Mi vida. Cuando pienso estas palabras veo frente a
mí una explosión de luz, continua como lava de volcán. Por la distancia que nos
separa sospecho que es apenas unas horas más joven que yo. Y si bien me alejo
–inevitablemente- cada día un poco más, su brillo permanece inmutable; tal vez me esté
acercando al alejarme. Por la noche, cuando me desvelo y acabo asomado al
balcón de una casa, alcanzo a verle algunas formas: la luz, en realidad, es un estanque;
los rayos estallando alrededor, en realidad, son cometas. Los cometas visten
rostros, el estanque es un niño.
30.8.13
16.7.13
El silbido
El carcelero cierra la celda y se aleja sin hablar.
Adentro queda un hombre en un calabozo de apenas cinco metros cuadrados. Otra
noche más, es lo primero que piensa el recluso al escuchar las llaves del
centinela alejándose. Las voces y la compañía han concluido por hoy, al menos
así lo decreta una autoridad superior a la suya. Y es en ese preciso momento cuando
añora la compañía de los demás reclusos, cada noche con más afán que la
anterior; mismos si apenas habla con ellos, mismo si rechaza sus aires y
conductas, pues los ve como animales toscos que nada tienen que ver con él. Pero
por más que hace fuerza con la razón para espantar una sensación de abandonado
y de frio en verano, la presión en sus tripas siempre impera al escuchar el CLAC!
que hace la celda al cerrarse.
Otra noche más ese ruido le indica que no le quedan más opciones que aceptar la realidad, resignarse como un crío abrazando los barrotes de su cuna mientras la autoridad se aleja paso a paso, hasta finalmente desaparecer por completo del tramo de pasillo que le permite el ángulo de su celda.
Otra noche más ese ruido le indica que no le quedan más opciones que aceptar la realidad, resignarse como un crío abrazando los barrotes de su cuna mientras la autoridad se aleja paso a paso, hasta finalmente desaparecer por completo del tramo de pasillo que le permite el ángulo de su celda.
El rito es cada noche el mismo e iniciado siempre por la mescolanza de soledad y necesidad que inundan el calabozo de aquel hombre. Se ha vuelto un verbo encarnado, pero no por eso menos sentido o verdadero, para nada. La secuencia es más o menos así: el varón se acerca a la ventana enrejada que hay sobre los pies de su cama, las luces llegando desde la avenida se van acomodando sobre su rostro, enciende un cigarrillo y es entonces cuando, sin prestar mayor atención a lo que ve, comienza a silbar. La melodía improvisada atraviesa las rejas de la ventana mientras se va desvistiendo del humo de tabaco, baja con la corriente de aire que la pilla apenas se asoma, y llega hasta la ciudad.
Toma la avenida sobre la que algunos oficinistas rezagados todavía se escurren para regresar a sus casas. Es empujada por los tosidos tóxicos de los coches hasta alcanzar la entrada del parque sin haber perdido un solo cabello en la hazaña. Lo entra por el espacio que hay entre las rejas de su entrada principal y una vez dentro se deja sobrevolarlo. Su avance zigzagueante entre corrientes va rozando las ramas húmedas de rocío y smog. Al desfilar por los arbustos del jardín botánico, su cuerpo es tocado por los suspiros de una pareja de adolescentes haciendo el amor a escondidas del mundo. Continúa hasta salir por una de las puertas trasversales del parque y avanza por las calles de un barrio porteño en una noche de verano. Viaja aferrándose a las corrientes que generan las persianas y puertas de negocios que comienzan a bajarse o cerrarse. De una ferretería aparece una melodía de violín llegando desde una estación de radio AM y la cual, al toparse de frente con el silbido, éste último se abraza fuerte a sí mismo para no confundirse con la cadencia del violín.
Recorre las calles sin prisa ni propósito, avanzando sin más proyecto que la que pueda tener un suspiro melodioso.
Cuando la noche finalmente marca su hora más espesa, llega también una clara sentencia de final. Fatigado y débil pero aún vivo, el silbido busca un árbol donde celebrar su dilución. Pero su fuerza ya casi no existe y va derrumbándose antes de llegar a su destino. Acaba desmoronándose y cayendo, más bien flotando cuesta abajo como un alfiler en el agua, hasta desplomarse moribundo sobre el lomo de un gorrión de ciudad. El animal, que hasta el momento descansaba sobre una rama, ahora se percata de que algo le ha caído encima. Se sacude agitando la cola y revoloteando sus alas mientras el silbido agoniza aferrado al lomo del animal como una funda invisible. El animal irgue el cuello y sin moverse de la rama, comienza a cantar. Son las tres y cuarto de la mañana pero cualquiera diría que suena a amanecer.
