28.9.15

Fulanos y menganos

Cierto fulano siente vocación de escritor de ficciones. Pero si a resultados se remite, le alcanzan los dedos de una mano para contar las historias que ha logrado terminar; su voluntad hacia la escritura parecería estar siempre aguardando algo. Veamos. No más de tres noches por semana, que son las que su novia hace guardia en el hospital, el fulano se dedica a escribir. El proceso de inspiración, como le gusta llamarlo, es prácticamente ceremonioso: la calma del apartamento vacío, las luces de la cocina alumbrando el salón, una cerveza bien fría o una medida de whisky, recostarse sobre la hamaca junto a la ventana, el paisaje de su calle desierta.

Comienza entonces a imaginar, reflexionar, especular con imágenes que le brotan repentinamente, teorizar moralejas, descartar, eso sí, todo final predecible o narrativa fantasiosa. En eso está cuando por la ventana ve a un hombre de unos sesenta años paseando un pastor alemán bastante gordo y cansado; ambos avanzan lentamente bajo la luz amarilla de las farolas.
La imagen parece salida de un cuento de Salinger piensa, y eso lo lleva a una voz narrativa que a su vez lo lleva a una historia: un coche gris avanza por una carretera nocturna, adentro un hombre con sombrero de ala conduce mientras una mujer sentada a su lado se pinta los labios; el hombre fuma y algo del humo se escapa por el pequeño espacio que se abre en la ventanilla; parece perturbado por algo; sin girarse le ordena a la mujer que apague la luz del espejo en el que aparecen sus labios rojos, ella ignora sus palabras y contesta con una pregunta, ¿piensas que estoy guapa, Walter?, por favor te lo suplico Sally, no seas una niña caprichosa, sabes que están al acecho escondidos con las luces apagadas; Walter fuma sin quitar los ojos de la carretera; Sally deja caer la mano con la que sostiene el pintalabios rojo y cierra de un golpe el espejo; comienzan a discutir; el coche avanza por las curvas cerradas; ella alza cada vez más la voz; él repite una y otra vez ¡cálmate Sally!, mientras gira el volante con ambas manos y no quita la vista del triángulo de luz que se proyecta en el asfalto.
De repente el fulano se levanta de la hamaca y sale disparado hacia su cuarto. Sortea la mesa con los platos de la cena, el sofá azul con la mochila hasta por fin llegar al escritorio. Del tazón amarillo donde acumula lápices y bolígrafos saca uno al azar y comienza a escribir oraciones que intentan atrapar al hombre con sombrero de ala. No, no está allí, piensa y desiste. Comienza entonces a anotar de forma aislada los elementos que forman la historia: el auto girando por una curva cerrada, la autopista trepando por oscuros cerros, esos labios rojos, contención en el ambiente, un diálogo. No quiere dejar afuera ningún detalle para que luego, cuando se siente a escribir, logre revivir toda esa atmosfera que está sintiendo a través de su imaginación.
Al cabo de unos quince minutos de escritura arrebatada, cuando llega la cuesta arriba que se adentra por los terrenos que hay más allá del entusiasmo, el fulano comienza a apagarse poco a poco. Las oraciones pasan a tener largas pausas meditabundas donde el se pierde en conjeturas. Finalmente el fulano suelta el bolígrafo y abandona la historia. Deja entonces caer los hombros y levanta la vista hacia un punto del cuarto. Lee lo escrito pero algo ha cambiado, ahora considera que la historia es una imitación barata de algún cuento que ya leyó. Aleja el papel hacia un costado sintiendo un arrebato de violencia, se levanta y vuelve a la hamaca. Jamás pierde esos trocitos de papel con tramas moribundas o personajes en incubadoras…pero tampoco prosperan.
El fulano vuelve a la suspensión de su salón y reflexiona sobre lo que rodea al proceso de creación, desde la voluntad del artista hasta la apreciación de su obra por parte de un público. Mira hacia la calle, ahora desierta, y piensa que tal vez su pretensión por escribir es en realidad una pulsión negativa, una atracción por la nada. Y por lo tanto pertenece a ese selecto grupo de escritores que prefirieron no escribir nunca un libro; una negación para nada disparatada, piensa.

