20.6.16

Muertes ejemplares -- tres historias de cien palabras

Parte I – El antihéroe

El patrullero que lo llevaba al juzgado olía a sudor y tierra. Los amigos quedaban en el campamento, desconcertados, arrancados del whisky con soda y el repetido “último cigarrillo”.
La sentencia fue urgente y al alba, en medio del dolor físico, todo perdió sentido. ¿Por qué había decidido vivir sin recurrir a sus poderes sobrenaturales? Desde siempre el mundo había perdido la poesía, se consoló. (No pudo convencerse de que alguien siguiera invisible junto a él). Más tarde uno de los bandidos le recriminó «Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te salvas y nos salvas a nosotros?»
 
Parte II – La conciencia universal

Aturdido por el tráfico, cegado por el sol, avanzaba por la avenida. Cuando finalmente entró al edificio, le temblaban las piernas y sintió frio. El policía que estaba sentado en una sala que olía a tinta lo miró con ojos tan oscuros como piadosos. Luego, mientras estudiaba las manos y la boca del visitante, le escuchó.
-Me llamo Dios –dijo el hombre-. Vivo en la Zona 5. He vivido allí toda mi vida.
Luego se humedeció los labios con la lengua y la mesa tembló un instante.
-He venido a entregarme –murmuró con voz ronca-. He asesinado a mi hijo.
 
Parte III – El comienzo

Todo cuanto sucede – hablaba solo en el calabozo -, sea un paso o un pensamiento, afecta el mundo material que nos rodea.
(Convendremos que la emoción más intensa y violenta es la que empuja a dar ese paso tan extremo que es matarse o matar.)
La sangre se paga con sangre: la orden de ejecución, gruesas gotas de sudor perlando la frente, los rezos insensatos, incoherentes, las palabras tropezándose, el largo pasillo, el respaldo helado, el ruido de la vida desvaneciéndose, el relámpago.
Un oficial con espeso bigote amarillento de nicotina, tocó el cuerpo y homologó: Dios ha muerto.

 

15.6.16

Plantilla para historia de 100 palabras.



Uno  dos tres cuatro. Cinco seis siete ocho nueve diez once, doce trece catorce, quince dieciséis  diecisiete dieciocho diecinueve veinte veintiuno veintidós veintitrés veinticuatro veinticinco.
¡Veintiséis veintisiete veintiocho veintinueve treinta treintaiuno treinta y dos! -  Treinta y tres treinta y cuatro treinta y cinco treinta y seis treinta y siete; treinta y ocho treinta y nueve cuarenta cuarenta y uno cuarenta y dos cuarenta y tres cuarenta y cuatro.
Cuarenta y cinco cuarenta y seis cuarenta y siete cuarenta y ocho cuarenta y nueve cincuenta cincuenta y uno cincuenta y dos cincuenta y tres (cincuenta y cuatro cincuenta y cinco cincuenta y seis cincuenta y siete). Cincuenta y ocho cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos sesenta y tres. Sesenta y cuatro sesenta y cinco sesenta y seis.
Sesenta y siete, ¿Sesenta y ocho sesenta y nueve setenta? ¿Setenta y uno  setenta y dos setenta y tres setenta y cuatro? - Setenta y cinco setenta y seis setenta y siete setenta y ocho setenta y nueve.
- ¡Ochenta ochenta y uno ochenta y dos ochenta y tres!  Ochenta y cuatro ochenta y cinco ochenta y seis ochenta y siete ochenta y ocho ochenta y nueve noventa noventa y uno noventa y dos noventa y tres noventa y cuatro noventa y cinco noventa y seis. Noventa y siete noventa y ocho. Noventa y nueve…Cien.