El silbido del pájaro recorre las veredas vacías y entra
por la ventana de una casa en la que encuentra a un hombre desvelado en la mesa
de la cocina. El canto lo apresa apenas entra por sus oídos, recorre el cuello
y pecho de aquel hombre y lo hace pararse a buscar un papel, baja entonces por
el codo y llega a los dedos que sujetan este bolígrafo madre. Finalmente
aparece un silbido diluido en el papel.
9.7.13
Ese soy
Saturday/Sunday/solitude/Somerville/some/summer/slavery. -Sorry so soon? –Somehow stay simply savage.
Sonaderos sin sortijas, sabores simples saliendo sobre sartenes, ¿serpientes serenas silbando serenatas?, sapos sorpresivamente sanguinarios, soltura, suturas, sol saliente, sorbetes sonrientes, ¡separación salame! sardinas sin sal, sábados sin slips, salvar salvavidas, socios sucios, sofisticadas sociedades suizas sin satisfacción, sarcasmo salpicando sangre…¡Señor Sebastián Salvador, si serán salvajes sus sonidos!
29.6.13
El castigo (crónicas H&S)
¿Qué sucederá cuando no
haya más espacio para escribir en estas cuatro hojas? Sospecho que nuestra historia podría llenar
miles y miles de hojas y jamás revelar los verdaderos impulsos o propósitos que
empujaron los hechos. Por eso pienso que tal vez cuatro hojas sí puedan hacer
justicia y revelar la verdad.
Anoche soñé con él
nuevamente. Es la tercera vez que me pasa esta semana, como si tuviera que
recibir un mensaje oculto a través de sus imágenes que se me revelan tan
vívidas y con una coherencia que me perturba. En el sueño estamos encerrados en
un galpón cuya llave cuelga de mi cuello, atada a un cordón dorado. El lugar
está repleto de enormes máquinas. Nos rodean. El olor a grasa y aceite me hacen sentir sucia y con la
impresión de estar así desde hace varios días. Rechinan las cadenas mientras
transportan piezas de hierro y chapa. El ruido que provoca la fricción de los
metales y las chimeneas soltando vahos comprimidos es ensordecedor; casi hay
que gritar para poder entenderse. La única luz que ilumina esa caja mustia
llega desde unos largos tubos fluorescentes enjaulados al techo. El parpadeo de
las luces refleja en el piso y me hace cerrar los ojos. Bien podría ser de día
o de noche. El calor forma un caldo con la humedad que sube por mis piernas, me
sofoca. Se me nubla la vista cuando veo
los hornos de fundición de los que proviene esa masa ardiente. Estoy de pie
junto a uno de ellos. Mientras tanto, él de rodillas delante de mí y ambos empapados de sudor. En mi mano tiembla la
pistola con la que le estoy apuntando directo al rostro mientras él me mira con
una calma casi insolente.
“Vas…apagar…por…tu…encanto…excesivo”, le digo masticando cada palabra
mientras apoyo el cañón del arma en su frente y lo hundo en la piel con cada
pausa. “No podés odiar algo de manera tan violenta sin que al menos una parte
tuya también la ame”, me responde sin parpadear. Levanto entonces la pistola
apuntando hacia un fondo oscuro, la sostengo unos segundos por encima de mi
hombro derecho y siento el peso del metal en mi mano. Aprieto con fuerza el mango del arma mientras
busco el gatillo con el índice. Tiemblo de ira e impotencia y mientras se
escapa el momento remato el golpe violentamente. Justo antes de alcanzar ese
rostro inmutable, me despierto.
Abro los ojos con la
sensación de estar ahogándome. Aún siento su presencia grabada en la oscuridad
de mi habitación, como si estuviera proyectado. Apoyo los codos sobre el
colchón para poder levantarme pero mi brazo derecho cede y caigo nuevamente
sobre el colchón. Me doy cuenta de que
tengo el brazo dormido y el puño cerrado. Me incorporo ayudándome con la otra
mano y salgo de la cama con la impresión
de que aquel cuaderno es el culpable de mis pesadillas. Me paro y lentamente
camino hacia el baño tanteando la pared. Enciendo la luz que inmediatamente me
ciega y cuando me voy acostumbrando me veo en el espejo, pero no… prefiero
evitar el reflejo. Agacho la cabeza y comienzo a sentir el agua que llevo con
mis manos a la cara y la nuca. Me siento sobre la bañera y me quedo unos
segundos ahí mientras corre la canilla. “La situación me está sobrepasando”.