Decide aplazar hasta mañana la escritura de un ensayo sobre el tema, esta noche se dedicará a reflexionar y apuntar preguntas que guíen el texto de mañana. Piensa. “¿Cuántos sueños, sistemas de pensamiento, intuiciones y frases realmente nuevas han escapado de la escritura? ¿Cuántas inteligencias han permanecido libres, dedicadas simplemente a nutrir y embellecer una vida, sin someterse jamás al servil proyecto de forjar una estrategia para producir o para obtener reconocimiento?”. Dicho de otro modo, ¿cuánta mente brillante ha pasado desapercibida en la historia por el hecho de no haber dejado constancia escrita de su existencia? ¿Es, entonces, más relevante para la historia de la literatura una mente que ha materializado un proyecto que aquella que simplemente lo imaginó o que, conscientemente, prefirió prescindir de la necesidad de crear? ¿Dejan de ser artistas quienes no crearon aun habiendo influido decisivamente en otros que sí lo hicieron? ¿Qué importancia tiene entonces Sócrates para la filosofía griega si prefirió no escribir nada? ¿Acaso no influyó en Platón? ¿No fue una voz activa de la época? El fulano se duerme.

Mientras tanto, en otro lugar de la ciudad, un mengano junto a una taza de café, escribe y rescribe laboriosamente historias sobre fulanos.
 
Columna publicada en la revista cultural guatemalteca esQuisses. 25 de septiembre de 2015:
http://www.esquisses.net/2015/09/fulanos-y-menganos/

19.9.15

Máquinas solteras

La frase dice así: “En un cierto momento comprendí que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con aquello a lo que se llama una mujer, niños, una casa en el campo, un coche, etc. Y lo comprendí, felizmente, muy pronto. Eso me ha permitido vivir mucho tiempo como soltero mucho más fácilmente que si hubiera tenido que enfrentarme con todas las dificultades normales de la vida. En el fondo es lo principal.”

El que habla es Marcel Duchamp (1887-1968), sentado en el salón de su casa parisina, de piernas cruzadas y con el humo del habano suspendido por encima y por delante de su rostro. Es 1966, está a meses de cumplir 80 años, y con esa frase -que tan bien encarnó con su propia vida- se da el puntapié inicial a la inquietante entrevista que Pierre Cabanne le hace al artista francés, inmortalizada en Conversaciones con Marcel Duchamp, una especie de biblia a la que debe acudir todo aquel que esté a punto de perder la fe en esto de vivir despreocupada y  atrevidamente al margen de toda masa.
Creo que todo empezó -me refiero a mi interés por las máquinas solteras en la literatura y en el arte en general- cuando leí “Historia abreviada de la literatura portátil”, del catalán Enrique Vila-Matas. Recuerdo que ya el título me intrigaba mucho; sospechaba que en ese juego de palabras había un mensaje codificado exclusivamente para mí, alguien enredado desde siempre en misiones vinculadas con lo portátil, lo ligero, lo literario, y lo suelto o soltero. No me equivocaba. Su historia de la conspiración Shandy o sociedad secreta de los portátiles (una especie de cofradía de máquinas solteras cuyos rasgos distintivos incluyen espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por lo absurdo, y cultivar el arte de la insolencia), acabó por secuestrarme y arrastrarme a un mundo en el que los bordes entre literatura y realidad fácilmente podían difuminarse. Ya era yo un admirador de Vila-Matas y sus engranajes, pero leer sobre las máquinas de Kafka o de Duchamp, sin dudas me dejó huella.
Comenzó a interesarme, pues, el concepto duchampiano de máquina soltera (machine célibataire) con el que de algún modo me identificaba. Y, aunque no entendía del todo qué era exactamente, me gustaba también el concepto de femme fatale, ya que algo intuían mis entrañas: esas dos palabras seguidas, esas mujeres fatales, complementaban el movimiento circular de toda máquina soltera. Son, después de todo, el único elemento orgánico capaz de mover los engranajes de una vocación solitaria e insolente. «Uno puede tener las mujeres que quiera; no está obligado a desposarlas», dice Duchamp.