 
 
 
 

 


6.6.16

Pongamos que hablo de Buenos Aires


Esta ciudad mata. Pero eso no es noticia, lo sabe todo aquel que haya vivido aquí en los últimos setenta años. Quien avisa no traiciona. Esta ciudad mata en pequeñas dosis, a través de sus precios cada día más lejanos; de sus habladurías políticas y sus monumentos pintados con aerosol, sus calles contaminadas de ofertas comerciales; mata con sus relatos paralelos, siempre en favor de un oportunista que narra; mata con la rabia de sus conductores y el ruido blanco de sus todólogos; no, sobre todo mata con su neurótico hoy ya no aplica la lógica de ayer. Esta ciudad parece que por fin va a  estallar esta noche y no obstante siempre acaba en una destartalada resurrección. Esta ciudad es una fatalidad que me enardece a menudo, me indigna, me escandaliza, pero muy de vez en cuando también me produce un entusiasmo nocivo.
(Y sin embargo quien escribe no es de aquí). Llegué hace casi veinte años, con dieciséis primaveras recién cumplidas y el acento de uno que desafinaba con el canto inconfundible de los capitalinos. Desembarqué lleno de furia contra el silencio y el tedio de las ciudades del interior del país. Llegaba de un lugar gris, también con puerto, pero una ciudad donde nunca pasaba nada y desde la cual sospechaba que no había mayor peligroso para mí desconcierto que quedarme allí. Además todo parecía estar sucediendo aquí. Y yo, aunque no entendiera nada, quería verlo todo.
Anotaciones personales
Martes 7 de mayo de 1996. Estoy confundido. No sé si detesto esta ciudad o si estoy fascinado. Hoy me escapé de nuevo del colegio. Di el presente y durante el primer recreo me escapé por la puerta de atrás; nadie nunca se da cuenta, los beneficios de ser nuevo e  ignorado. Me vine a pasear al centro, la parte de la ciudad que más me atrapa, o al menos la que más me intriga. Siento que estas calles tienen atmosfera de lugar prohibido para gente de mi edad (o tal vez es que cada vez que vengo no debería estar acá). Cuanto más camino menos abarco, y esto no es una contradicción poética. Me veo como un detective estimulado por la adrenalina del misterio. Alguien que entiende que la trama de su caso se resuelve con más maña que fuerza. Hay en el centro un mecanismo oculto moviendo los engranajes de una intriga que se burla de mí.
Viernes 20 de septiembre de 1996. No sé qué me gusta más, si viajar en subte o sentarme en algún café. En todo caso no hay dudas que la ciudad es algo que veo sin participar, todavía no entiendo nada. Lo mejor que me ofrece es observar su movimiento desde la quietud. Tal vez acabe convirtiéndome en uno de los bancos de madera verde que hay en las plazas.
Lunes 7 de marzo de 2005. Sólo basta alejarse de una ciudad para comprender lo que ella significa. Una vez más tengo que escaparme y reconstruirlo todo desde lejos y a mi modo. Cuando estoy acá, esta ciudad ya no es lo que yo pensaba. Por cierto, la hora más distintiva es alrededor de las ocho y media de la noche, sobre alguna avenida que desemboque en el centro, a contracorriente de la muchedumbre.


Luego, cuando cumplí los dieciocho años y terminé el colegio, también abandoné el proyecto de resolver el misterio. Empecé a vivir la ciudad. Ya no era un espectador o un detective, que en definitiva es lo mismo, sino que pasé a ser un engranaje más del misterio. Y así empecé a querer esta ciudad. Un poco. Sin saberlo. Empecé a ver que en todas partes había historia, en cada esquina, aquí la casa de tal escritor, aquí el taller de tal pintor. Allá, el parque que inspiró a tal personaje. Un poco más allá, el centro, sus bares, el café del vermut, donde fui a releer el principio de mi cuento favorito, que transcurre en este lugar, entre dos varones, uno de ellos preocupado. Y supongo que empecé a ser parte de la intriga de otros detectives. Dejé de hacer fuerza. Se disolvió la ambición de entender. Solté las cuerdas. Me gustaba andar anónimo entre la multitud y a la vez ser participe. Me sentía bien. En mi casa. Yo, que siento que no soy de ninguna parte. Dividido entre varias identidades. Inmune a las habladurías nacionalistas.
Pero no por eso se dejó de formarse la extraña sensación de vivir dos vidas. Una que avanzaba con la fuerza inevitable del tiempo y lo cotidiano, con protagonistas de carne y hueso, repleta de rutinas e historias. Y otra con la ciudad, compuesta por figuras, escenas, fragmentos de diálogos que no me correspondían, restos muertos que continúan renaciendo cada vez que se activa el mecanismo oculto de la intriga. Nunca coinciden con nada estos fragmentos, pero no me importa, lo acepto.  Tan sólo registro sin ambición. 
 
