde se cuela por los espacios que hay entre las tablas de la persiana. Sobre la cama, acostados sobre sus espaldas, duermen M y su hermana. La respiración profunda de ambos se puede oír desde afuera del cuarto. N entra sin hacer ruido. Camina muy despacio, pensando qué diría si se despierta M -o su tía- y lo encuentran allí parado, observándolos. Junto a la cama, del lado donde duerme su padre, ve las pantuflas de cuero azul de su abuelo. Desde que tiene memoria, su abuelo siempre vistió esas pantuflas por la noche. Las recoge del suelo con una sola mano y remarca en la parte acolchonada del talón, aplanada por el uso de años. Luego se acerca a los pies de la cama y sin saber por qué hace lo que hace, con mucho cuidado y tomándolas por la parte inferior, las pone en los pies de M deslizándolas por los calcetines deportivos sin que el padre se mute en lo más mínimo.
N observará las líneas de luz naranja que la tarde proyecta sobre la cama. Se marchará con el mismo cuidado con el que entró. Cruza nuevamente el pequeño espacio y vuelve a entrar al cuarto donde duerme su abuela. Se quita las zapatillas y las acomoda junto a la cama. Luego se acuesta y envuelve a su abuela con un abrazo. Con el cuerpo girado hacia la puerta abierta y la mirada fija en las suelas de las pantuflas que se asoman por los pies de la cama del cuarto de enfrente, N se duerme hasta el día siguiente.  
 
 
 
 



22.10.13

Estimada lectora

Una oración seguirá a otra. Confíe en mí y sígame. Podrá oír con claridad los pasos sincronizados de mis palabras desfilando frente a sus ojos. Créame, avanzar le resultará casi un reflejo. Se lo prometo, para eso me esfuerzo con obstinación, pues no me agrada que falten palabras en mis textos, mucho menos que sobren, o peor aún, que suene frio el conjunto de oraciones. Pero por encima de todo no me perdono perder su atención. Quiero que vaya recogiendo cada palabra sin pensar en lo que está haciendo, sin saber por qué avanza. Quiero que mis palabras, una vez leídas, salgan corriendo del papel para esconderse por los rincones de su casa. Y mañana, cuando usted esté yendo de la cama a la ducha y mis palabras ya sean suyas, aun le murmullen mensajes al oído.

¡Lea! Usted lea sin saber lo que está haciendo. Despreocúpese, mi vocabulario, ligero y agradable como trozos de atún macerado, no oculta segundas intenciones. Bájele la guardia a mi relato que con tanto empeño escribo para usted, pensando en usted, eligiendo con empatía cada palaba que me viene a la mente. Liviano es lo que digo y por eso la estoy llevando de paseo, así, tomada de los ojos.

Mi intención es calmar esa sed que usted ya traía pero que en parte también se la he avivado yo; y la cual hemos puesto en evidencia entre los dos. Eso sí, quiero calmar su sed a cuenta gotas, al mismo paso lento y despreocupado al que avanzan sus ojos.
Camine sin reparo que yo le dejaré saber cuándo detenerse. Será el punto final de la última oración cuando le pida que alce la vista para ver el mundo real. Y usted no tendrá más remedio que obedecer. Será entonces cuando vea sin vértigo en las tripas un acantilado a dos pasos suyo. El viento llegándole desde abajo le hará fijarse en la tierra seca que revolotea al borde del precipicio. La sed continuará latente en cada espacio de su boca y por más que intenta aliviarla pasando su lengua por el paladar, usted sabe que la sed no es algo importante en este momento. Primero deberá entender dónde es que se encuentra, cómo es que llego hasta aquí, dónde ha estado usted realmente durante todo el trayecto que la trajo hasta este punto.

Quieta y deshabitada frente al acantilado finalmente resolverá que todo sucedió: lo que leyó y lo que sea que la haya traído hasta donde está parada. Se refugiará en ese pequeño consuelo, aunque ya le advierto que se le ira escapando con el correr de los minutos, como un sueño al despertar.




 

18.10.13

Tiempo muerto


Mi nombre no viene al caso. Mi edad, si lo pienso un poco, puede que sí; tengo treinta y seis años. Pero es el sitio, y el año en el que suceden los hechos, lo que mejor enmarca esto que me dispongo a contar. La ciudad es Buenos Aires y el año 1999, una época en la que todavía no se ven teléfonos móviles por la calle. O al menos no de los del tipo inteligente. También es una de las últimas épocas en las que entretenerse durante un viaje de tren o colectivo significa estar a la mira de detalles, o perdido en algún pensamiento, o simplemente escuchando la radio y mirando por la ventana. He decidido ahorrar nombres de estaciones, líneas de transporte y calles. Más que nada para no distraernos de lo que este relato intenta atrapar: lo que descartamos. O en palabras más dramáticas, pero no menos auténticas: los trozos de día que dejamos morir.

Aquí los hechos: temprano por la mañana tomo el tren de las 06.03 y en el que por suerte todavía se pueden encontrar asientos libres. Me acomodo junto a la ventana para viajar durante una hora desde el extremo sur de la ciudad hasta centro mismo de la capital. A lo largo del trayecto, y sobre todo al comienzo, atravieso barrios, paredes pintadas con aerosol y baldíos con bolsas de plástico entre pasto crecido. A las siete en punto de la mañana el tren entra por el enorme galpón de la terminal y en la cual todos los pasajeros debemos bajar –algunos se anticiparán y ya se irán parando minutos antes de llegar. La mayoría de los que bajamos luego continuamos viaje en otro vagón, uno del subte. Éste me dará un tirón de cinco estaciones hasta que cambio de línea, la azul por la verde digamos, y vuelvo a viajar otros quince minutos más. Llego a la oficina pasada las siete y media de la mañana.