El concepto de máquina soltera surge de la expresión concebida por su obra La Mariée mise á nu par ses célibataires, méme (La novia desnudada por sus solteros, incluso) de 1907. La obra -como se puede ver en la foto- es un vidrio doble, pintado al óleo y dividido horizontalmente en dos partes idénticas. La superior representa el reino de la Mariée (la Novia), y en el cual flota una nube grisácea. En el hemisferio de la Novia puede verse un emisor y receptores de frecuencias dirigidas hacia el grupo de solteros que se encuentran en la parte inferior del vidrio. En la parte superior hay también una zona de puntos: los disparos de los solteros. La obra de Duchamp funciona como una máquina: la Novia envía a sus solteros una señal magnética, éstos reciben la descarga y disparan. En ese instante la Novia deja caer (imaginariamente) su vestido. Fin del trance, y vuelta a empezar. Es, en definitiva, una operación circular que comienza en el Motor-Deseo de la Novia y termina en ella. Un mundo autosuficiente.
Se deduce, por lo tanto, que no hay realmente un vínculo entre la Novia y las máquinas solteras: la energía permanece cerrada dentro de una circularidad autosuficiente. Únicamente se producen vínculos eléctricos, espasmos más bien diría yo, que logran desnudar a la Novia y llevarla a un éxtasis, a un auge de placer. Pero en definitiva nada se consuma ya que no hay entrega y unión con los solteros. Los personajes están, por vocación, atrapados cada uno en su propio goce, unidos a la vez por una radical soledad.
Esta obra encarna el espíritu de los comienzos del siglo pasado, cuando el desarrollo de la ciencia y la industria estaban en ebullición. (Ya Henry Miller, en su novela Sexus, se maravilla cuando descubre las máquinas solteras caminando por las calles de París a principios del siglo pasado: «De lo poco que vi saqué a conclusión de que los hombres que más se empapaban en la vida, que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían poco, poseían pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones en cuestiones de deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar la familia o defender al Estado».) Con La Novia desnuda por sus solteros, deduzco que Duchamp capta la época y entrevé el triunfo de la máquina sobre los movimientos de nuestros cuerpos y sus flujos, lo automático y programado que codifica nuestras acciones y nuestras relaciones.
Hace unos días, por motivos ya expuestos, me puse a leer Conversaciones con Marcel Duchamp. Sentado en el salón de mi casa me preguntaba cuánto de las visiones de este artista no habían sido una anticipación de lo que llegaría en nuestra contemporaneidad; cuánto de su genialidad se vería hoy en el funcionamiento de Apps como Tinder o la controversial AshleyMadison, diseñadas para adaptaciones modernas de aquellas maquinas solteras que veía Henry Miller por la calle.
Ya con el libro cerrado y a un costado, no pude evitar imaginarme a un Duchamp versión 2015, interesado por las nuevas tecnologías y el desconcierto de los tiempos que  corren. Lo vi en San Francisco, lejos de Paris o Nueva York, trabajando en un amplio taller del Silicon Valley, donde entre partida y partida de ajedrez iba absorbiendo el espíritu de una época, la nuestra, y de la cual, obviamente, no era parte más que para observarla desde su encierro y plasmarla en máquinas que captaban el movimiento actual: un movimiento de goce individual, condenado a una auto-contemplación que se consume a sí misma, que se satisface en las zonas erógenas y que no establece relación alguna con el otro, por lo que no sirve nada más que para la pulsión de muerte.