El relato irracional. Alguien hace algo que nadie entiende, un acto que excede la experiencia de todos. Ese acto es espontáneo y decadente, no es narrativo pero otro alguien (quizás un oportunista) juzga que tiene sentido narrarlo. Sobre ese relato -oral o escrito-, un tercero habla y otras personas comienzan a opinar. Al poco tiempo aquel acto espontáneo y decadente adquiere forma de relato paralelo y se hace popular. Se convierte en un mal –justificado- del cual poder contagiarse. Por primera vez comprendo que el lenguaje servía para otra cosa que para nombrar o dar órdenes.
Perjudicial para la salud. Hay un hombre que fuma desde que es adolescente. Cada vez que saca un cigarrillo del paquete, mientras se lo acomoda en los labios, no puede evitar leer el anuncio en letras negras que avisa que fumar mata. Lo lee al menos unas quince veces al día. Es un acto reflejo se dice a si mismo cuando repara en que lo está leyendo, una vez más. Sin embargo el placer que le provoca el humo de tabaco entrando en sus pulmones es mayor que cualquier aviso. Sabe que está muriendo a través de pequeñas dosis de placer, y no hay nadie con quien ajustar cuentas más que consigo mismo. Quien avisa no traiciona.
Plaza de tribunales. Hay días en que se vuelven a  cruzar en el café La Cala. Ella atraviesa en diagonal la plaza de tribunales con el enorme teatro por detrás. Él ya está adentro del café. Alto, de pelo canoso, usa un impermeable color caqui; al sentarse se lo acomoda con un gesto rápido y hunde las manos en los bolsillos y empieza a desparramar sobre la mesa sus papeles. Ella entra al café y al verlo se gira y vuelve a salir, nerviosa, tal vez todavía enojada. Él no se da cuenta y continua fiel a su obsesión, tiene la mirada enviciada de los que se han dejado ganar por una ambición comercial. Pide un cortado y al volver a sus papeles remarca en un adolescente que está sentado junto a la ventana: bebe una coca-cola, lleva pantalón gris, remera con el escudo de un colegio y escribe en un cuaderno. Es martes por la mañana.
Ir perdiendo ciudades. Hay un Toyota Célica del año 81 que avanza por la autopista que circunvala la ciudad. Está comenzando a amanecer y un grupo de amigos vienen alegres y borrachos entre risas y bromas. El auto toma la salida que lo saca de la autopista para dejar atrás la ciudad. Alguien ahora sube la ventanilla y ahoga el ruido de adentro del coche; las voces y las risas se ven forzadas a acomodarse a la nueva atmosfera encapsulada. Momentos más tarde está el grupo de amigos observando la ciudad a lo lejos, desde la costanera, entre bromas, cigarrillos y botellas de agua. ¿Dónde estoy yo? Quizás subiendo la ventanilla del coche, quizás ya sentado en el césped. Invisible en el recuerdo, soy el que mira la escena y reconstruye todo desde lejos y a su modo.
Esos ojerosos cafés de las calles que trenzan el centro de la ciudad, cercanos todos a la plaza de tribunales o a la del Congreso, allá donde todavía es posible ver callar a algunos de los mejores hombres: varones de hierro forjados en tantas batallas, callando hoy por los rincones de las tabernas. Son los hombres que dijeron que un día volverían, y lo hicieron, pero ya libres de sentimentalismos. (Había caído en la alegre certeza que aquel adolescente que escribía empujado por la adrenalina del misterio ya era el mismo hombre que ahora narra libre de sensiblerías y vaguedades: “…somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito”). Las calles de esta ciudad ya son mi entraña. Pongamos que hablo de Buenos Aires.  




Publicada en esQuisses: http://www.esquisses.net/2015/12/pongamos-que-hablo-de-buenos-aires/

3.6.16

Os cronistas (Ed.)