"¿Qué voy a hacer sin él?, ¿qué sentido tendrá entonces todo esto?”
Después de todos estos
años ya no soy la misma. Del odio que tenía ya no queda más que una sórdida
amargura; no sé si lo que siento es rencor por todo lo que él me hizo o
resentimiento por haber resignado parte de mi vida a darme revancha. Supongo
sería la desesperación lo que me llevó a actuar así —ya no lo recuerdo—, sin
embargo, en el fondo siempre supe que estaba cometiendo un error.
Camino hasta la cocina y
a través de la ventana veo la casita en el jardín. El reloj que hay en la pared
indica que todavía no son si quiera las seis de la mañana. Me pongo un abrigo
sobre los hombros por encima del camisón y atravieso el patio hasta ahí. Jamás
hubiera él imaginado cuando nos mudamos, que el galpón que él mismo construyó
para guardar las herramientas, sus bicicletas y las chatarras, como el
televisor blanco y negro que nunca quiso tirar,
pasaría a ser su celda. Siempre repetía: “¿Para qué tanto jardín? La
casa es diminuta y si tenemos hijos nos va a quedar chica”. Si hubiéramos tenido hijos no sé dónde
estaríamos parados ahora. Lo que sí sé es que de haber sido el caso, jamás
hubiera podido llevar a cobo este plan, o como sea que se llame esto. Creo que
hubieran hecho que mi vida sea más alegre, pero es inútil, ya no puedo pensar
en eso, ha pasado tanto tiempo. Tal vez podría haber formado otra pareja, o
vivir en algún otro lado, más cálido, tal vez en la costa. Se me quiebra el
cuerpo de solo pensarlo. Tantos años desperdiciados... Las cosas son así, ya es
tarde para arrepentimientos.
Todavía no logro olvidar
cuando se confesó y me contó lo que había hecho. Fue como si me hubiera clavado
un punzón en el hígado, una sensación de amarga muerte. Estaba abatida, no
sabía si escapar o devolverle el mismo dolor que me había causado. Había vivido
una mentira, tantos años. El odio que sentía era devastador. Entonces fue que
pensé en el plan. Sabía que lo que había decidido no sería fácil pero tenía que
hacerlo, para desquitarme, para desahogarme. Al principio fue duro pero el
tiempo, luego se encargó de tornarlo en una rutina.
Avanzo por el jardín
hacia la casita. Al ver el vapor que sale de mi boca me sobresalto —estaba
hablando sola sin darme cuenta—: “Que estupidez, si bien estaba susurrando,
podría escucharme y despertarse”. No estoy de ánimo como para escucharlo y no
quiero que nada interrumpa mis pensamientos o el silencio en el que me estoy
moviendo. Me cuesta avanzar: la humedad se cuela por mis tobillos, siento como
si hubiera pisado un hormiguero y las hormigas, con sus tenazas, estuvieran
mordiendo cada milímetro de los pies. Sigo camino hacia la casita. La claridad
del horizonte deja ver un cielo azul todavía con algunas estrellas. Cuando llego
a la puerta apoyo la oreja. El silencio profundo me da un escalofrío erizando
la piel del antebrazo que se evidencia al estirarme para abrir la puerta. Bajo
el picaporte y entro sin hacer ruido, esperando que todavía esté dormido.
Cierro con precaución para evitar que una brisa fría o algún ruido de la calle
se logren colar. Camino los dos metros que separan la entrada de las rejas de
su habitación y ya frente a su cuarto veo que no se ha despertado. Me acerco
hasta abrazar las barras de las rejas y es entonces cuando el llanto me vence.
Intento reprimirlo pero no lo puedo evitar, se me tensa el rostro y voy
sintiendo como se me llenan los ojos de lágrimas al verlo. Lo escucho respirar
con dificultad; tiene ese bulto en la garganta que aprisiona sus vías aéreas:
ya casi ha alcanzado el tamaño de una pelota de tenis en el último mes, y no
hay que ser un experto para deducir que no faltará mucho para el final.