Artículo publicado en la revista cultural esQuisses. Guatemala. 11 de septiembre de 2015:
http://www.esquisses.net/2015/09/maquinas-solteras/

29.8.15

Vidas imaginarias


No creo que haya mejor título que Vidas imaginarias para un libro, o para una saga cinematográfica, no sé si para un artículo. Pero hace unos días y a raíz de una llamada que le hice a una amiga, directora de esta revista, para contarle que estaría por Guatemala conociendo a mi primer nieto, Hilario de nombre, la muy amiga aprovechó la ocasión para invitarme a escribir este artículo  en la sección cultural. Y como ya soy bastante mayor y tampoco le tengo miedo al ridículo –o a contar las curiosidades que me suceden, que es lo mismo-, acepté de buena honra, por eso de la edad.
Vidas Imaginarias, porque así se llama el libro de Marcel Schow que encontré el sábado pasado en la librería Silabario de Quetzaltenango, y el cual fue el puntapié para lo que aquí vengo a contar. Ahí estaba yo, hurgando arrodillado en la sección de ensayos cuando vi su lomo gastado y su inconfundible título. Lo saqué de inmediato para corroborar si era aquel libro que había leído hace casi cincuenta primaveras y que tanto me había hechizado. Fue tal mi entusiasmo y nostalgia al confirmarlo, que tuve que disimular mientras me ayudaba de los muebles a mi alrededor para ponerme de pie.
Lo leí por primera vez en el verano que llegué a Boloña para comenzar la universidad, y lo recuerdo con especial sentimiento porque esa compilación de vidas raras y fascinantes, fue algo así como un relámpago estallando en el mar de mi ignorancia campesina.
Tenía yo entonces 18 años y venía de un pequeño pueblo al sur de Italia –del tacón de la bota- y del cual sólo había puesto un pie fuera dos veranos en Sicilia, visitando a tíos y primos. Tampoco era un muchacho con grandes inquietudes ni destrezas, más bien apocado y conformista, por lo tanto mi plan de vida era, -digamos-, restringido. Pero aquel libro, leído para amortiguar la soledad acalorada de una Boloña desconocida, me reveló la certeza de que mi vida, al menos en ese momento, era un punto de partida hacia infinitos rumbos.
Al tiempo cambié de carrera: no sería abogado sino matemático -sin dudas encontraba más misterio en los números que en las leyes-. Al año siguiente de mi graduación, y gracias a una beca de la UNAM que me ayudó a conseguir mi profesor de Topología, Lucrecio Tácito, partí a México para obtener mi doctorado en matemáticas avanzadas. Aterricé en el aeropuerto de Benito Juárez el 16 de junio de 1968, en plenos juegos olímpicos.
Mi historia en este lado del Atlántico aún la estoy escribiendo, pues en México conocí a mi actual esposa –quezalteca, por cierto- y del DF ya jamás nos movimos. Pero mejor volvamos al sábado pasado y a la librería Silabario en Quetzaltenango.
Obviamente lo compré y como mi mujer no llegaba hasta la tarde, decidí bajar a la plaza y hacer tiempo leyendo mi flamante nuevo libro de hojas amarillentas y olor a viejito. De camino, al cruzar frente a la iglesia de San Juan de Dios, me tentó el olor a carne asada llegando desde los carritos y ahí mismo me senté en uno de los bancos de plástico rojo y ordené con hambre: una tostada de frijoles y queso para sobrellevar la espera  hasta que llegó mi pepian con porción de arroz y aguacate.
Ya sentado en uno de los bancos de la plaza, algo indigestado por haber comido más de lo habitual, y dispuesto a darle toda mi atención a una de las vidas imaginarias, me invadieron unas terribles ganas de siesta. Intenté resistir -más que nada por la vergüenza que algún conocido me encuentre dormido en un banco de la plaza-. Como fuera no lograba avanzar en la lectura, ni tampoco parecía querer hacerlo en realidad, porque a medida que el sol florecía y comenzaba a darme a media cara, confiándome a la confusión de no saber con precisión cuándo mis pensamientos eran producto de la razón y cuándo del ensueño, caí dormido.
Algo así como dormido en una profundidad oscura y agradable desde donde imaginé o deliré, -qué más da-, una vida en la que yo era su jovencísimo protagonista: me llamaba Aurelio y vivía en una gran ciudad moderna, era descendiente de inmigrantes alemanes e hijo de un desarrollador inmobiliario de quien heredé un modesto capital que, gracias a mi habilidad para los negocios, logré multiplicar en medio de la expansión inmobiliaria de los años setenta y ochenta.
Mi cuerpo era robusto y alto, de piernas largas, y llevaba una cabellera rubia, ridículamente abrillantada. En mi rostro –el cual conocí en programas de TV- había una mirada estudiada y severa. Por lo demás, era ambicioso y apasionado, y era tan vanidoso como grotesco y altanero. En pocas palabras, un pobre diablo despavorido pero extraordinariamente laborioso en mi obsesión por hacer de mi nombre una marca: El Aurelio. Algo así como una parodia del éxito. Transformado en millonario antes de cumplir los treinta años y todo gracias a mi gusto por las estrategias polémicas, el exceso y los derroches. Así creé en las siguientes dos décadas un imperio comercial donde solo sobrevivían los más aptos y no había lugar para los débiles.
El tiempo me hizo más opulento, también más polémico y menos tolerante a la estupidez humana. Pero por encima de todo, me hizo un hombre públicamente exitoso que siempre se salía con la suya.  Muchos me despreciaban, pero muchos más querían ser como yo –o ser yo-. Dado que era el éxito y no la honestidad lo que generaba admiración en la vida pública, aproveché esa oportunidad y decidí lanzarme a candidato presidencial.
Mi estrategia fue simple: ser políticamente incorrecto en aquellos temas sensibles y tratar de acaparar los focos faltando el respeto a quien tuviera a  mí alrededor. Mi personalidad polémica, mis golpes mediáticos, y el posicionamiento de mi nombre como marca de éxito opulento, acabaron calando más hondo de lo que sospechaba. El mundo me estaba esperando y allí estaba yo parado en la arena pública, en la recta final para la presidencia, nutriendo de éxito todas las posibilidades de un hombre frente al foco de un grupo de periodistas, y no dudé jamás en decir: “Siéntese, no le he dado la palabra (…)”.
Cuando desperté me di cuenta que estaba sentado bajo uno de los árboles de la plaza central de Quetzaltenango, el corazón de toda vieja ciudad colonial.
Un hombre, vestido de blanco, toca la marimba cerca de las escaleras que bajan a la calle. Unos niños lo miran encantados por el sonido que sale de su instrumento. Banderas y pancartas rojas despiden la visita del candidato oficial de estas elecciones. Las familias del lugar pasean. Los hippies norteamericanos, descalzos, esperan su cambio frente a la mujer que les acaba de vender una botella de Indita de Rosa de Jamaica mientras hurga en su delantal buscando billetes. Los vendedores ambulantes despliegan telas de infinitos colores.