                                                          Martes 13 de octubre, 1953. En algún lugar de la Serra da Estrela


Mis hombres y yo somos escritores, más precisamente cronistas de nuestra época. Y desde hace algo más de dos años nos persigue el régimen de Salazar por hacer nuestro deber: registrar, mostrar, dejar prueba de lo que vemos (mi oficio es levantar piedras, me dijo mi primer jefe, José Saramago, no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto). Llevamos tan sólo unos meses exiliados en las montañas del norte, pero a mí, últimamente, me parece llevar años lejos de mi hogar. Nos fuimos a los pocos días de comenzar la primavera. Yo, empujado por la oscura necesidad de cometer un acto significativo con mi vida; mis hombres, por mi persuasión para mantenernos unidos y resistiendo. Pero parece que ahora, con el otoño cubriendo el campamento, no estoy tan seguro de que la victoria se encuentre en un grupo de cronistas asustados en la montaña. Últimamente me siento un Quijote luchando contra molinos en mi cabeza.
Llevo días enteros encerrado en mi carpa, escribiendo estas notas, tratando de entender lo que debo hacer. Hoy por fin algo de luz me ha iluminado. He concluido en una decisión: sacaré a mis hombres, y a mí, de esta espera que sabe a agonía y frustración. Nos iremos de aquí, y esto no es una promesa sino un propósito.
Si fui yo quien los empujó a esta locura, a esta reafirmación de nuestra identidad como escritores -pero también a esta marginalidad-, es mi responsabilidad guiar el camino de regreso a los hechos de nuestra época, y a nuestros hogares. Llevamos semanas agazapados en esta parte recóndita de la montaña, escondidos como criminales, dejando los días pasar, esperando una señal, olvidando que nuestra lucha es defender la palabra que narra los hechos. Somos una minoría y si mis hombres me han seguido es porque en mis ideas ellos se reflejaban, y yo en su fuerza. Pero ahora esas visiones han mutado, se han cristalizado y debo ser honesto con ellas y conmigo. Debo hacer frente a lo que el exilio me ha mostrado y traducir el pensamiento en acción, o en palabra, que es lo mismo.
Desde hoy mismo, les dije a mis hombres a la mañana siguiente, nuestra misión es dejar de escondernos y salir a vivir nuestra época. Es nuestra vocación dejar constancia de lo que está sucediendo en el país y ofrecer retratos de nuestra luz y no de nuestro exilio. La palabra siempre ha sido un instrumento efectivo contra los absolutismos megalómanos, los sectarismos religiosos, los nacionalismos extremos, los abusos económicos, y sobre todo contra las ideologías totalitarias que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.
¿Qué sentido hay en quedarnos escondidos en el monte? ¿Quién nos persigue aquí sino nosotros mismos? Aquí no servimos de nada, aquí somos gatos leprosos que mandaron a morir y nosotros, confundiendo miedo con rebeldía, obedecimos y sucumbimos en este aburrimiento mortal del exilio en nuestra propia tierra. Les aseguro que aquí sólo moriremos asfixiados, enredados en nuestros fantasmas.
Sugiero que bajemos a la ciudad, que subamos a los trenes y nos desperdiguemos por todo el país. Allá donde vayamos, al caer el sol o al refugiarnos del calor del sur en la hora de la siesta, saquemos nuestra lapicera y expresémonos como ciudadanos desde la literatura. Retratemos lo que vemos. Iluminémoslo. Salgamos, mezclémonos, y mientras hacemos los posible para darle comida y techo a los nuestros, dejemos registro de nuestras vivencias. Puede ser que nuestras crónicas no cambien al país, pero sí que cambien a quien la escribe, y tal vez también a quien la lee. Aquí, solos en la montaña no hay lucha. De hecho dudo que haya asunto que se resuelva escondiéndose. Más bien salgamos y seamos cada uno de nosotros una voz en un papel. El tiempo todo lo favorece para el que persiste, para el que inevitablemente se abre camino en la adversidad.