El día se vuela entre trabajo, llamadas telefónicas y reuniones.

Pasadas las cinco de la tarde ya estoy fuera de la oficina y nuevamente camino hacia la boca del subte. Ahora es la línea roja, supongamos. Viajo durante veinte minutos hasta la misma terminal de esta mañana, y sin salir al exterior me monto al colectivo que me lleva hasta el colegio en el que doy clases. Habitualmente viajo de pie la primera mitad de los cuarenta minutos que dura el trayecto (mucha gente se bajará justo antes de que el colectivo cruce la avenida que separa capital y provincia y ahí aprovecho para sentarme). Sobre las seis y media de la tarde suelo llegar al colegio, aun con tiempo para tomarme un café. Soy profesor de matemática y doy clases en un colegio nocturno, de siete a diez de la noche, lunes, miércoles y jueves.

Ya a las diez de la noche, totalmente exhausto de tanto hablar, me subo al colectivo que me llevará a casa tras cuarenta minutos de viaje. Podría tomar otro hasta la estación del ferrocarril más próxima y luego el tren y así ahorrarme unos minutos de viaje, pero la verdad es que a esta hora prefiero demorarme más tiempo pero viajar sentado en un mismo sitio.


Dicho lo dicho hay fundamentos suficientes para afirmar que una gran parte de la jornada la paso inmóvil en un viaje por la ciudad. Atrapado en pausas entre acción y acción y en las cuales me distraigo mirando entre otras cosas a los demás viajeros. Entreteniéndome con detalles que me hagan deducir quiénes son estos compañeros de viaje, cómo será su cara cuando se enojan, o cuando gozan, o cómo será el cuarto en el que duermen, o su pareja, ¿tendrán pareja? Y así un sinfín de adivinanzas de las que nunca sabré la respuesta correcta, pero que sin embargo me dejan entender que mi habilidad de observar desinteresadamente también progresa con la práctica. Por ejemplo, desde hace poco y sin motivo alguno me entretiene mirar cordones de zapatos y ver cómo los han enlazado al zapato o cómo es el nudo que los ata.

La rutina de años de viaje en autobuses, trenes y subtes, junto con mi incapacidad para leer mientras viajo y la necesidad de entretenerme, me han ido enseñando secretos. Todos parte de un mundo que puede permanecer oculto para el que siempre está ocupando su tiempo con algo. ¡Pero cuidado! estos nuevos matices que se me van rebelando con cada nuevo viaje no son producto de mi imaginación –para ella reservo otros juegos- ni mucho menos conclusiones subjetivas. Son más bien las partes más pequeñas de una certeza que jamás conoceré, y así lo acepto. Son partes de un cuadro que van apareciendo gradualmente, aflorando con el tiempo. Es decir que, por ejemplo, de tanto observar el brazo de una persona que viaja cerca de mí eventualmente comienzo a percatarme en algún punto más preciso y particular como puede ser su codo, o sus hombros; y viceversa, una vez satisfecha la observación de las uñas por ejemplo, comienzo a remarcar en las manos y en cómo sus gestos silenciosos comulgan con los cambios en la mirada. La contemplación constante y duradera de un cuadro que no podemos quitar de nuestras narices nos lleva e encontrar una infinidad de detalles que jamás estarían al alcance de una mirada fugaz.

Particularmente tengo debilidad por las contradicciones. Un niño de mirada preocupada, un abuelo con guiño subversivo o un vagabundo con postura elegante por decir algunos de mis preferidos. Cada una de las contradicciones que he encontrado, la celebro como una esperanza.

A veces -confieso sin pudor- agobiado por el cansancio o las mezquindades de la vida profesional (especialmente durante las tardes o cuando regreso a casas por la noche los días de clases en el colegio) me harto de las personas y prefiero evitarlas hasta con la vista. Entonces es cuando me entrego a otro de mis juegos: las formas de las cosas. Consiste en un cambio de percepción, como cuando uno cierra un ojo y ajusta la visión del otro. Así, de repente, todo lo que me rodea comienza a estar armonizado geométricamente, como si fuese un gran juego tetris en el que las piezas calzan una con la otra. Esta nueva forma de ver me provoca alegría; inmediatamente me cambia el humor al ir encontrando un parentesco visual entre todo lo que me rodea. Mi ojo cambia espontáneamente como si ahora por fin se revelase la ilusión óptica y ya no se pudiese volver a ver la trampa. Una nueva perspectiva aparece en la cual, por ejemplo, la máquina de marcar billetes que hay al final del pasillo ahora está perfectamente incrustada dentro de los bordes de la avenida que se ve por la ventana frontal del colectivo; el semáforo que brilla en la otra calle atrapa, por una de las esquinas, al cartel apagado que indica “fuera de servicio”, justo por encima de la puerta lateral del colectivo. Y así se va contagiando todo. Cada uno de los objetos y trastos que hay entre las personas ahora se van encajando uno con otro, en armonía con el movimiento en el que me traslado.


Tiempo muerto lo llaman a estos momentos de viaje. ¿Muerto porque todavía no estamos allí dónde el tiempo vuelve a estar vivo? ¿Qué es lo que hace que el tiempo esté vivo o muerto?

A mí me gusta el tiempo muerto. Me gusta no tener más opción que quedarme quieto y dejar que finalmente me alcance todo aquello que corre más lento que yo. Sobre todo me gusta cuando me atrapan las aguas calmas y nado por encima de lo hondo. Evitar tiempo muerto es volverse sordo a uno mismo. Pero por suerte para eso están todavía los interminables viajes en transporte público por la capital porteña: para ver todo aquello  que nos rodea y lo damos por sentado. ¿O acaso un pez sabe lo que es el agua?