Cuando volví a ver la totalidad de la ciudad interactuando en armonía, experimenté una sensación de profundo alivio. Ni abogado, ni presidente. Soy matemático para descubrir el misterio que reduce toda ecuación compleja hasta revelar la belleza de lo simple, de lo real. Me levanté del banco y salí caminando calle arriba a la estación de autobús para buscar a Ana, mi mujer, sintiendo un terrible deseo de verla y oírla hablar.

Publicada en la columna semanal para la revista cultural esQuisses, Guatemala, 28 de Agosto:
 http://www.esquisses.net/2015/08/vidas-imaginarias/

 

15.8.15

Ciberactivismo: ¿mucho ruido y pocas nueces?


Si de regiones pioneras hablamos, Centroamérica fue quizás la primera en usar Internet para movilizarse y hacer públicas sus protestas. De hecho sucedió no muy lejos de Guatemala. Fueron los zapatistas y el levantamiento campesino de la región de Chiapas en México, liderado por el siempre encapuchado subcomandante Marcos. Esa fue tal vez la primera revuelta social que recibió atención mundial gracias a Internet.
Por la misma época, un poco más arriba, en Seattle, las tecnologías digitales también eran las responsables de movilizar miles de personas contra la Organización Mundial de Comercio, llegando incluso a hacer fracasar la llamada Ronda del Milenio, y todo esto sucediendo al margen de cualquier partido político.
Desde entonces hasta hoy ha pasado mucha agua bajo el puente que une a las nuevas tecnologías con las causas sociales. Aparecieron Facebook, Twitter, y con ellos un sinfín de movimientos de protesta gestados desde plataformas digitales. Pero tranquilo lector, no he venido a escribir otro artículo sobre la historia de las redes sociales, sino más bien a ver si juntos logramos entender cuánto cambio en realidad logra una protesta virtual, ya que tengo la impresión de que, paradójicamente, una masa de activistas virtuales no siempre se ha traducido en una solución sostenible. La pregunta que intento plantear por lo tanto es: ¿qué es lo que hace posible una solución a largo plazo?
El ciberactivismo, entendido como acción política en la red, ha sido determinante para organizar, en cuestión de horas, movimientos de gran repercusión social y política, algunos logrando derrocar vicepresidentas, como sucedió aquí en Guatemala hace tan sólo semanas, o gobiernos enteros, como en la llamada primavera árabe y sus levantamientos de Bahréin a Túnez, pasando por Egipto y Libia. Otros ejemplos: los indignados en España, Italia, Grecia, las protestas del parque Gezi en Turquía, Taiwán, Euromaidán en Ucrania, la revolución de los paraguas en Hong Kong, y movimientos más recientes, como por ejemplo, los hashtag “#ReunciaYa”, "#BringBackOurGirls", “#YoSoyNisman” y “#JeSuisCharlie”. Es indiscutible que hoy en día un tuit puede desencadenar una campaña mundial de información, y una página de Facebook puede convertirse en un medio de movilización de masas.
Pero si analizamos en detalle estos movimientos, y comparamos la cantidad de clics o cyber-activistas que juntaron en pocas horas, con la calidad de los resultados que lograron, ¿acaso se puede afirmar que los logros están a la altura del tamaño y el ardor que los inspiró? Yo diría que no, diría que lo que han conseguido han sido más bien pequeños cambios estéticos, y no tanto verdaderos cambios sostenibles – casi 20 años después las protestas de Seattle la conversación global sobre la desigualdad, y las políticas que la provocaron están aún presentes.
Parte del problema de las protestas de hoy, según expertos, tiene que ver con que imitan el modelo de las start-ups comerciales, es decir que focalizan toda su energía en conseguir “clientes”, olvidando desarrollar un espíritu de esfuerzo común.
Si estudiamos los movimientos sociales anteriores a las redes sociales, y tomamos aquellos que lograron cambios positivos, sostenibles y sobre todo a través de medios no violentos - como por ejemplo el movimiento por los derechos civiles liderado por M. Luther King que extendió el acceso pleno y la igualdad ante la ley a los grupos que no los tenían, sobre todo a los ciudadanos negros, o el movimiento de liberación de la India liderado por Gandhi-, podemos observar que han sido procesos largos en los cuales sus miembros debían interactuar para organizarse, movilizarse para reunirse y conocerse, crear consenso, discutir ideas, resumirlas, escribirlas, difundirlas. Hoy en día es mucho más simple organizar una protesta, basta una página de Facebook, una cuenta de Twitter, y en pocas horas se captarían seguidores a través de actualizaciones, imágenes sugestivas, o breves mensajes ingeniosos de 140 caracteres.
Pero al usar las plataformas digitales para el activismo, ¿acaso no estamos optando por un camino más fácil, desaprovechando los beneficios de hacer las cosas en equipo y por el camino más largo? De ninguna manera pienso que la solución está en redactar un folleto a mano y atravesar un país en bicicleta para distribuirlo, pero tampoco creo que se encuentre en un hashtag ingenioso, sino más bien en la capacidad de crear un tipo de organización que puede pensar en equipo y tomar decisiones difíciles de forma conjunta, llegar a un consenso e innovar y continuar juntos a pesar de las diferencias encontradas en el camino.
Las causas que han inspirado movimientos en los últimos años son críticas: el cambio climático es incuestionable, la desigualdad continúa afectando el desarrollo de las personas y la corrupción está presente en muchos países. Es evidente entonces que necesitamos soluciones más eficaces. Los movimientos de hoy tienen que ir más allá de la participación a gran escala para encontrar la manera de pensar juntos colectivamente; no sólo señalar y acusar, sino desarrollar propuestas fuertes, crear consenso, averiguar los pasos necesarios para lograr cambios y relacionarlos para aprovecharlos, porque todas las buenas intenciones, la valentía, y el sacrificio por sí mismas no van a ser suficientes.