 

2.6.16

Sobre hombres y ciudades

Hay hombres que son ciudades. Hombres cuyos rostros van asemejándose a la ciudad en la que habitan. Y a los latidos que legitiman la vida de su urbe, ellos se aferran hasta fundirse en idiosincrasia. Son hombres que van siendo bautizados una y otra vez por la lluvia de un tiempo que empapa sus vestimentas con folklores, para luego secárselas con la luz de un sol que varía según las latitudes.
Estos hombres son raíces de un mismo árbol. Raíces que poco a poco se van hinchando allí donde la vida crece sin sol hasta romper las veredas. Sus brazos son fuertes al apretar, con inocente vehemencia, los brotes subterráneos de su ciudad, de quienes serán.
Son hombres que juzgan según sus propias leyes y tradiciones mientras cabalgan sus vidas dentro de un territorio al cual entienden como universo. Y en ésa mecánica obtienen la certeza de ser libres. Son personas con distintas dosis de derechos y obligaciones, todos nacidos en la misma ciudad y perfumados por el mismo tiempo, verdadero Dios que a todos apiña y lesiona a su merced. Se visten de cotidianeidad por las mañanas mientras dormidos buscan sus camisas, o por las tardes, cuando las nubes violetas de Abril se reflejan en sus ojos acuosos, que también son ciudad. Y entonces ya nadie puede saber quién es hombre y quién es ciudad. En los suburbios, los adolescentes escriben textos sobre asfalto que se convertirá en piel y edificios que mutarán en cuerpos respirando según horarios comerciales.
Y entre los hombres que son ciudad están aquellos que buscan imponer autoridad sobre los demás. Son ellos quienes bajo su idea de vocación, visualizan pirámides que con empeño -y con tal aprensión como para permitirse perder la vida que inventa sus días-, intentan ascender por su resbaladiza pendiente. Anhelan las sillas que se apolillan en la cúspide porque creen haber visto algo que consideran que les pertenece. Son aquellos hombres quienes desde la altura que obnubila, asumen la potestad de dictaminar lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, bello o feo.
Se asumen patrones de la identidad colectiva, de la definición del buen gusto, estético y literario, político y cultural. Crean monopolios y entregan invitaciones a entender lo que es ciudad y lo que no, lo exquisito como contraste del mal gusto, invitaciones que en realidad son pequeñas muertes de la creatividad. Estos hombres-autoridad no soportan las voces individuales, pues las palabras que nunca antes se dijeron suelen ser la antítesis de la belleza impuesta.
Y también hay hombres que no son ciudades. Hombres que voluntariamente desertan de su condición de ciudad para buscar un reposo que germine su vida en otra ciudad, en otra dinámica. Hombres que parten sin grandes pensamientos ni escuelas, ligeros de equipaje, empujados por la necesidad de ser nuevos hombres a través de nuevas ciudades, dejándose atravesar por lo que mora en el viento. Hay algunos de ellos que incluso nunca regresan a su ciudad primera, pues ya no encuentran el camino a quienes fueron una vez. Son estos hombres los que finalmente se convierten en su ciudad. Son hombres que son su propia ciudad.
Y cuando ya viejos y atravesados por el tiempo y el misterio, estos hombres se sientan junto a los edificios que no envejecieron con ellos, entonces entienden que su existencia, al igual que la de los demás hombres, también es circunstancia de una geografía. Sólo que el tono con el que le hablan a su ciudad primera es plenamente distinto. Los escucho hablarle a ella no como hijos, sino como padres tristes y cariñosos. Son palabras mudas que viajan con el aire de la tarde, palabras que no son dichas para ser oídas sino para viajar sin ambición. Corren como recién nacidas pero son viejas como la garganta que las gesta. Ahí van por el aire, paternales, sobrevolando hasta donde puedan sus alas, hasta donde sople el viento de la ciudad que las acaba de ver parir y que ahora las disfruta.

31.5.16

Así lo oyó (Ed.)


Pero claro que sí nena, ¿o qué te pensabas? yo empecé así, como vos, pateando; claro que ahora ya no me da el pelaje, pero igual me quedan clientes, eh, no te creas. Yo más bien trabajo con clientela fija, ¿viste? Por suerte en algo paga tener más años, a mi edad ya no tenés que andar silbándole a cuanto mugroso te pasa cerca. ¿Pero te parece, Chiche? Mirá a esta. Y después se quejan de que hay malaria. A ver, paráte y enderezá la espalda nena, que ahí sentada con los rollos asomándose por todas partes no te va a levantar ni un abuelito. Paráte y caminá un poco al menos pa` que te vean moverte. ¿Te parece, Chiche? Esta viene y se sienta ahí toda encorvada a esperar como si tuviera el cuerpo de una de veinte. ¡Dios mío! ¡Las cosas que hay que ver! Yo me pasaba el día entero pateando hasta terminar con los pies así de hinchados mirá, A-SÍ. Y éstas ahí sentadas. Y después quejándose que no hacen dinero y que en Europa es verso eso de que se gana bien. ¡Dios mío che! Llevo más de treinta años en el oficio y todavía no hay día que no me sorprenda una compañera. Como para que después no me vengan las maridas con el cuento ese de que somos putas porque somos vagas. ¡Como pa´ contradecirlas! Si mirá la otra, recién llega fresquita de su día libre y se pone ahí en el taburete contra la pared a huevear con el teléfono, ¿te parece? ¡Increíble! Decime vos Chiche, decime vos que sos una vieja loba como yo, si no es un laburo que hay que cascársela duro si una quiere vivir de esto. Es así, esto es FRE-GA-DÍ-SÍ-MO como dicen en tu país, ¿no? ¿Así dicen allá de donde venís vos, no? No, si yo sé. Porque te cuento, yo tuve un cliente peruano cuando todavía vivía en Buenos Aires que era un amor, tan calladito y correcto el morocho que tendrías que haberlo conocido, ¡hubiera sido un esposo perfecto para vos! Eso sí, era un calentón el petizo. ¡Ja! No, un señor es lo que era en realidad. Lo tenía cada domingo ahí clavadito, pa` mí que era la soledad lo que lo traía, aunque no sé, porque era medio escritor también el petizo. Y yo lo inspiraba, o así me decía. No sé, de esto hace tantos años ya que ni me acuerdo. ¡Silviaaa...Tu Vergas Llosa! - me decía Javier cuando le abría la puerta del departamento y lo veía ahí con las manitas en los bolsillos y la mirada de perro mojado. Y el otro pobre no le decía nada, para qué, se quedaba ahí sentadito en el sofá hasta que venía yo a buscarlo. Y quién lo diría, después era tan entretenido. ¡La pasábamos de bien! ¡Ay Dios, cuántos años hace de esto! No sabés como levantaba plata en esas épocas, uff, no si te digo, yo era un bomboncito y tenía un lomazo, además en el país había guita. En fin, después se fue todo a la mierda y me vine a Europa; primero a España y después cuando ya me puse vieja me vine acá. 