Columna publicada en la revista guatemalteca esQuisses, el día 14 de agosto de 2015: http://www.esquisses.net/2015/08/ciberactivismo-mucho-ruido-y-pocas-nueces/

1.7.15

El viajero inmóvil

Voy en un viejo globo, llegando a Lima. Voy de pie, algo maravillado, con ambas manos apoyadas sobre el borde y la cabeza asomada apenas por fuera del canasto. Abajo es 1959 y alrededor el cielo es tan gris como dicen. Silencio absoluto, calma completa de la atmosfera, solo perturbada por los crujidos del mimbre que nos llevan. En la engañosa quietud evoco a mi anfitrión limeño, Alfredo Bryce Echenique, que ya me está esperando allí abajo en una fiesta de verano, un baile de sedas y organdíes, de tules, de pegajosos calores limeños, de humedades, de jardines sumamente verdes, floridos e iluminados lindo, y con la orquesta del Almirante Jonas, allá a un lado. Y ahí, en medio de todo aquello ya estoy yo sentado junto a mi amigo Alfredito, un adolescente que ha perdido a su gran amor y se está pasando de vueltas con el whisky mientras Carla Parodi, la enamorada de su compadre el Peruvian Apollo, lo consuela y le dice que ya está bien de trago, que no sea tonto. Y así, con su vocecita suave y su sutil inteligencia, Carla se lo va metiendo a Alfredito poco a poco en el bolsillo, como lo ha hecho con todos los amigos de su enamorado; incluso yo he saltado de cabeza a su bolsillo y desde allí adentro, recostado sobre la perfumada tela de Carla Parodi, observo Lima en 1959.
 