Sí, discúlpame. Me desvié otra vez. Te decía, el Jorge es buen tipo. Acá en Ginebra lleva muchos años en esto. Mira, si yo llegué en el dos mil dos y Jorge ya era conocido acá en el barrio. Primero estuve en el Ananá pero por suerte el Jorgito me tomó y me sacó de ese cuchitril. Es de confiar, nena, en serio, hiciste bien. Sacáte esa carita de asustada. Te juro, es la lotería, dónde viste que te hagan contrato, trabajes ocho horas diarias y encima tengas dos días libres, ¡hasta jubilación tendremos! Si te portás bien, claro. No, si te digo, éstas parece que se olvidan rápidamente de dónde vienen y el tesoro que tienen entre las manos. ¿De dónde eras vos me dijiste? ¿De Honduras? Ay tenés una carita tan linda y te ves tan pichoncita todavía, no te preocupes.
En serio, si haces las cosas bien con el Jorge vas a ver que los clientes son tranquilos. Vienen, pagan, hacen lo suyo, nunca un problema. Eso sí, huelen horrible. ¡Ja! A veces extraño a mis clientes de Buenos Aires, borrachos perdidos, más locos que una cabra, pero todos limpitos, che. Acá te llegan a veces con ese olor a humedad que parece que se pasaron el invierno entero adentro de un cajón. En serio, no sabes la de chicas que quieren venir a trabajar acá, se matan porque alguien las traiga, y algunas hasta se mandan solas nomás, pensando que acá hay lugar pa` todas. Así que escucháme, vos te tenés que sentirte importante, chiquita, si el Jorge te trajo es porque venís bien recomendada de algún bulín…limpita, sin vicios. Eso sí, Isabel, eras Isabel ¿no? acá todas nos echamos una mano. Es ley entre nosotras.
Te estoy aturdiendo, ¿no? Pobrecita ni abriste la boca desde que llegaste, ¿cuánto llevás acá? Tres días creo que me había dicho el Jorge, ¿no? Ay pobrecita, si tenés una carita de cansada, che! Chiche, prestále un poco de pintura a esta nena, hacéme el favor. Yo sé que no se duerme bien las primeras noches, chiqui, pero tranquila que una se acostumbra a todo. Bueno, mirá, vos como sos nueva vas a estar de la lavandería para allá, hasta la esquina del Perfum de Beirut, ¿lo ves? Y sí, las otras chicas tienen derecho al cruce con la avenida, pero vos no te preocupes, que dentro de un par de meses si el Jorge trae más chicas, a vos seguro que te pasa a la avenida. No parás de fumar vos che, ¡ja! Desde que llegaste que no te he visto sin un pucho en la boca. Pobrecita, si estás recién aterrizada de la selva, mirámela Chiche, mirále los ojitos de cansada, ¿son los nervios de que no hablás francés? Tranquila nena, no lo necesitás Eso sí, tenés chicle, ¿no? No vas a ir a hablar con el tufo pastoso a pucho y estómago vacío. Escucháme, cualquier cosa acá estoy. Más tarde cuando baje el sol nos juntamos si andas todavía suelta y nos tomamos un café con leche, te lo invito yo ¿te parece? Dale, sacáte esa carita y andá. ¡Suerte, pichona!

 