A veces pienso que gran parte de nuestra vida ocurre dentro de la mente, en recuerdos, imaginación, interpretación o especulación. Tal vez por eso simpatizo con los que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego descubrimos que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque corroboro a través de estos viajeros inmóviles  que solo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. De hecho, nada me provoca tanta curiosidad y admiración como aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el confinamiento sople con mayor libertad su vuelo mental.
Hace 15 años emprendí el viaje más alucinante por la Patagonia argentina; el primero que hice en solitario. El viaje duro unas pocas semanas. Pero sentado en silencio he regresado mentalmente infinidad de veces, he tratado de comprenderlo, de encontrarle un sitio en mis pensamientos; ese viaje inmóvil ha durado 15 años, y probablemente dure para siempre. El viaje, en otras palabras, me dio algunas vivencias increíbles, pero sólo al sentarme en silencio es que he podido transformarlo en un libro de mi autoría que puedo leer cada vez que, inmóvil, lo desee.
Una de las primeras cosas que se aprende al viajar es que ningún lugar es mágico a menos que se lo vea con la mirada apropiada. Uno lleva a un hombre irascible al Pico de Adán en Sri Lanka, y se quejará de que las lentejas están picantes. Por eso creo que la mejor manera de cultivar una mirada más atenta y apreciativa fue, curiosamente, sentándome en silencio y viajando inmóvil a través de la lectura.
Los libros —sí, aquellos objetos que como decía el gran Oliverio Girondo deben construirse como un reloj y venderse como un salchichón— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más; son, sin exageración, un viático esencial para hacer más humano este viaje.
Leer no necesariamente nos haga más inteligentes o más prósperos, pero he confirmado que sí nos vuelve más nosotros mismos; leer, sobretodo, nos hace más humanos. El viajero inmóvil - capaz de quedarse conmovido por el final de una novela, de empatizar con el silencio de un personaje que padece fiebre de amor, de desentrañar adentro suyo las cuestiones que el autor plantea para sus personajes- se vuelve con cada uno de estos viajes estáticos, más consciente de lo que ocurre a su alrededor, y por lo tanto más capaz de actuar en consecuencia.
Sigo de pie en mi globo, ahora deslizándome sigilosamente hacia París. Puedo advertir en el filo del horizonte, en brumas, el confuso sabor de 1968. Allí me espera Martin Romaña, un estudiante de filología francesa, aprensivo, limeño y futuro amigo de Alfredito. Martín está durmiendo en la hondonada mientras yo sobrevuelo techos manchados por excrementos de palomas y humedad de lluvia. Martin duerme sin saber que más tarde, mientras él y yo andemos exagerando la noche por la Rue Mouffetard, Inés ya habrá tomado la decisión de abandonarlo por su inseguridad, timidez e indecisión.
Mañana la resaca será terrible, lo sé, y mi amigo Martin estará insoportable y nuevamente atrapado por una crisis "positiva" de melancolía - y unas hemorroides que aún no sabe pero que lo llevarán hasta Barcelona. Martin pasará la tarde sentado en su sillón Voltaire, anotando en su cuaderno azul las peripecias de un latinoamericano en la ciudad de la luz. Mientras tanto yo, sentado a 47 años de distancia, estaré observándolo inmóvil; puliendo el kafkiano arte de irme muy lejos para quedarme aquí.

Publicada en la revista guatemalteca esQuisses el 30 de julio 2015:
http://www.esquisses.net/2015/06/el-viajero-inmovil/

25.6.15

Hay una historia.


Hay una historia que me digo que debo contar, aunque en verdad no sé cómo hacerlo. No, en realidad no sé si deba hacerlo. Por la noche me acuesto y pienso en esta historia, cómo contarla, qué palabras usar; imagino el rostro de quien la escuchase. Me digo que no me corresponde hacer la revolución, sino ocuparme de contar cómo se siente, a qué huele, a qué sabe esta historia. Luego me duermo y aparece ese hombre fumando, esa mujer esperando, ese ascensor averiado. Me despierto y siento que sé cómo contar la historia, luego dudo si realmente deba hacerlo.

22.6.15

Sobre tranvias y tropiezos


Desde que descubrí que nada hay tan aburrido como la diversión, evito frecuentar lugares a los que antes iba. Y eso ha ido modelando mi carácter como el mar esculpe a una roca. Precisamente un 5 de febrero de 2009 me encontraba yo aburridísimo en una fiesta en Ginebra, rodeado por desconocidos que, igual que yo, éramos nuevos en la ciudad y habíamos llegado a esa soirée para amortiguar el duro golpe que era llegar a Ginebra joven, solo y en invierno.
Llevaba en el bolsillo de mi abrigo un libro de la periodista catalana Rosa Regàs, titulado Ginebra y el cual me había regalado una amiga ecuatoriana asegurándome que en esas páginas no solo había una aguda  y entretenida descripción de la idiosincrasia ginebrina, sino que además sería una guía fundamental para un sudamericano poco familiarizado con el exceso de reglas y corrección cívica. Lo empecé a leer ese mismo día en el tranvía. De hecho me resultaba una novedad tan divertida eso de viajar en tranvía y además me entretenían tanto las anécdotas de Rosa Regàs, que decidí dejar de aburrirme en aquella fiesta y salir a divertirme con mi libro en el tranvía.
Parado en la estación Place du cirque, me tuve que quitar los guantes para poder alcanzar las monedas en el fondo del bolsillo de mi pantalón. Estaba poniéndolas en la máquina de boletos cuando vi doblando por la esquina mi tranvía, el número 14. Me resultaba tan novedosa esa imagen de un tranvía viniendo hacia mí, de las calles vacías con sus árboles pelados y unos tenebrosos pájaros negros mirándome desde ramas secas, que entré al vagón embobado por el presente y olvidando mi boleto en la máquina expendedora.
Iba yo cómodo en mi asiento, saltando del paisaje de la ventanilla a mi libro, de las calles melancólicamente húmedas a Rosa Regàs contándome que Ginebra, el lugar donde Calvino pudo realizar su sueño puritano, no era precisamente una ciudad alegre, pero sí una ciudad extremadamente cómoda. Apenas comencé a leer capítulo en que narra sobre el transporte público y los revisores de boletos, cuando de  repente tenía uno de éstos frente a mí. Debía ser al menos seis veces más alto que yo, o así lo parecía desde donde yo lo miraba - todavía con las palabras recién leídas dando vuelta por mi cabeza. Supongo que confió en su uniforme y en el aparato electrónico que llevaba en la mano porque no dijo ni una sola palabra, más bien fue su mirada la que habló. Éramos los únicos en el vagón y debieron pasar unos tres minutos, o una eternidad, no recuerdo, hasta que me di por vencido y con todos mis bolsillos escrutados caí en la cuenta de que había olvidado el boleto en la máquina. Comencé entonces a explicarle en un pobre francés nervioso, que en realidad había pagado mi pasaje pero que lo había olvidado en la maquina; me abstuve de contar que fue por estar mirando el tranvía y los árboles secos y los pájaros negros, pero sí le dije que era nuevo en la ciudad, que venía de aburrirme en una fiesta, y que “realmente” me había olvidado el boleto en la máquina. De nada sirvió todo mi esfuerzo por hacerme entender porque en pocos segundos ya estaba usando la multa de 100 francos como señalador en el capítulo que paradójicamente hablaba sobre revisores de boletos y el exorbitado precio de las multas.
En aquellos días, no sólo me sentía un extraño en la ciudad sino que, además, tenía la impresión -y así lo escribía continuamente- de que a mí me pasaban cosas raras. Hoy en día, ya no puedo decir lo mismo porque el mundo en los últimos tiempos se ha vuelto tan absolutamente extraño que es difícil que algo no nos parezca raro. Y digo extraño por no decir violento. Sin embargo cuando miramos atrás y nos servimos de la historia para entender el presente, podemos ver que el movimiento histórico siempre tropieza con la misma piedra: la violencia y los intereses políticos jugando con la fe de un pueblo. Cuando nos enteramos de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas yihadistas en el oriente cercado, las decapitaciones perpetradas por el Estado Islámico, la destrucción de estatuas milenarias en museos, el secuestro y asesinato de cristianos en diversos países africanos, pienso en lo que sucedió siglos atrás durante las Cruzadas y la Inquisición. ¿Cuáles son los verdaderos intereses detrás de esta violencia?
Se me viene a la mente la expresión italiana corsi e ricorsi, tomada de la teoría que la historia no avanza de forma lineal empujada por el progreso, sino en forma de ciclos que se repiten, es decir, que si bien siempre avanzamos, lo hacemos dando dos pasos para adelante pero uno para atrás. No se trata de un eterno retorno de todas las cosas, sino que es una piedra con la que tropezamos una y otra vez y que nos devuelve a un estadio que se creía superado, pero ahora visto desde una nueva perspectiva. ¿Cómo hacer para no olvidar el daño que causa la violencia y los intereses políticos por encima del bien común?
No muchas semanas después de haber sido multado en el tranvía de la línea 14 leyendo aquel libro de Rosa Regàs, subí un día a otro 14 con una copia gratuita del diario local 20 minute. Compré un billete y, por temor a que después me lo pidiera el revisor y no lo encontrara, me lo puse en la boca; pensé que así lo tendría más a la vista del inspector si éste se presentaba. Iba tan concentrado en la lectura, o en tratar de descifrar lo que leía que, sin darme cuenta fui chupando como un loco el billete. Cuando llegó el revisor me quedé anonadado: era el mismo que me había multado semanas atrás y, para colmo,  llevaba en la boca el lápiz electrónico con el que anota en su máquina expendedora de multas. Ambos nos miramos como dos perros amigos sosteniendo un hueso entre los dientes. Me sonrió y se quitó el lápiz de la boca, es para no perderlo me dijo, ya van varios. Yo le correspondí con una sonrisa sincera y también me quité el boleto de la boca, o lo que quedaba de él, pues no era más que un trozo de papel ilegible. Sin tocarlo me dijo que no se alcanzaba a ver la fecha de expedición y que eso era motivo de multa. Con un francés algo mejorado y el recuerdo vivo de nuestra historia, le expliqué que yo también lo llevaba en la boca para no tropezar con la misma piedra y volver a ser castigado. El inspector, que tampoco era tan alto después de todo, aceptó mi verdad y continuó trabajando.
Al llegar a mi casa me di cuenta de que esta vez había olvidado el paraguas en el tranvía. No tengo cura me dije a mí mismo, e inmediatamente pensé en la cantidad de cosas que deberíamos llevar  siempre en la boca para no olvidar, y poder romper con este corsi e ricorsi.

Ensayo publicado en la revista esQuisses, 3 de junio 2015, Guatemala
http://www.esquisses.net/2015/06/sebastian-salvador/