29.1.16

Sobre los campos del sur y su clarividad


De los paisajes del sur de la provincia de Buenos Aires, el de esta región es quizás el más seco y ventoso. Para donde sea que uno mire sólo encuentra una extensa llanura de pastizales rubios, o color miel, de modo que las vistas de por aquí, en esta época de verano, son doradas y salvajes como el pelaje de una bestia. Aunque esto es un puro decir, porque la luz opaca del sol sureño y el viento silbando tierra día y noche, hacen de este lugar un emblema nacional de desolación.
(A simple vista no parecería tener nada especial esta región recóndita de la provincia, pero sin embargo ningún viajero que haya pasado por allí pudo escapar al magnetismo que provoca este paisaje con espíritu de baldío del mundo. Tanto es así que el mismísimo Darwin, en su viaje de juventud a bordo del Beagle, desembarcó aquí en septiembre de 1832 y, fascinado por lo que veía, acabó quedándose más de lo planeado, dándole forma a lo que luego se convirtió en un capítulo completo de su libro Textos esenciales, el cual compila sus observaciones durante los años de trotamundos. El capítulo se tituló igual que aquel lugar: Bahía Blanca.)
En algún punto de la extensa llanura que hay entre Bahía Blanca y Punta Alta, no muy lejos de una rotonda que une, o despista, tres carreteras que llegan desde lejos, hay un caballo pastando. No lleva montaje ni bozal, tiene el cuello encorvado hacia el pasto y, de no ser por el movimiento de su mandíbula (con sus grandes dientes manchados de hierba), uno diría que el animal está completamente inmóvil. Son los primeros días de enero y en el mundo se respiran aires de espontaneidad y redención. El caballo ahora mueve la cola para quitarse de encima las moscas que lo molestan mientras mastica.
Si uno se adentra en el campo que se extiende por detrás de la única parada de autobuses que aparece junto a la ruta, más o menos a unos cien metros, hay una enorme piedra seca del tamaño y forma de un coche. Es el viento el que lo acerca en esa dirección. El joven ha venido caminando desde el mediodía. Ahora son algo así como las cuatro de la tarde.
Al llegar a la piedra se monta hasta su parte más alta y alza el rostro al cielo (el sol opaco cuelga sobre el paisaje desolado de pastizales rubios, o color miel), estira los ojos hacia donde está pastando el caballo y –mirándolo- se dice con la voz sorda del pensamiento: Tal vez mañana consiga empezar a ser otro, aunque a decir verdad más bien creo que seguiré siendo el mismo que  una vez más intentará situarse en este mundo; quizás por eso es que desde este lugar de enero necesito volver, una vez más, a inventar el primer enunciado de mi manifiesto; un manifiesto que nuevamente será incapaz de abarcar un  mundo que en realidad no está en ninguna parte, y es interminable.
El caballo deja de pastar y avanza unos metros a paso bien lento. El joven saca de su mochila un cuaderno y comienza a hacer anotaciones sobre el año que acaba de irse. Pero también es  cierto que en cuanto escribe cualquier palabra sobre el pasado, inmediatamente se detiene y siente desasosiego hacia el futuro, pues ve que su mundo ha quedado ya de inmediato reducido, y que su tiempo es finito. Estira nuevamente los ojos hacia el caballo –ahora ya pastando- y lo mira como quien se apoya para catapultarse. Pretende, desde el pensamiento, llevar a cabo un acto que le permita situarse en la historia de la humanidad, o por lo pronto en éste año que comienza.
El futuro se le desgaja por todos lados en barrancas hondas, y el pasado se le hunde en  un fondo que se pierde lejano. Dicen los lugareños, tal vez para evocar el espíritu iluminado de Darwin, que aquellos pastizales dorados, o color miel, tienen poderes de clarividencia para el viajero. Pero él, lo único que ve aparecer es el viento cargado de tierra. Tal vez es el viento -piensa-, que no deja crecer recto a ningún yuyo, pensamiento, o al menos un arbolito de esos  tristes que en estos lugares del sur parecen pasar la vida entera aferrados con todas sus fuerzas a la tierra seca.
Casi que se lo puede oír rasguñando el aire con sus pensamientos espinosos, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar. Vencido, remarca en el caballo que pasta a lo lejos, en su cola meneándose para ahuyentar a las moscas. Y es justamente ese vaivén despreocupado el que lo lleva a pensar que nosotros, los humanos, nos pasamos la vida entera sumidos en la actividad y la preocupación, atrapados en una eterna búsqueda del placer, haciendo todo lo posible por huir de lo desagradable. Malgastamos nuestra energía intentando una y otra vez buscar seguridad para sentirnos mejor. Entre tanto -comienza a concluir sentado en la piedra- el mundo de la experiencia real pasa por nuestro lado sin que nos demos cuenta de él.
El caballo, observado desde la cima de aquella piedra, comienza a ser para el joven una manifestación de lo real: es la realidad misma llegando cuando dejo de buscarla, se dice algo exaltado. Y es precisamente durante uno de esos primeros destellos de entusiasmo intelectual cuando el caballo deja de mover su cola y, sin dejar de pastar, comienza a defecar. El joven es de pronto arrebatado del goce científico que le generaban sus primeras conclusiones y queda íntegramente atrapado por la realidad; incapaz de reflexionar. Lo único que puede hacer es fijar con ímpetu la vista en el comportamiento indiferente del animal que, mientras come, libera unos tremendos trozos de excremento. El viento sopla, y las páginas de su cuaderno vibran ligeramente, pero el joven viajero no escucha el aleteo del papel. En su mente no hay reflexiones, no hay ni siquiera conciencia de su identidad, todo su ser está atrapado por la fascinación de lo que acontece. Y en su mente –deshabitada de todo pasado, futuro, o ambos enredándose-, sólo hay un presente inevitable que lo llena y que de tener forma, olor y sonido, sería el de la bosta cayendo sobre los pastizales rubios, o dorados, de Bahía Blanca.
 
Columna publicada en la revista cultural esQuisses. Guatemala, 29 enero: http://www.esquisses.net/2016/01/sobre-los-campos-del-sur-y-su-clarividencia/