Me arrebata la idea de
la soledad. De mi vida sin él. A pesar de mi odio visceral, a pesar de mi
proyecto de castigo y los casi quince años de encierro en ese cuarto sin
hablarle ni una sola palabra. A pesar de desear desde lo más profundo de mi ser
que su vida sea un calvario colmado de silencio y ausencia; un inacabable
bloque de tiempo en el que la culpa lo ahogue hasta absolverlo. Que el único
rostro que vea durante el resto de su vida sea el mío, el de su verdugo,
alimentándolo religiosamente cada día bajo el más claustrofóbico de los
silencios —hasta las ventanas encargué sellar con cristales especiales para que
la burbuja sea aún más impenetrable—, y que el único ruido que pueda oír sea la
mínima porción que se puede escabullir durante la fracción de segundos que
permanece abierta la puerta hasta que yo entro cada mañana. Y a pesar de todo,
me invade un terrible frío al ver el bulto en su garganta y sentir que el final
está cerca, que mi meta está a la vista, que mi plan se ha desplegado con
máxima eficiencia y precisión.
Me acerco a la mesa que
hay junto a la pequeña cocina y abro el cuaderno rojo de espiral que hay junto
a un plato con frutas. Sus hojas son de papel grueso y absorbente, tamaño de
carta y con cincuenta renglones por carilla. Lo abro por la mitad, me mojo el
dedo índice con la lengua y separo cuatro hojas del bloque izquierdo.
Cuidadosamente las voy cortando mientras me aseguro que se separan prolijamente
a través del margen indicado para tal propósito. Las acomodo a un costado
mientras cierro el cuaderno y deslizo la palma de mi mano derecha sobre la mesa
sintiendo su superficie liza.
Así lo he decidido.
Antes del final ambos tendremos la posibilidad de llenar dos hojas cada uno con
nuestra verdad. Y así yo me aferraré a esa confesión hasta el día que la muerte
nos una. Sellaremos nuestra historia con la libertad que sólo otorga la palabra.
19.6.13
La cámara
La cámara encuadra un campo a través de una ventana; una
pequeña ventana de forma ovalada y con un marco de color gris pastel. Yo estoy
de este lado del cristal, donde el aire es tibio. Del otro lado, el viento sopla sobre un campo
de pastizales que se extiende hasta el horizonte. Sus tallos largos flamean en grades ondas zigzagueantes. Casi se podría
confundir con un océano de cabellos sedosos moviéndose por corrientes
submarinas. Ajustando la lente consigo aproximarme un poco más. Y más. Entonces
entiendo que lo que en abundancia se muestra como parejo y suave, al
individualizarlo es en realidad una masa de tallos secos y rígidos.
Sin mi consentimiento la cámara ahora comienza a retirarse paulatinamente
abriendo el campo visual. En un momento de su retroceso vuelve a emerger el
campo en movimiento. Su pelaje sedoso meciéndose con el viento me vuelve a cautivar
y olvido lo que vi hace instantes. La cámara sigue abriéndose. Poco a poco, en
la parte superior del retrato, va cobrando presencia un cielo gris de primavera
ventosa. La cámara continúa ascendiendo al mismo tiempo que va girando su lente
hacia abajo. Así, poco a poco, el campo vuelve a ocupar toda la fotografía. La cámara
continúa y continúa su trayecto y el campo va quedando inmóvil y opaco. Luego se
me revela una superficie lisa y uniforme. Pero a medida que se eleva la cámara cada
vez más, comienza a mostrar…a mostrar lo que parece ser….el lomo de un
rinoceronte.
Me siento confundido y quiero detener todo para aproximarme.
Necesito saber si el lomo, aparentemente
llano, de ese animal no esconde en realidad un campo sedoso de tallos secos y
rígidos. Pero es en vano, mi esfuerzo no parece tener autoridad suficiente y la
cámara continúa su trayecto vertical. Poco a poco noto que no es un rinoceronte
lo que veía, sino una masa de asfalto gris. O tal vez una pared. O una tela.
Pero no, no puedo asegurar qué es exactamente lo que veo. No hay formas, sino tan
sólo grises y texturas . Ahora llegan ráfagas negras por los costados, marcando
los límites del gris hasta encuadrarlo en un perfecto rectángulo y mostrarme
que el lomo del rinoceronte es en realidad el piso de una azotea en una ciudad.
Una ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces claramente distinguibles.
Yo las observo desde arriba. Parado sobre el mismo suelo gris que hace
instantes era un campo sobre un rinoceronte con piel de asfalto. Pero no, ahora
es la terraza del edificio más alto de la ciudad, pues todo lo que veo está por
debajo de mis ojos.
Si presto atención veo las luces de los autos desplazándose
linealmente. Sólo puedo asumir que son coches pues lo que en realidad veo son
trozos de luz en movimientos lineales. Una ciudad que en realidad solo es una
masa oscura, con matices grises por la luz artificial, con zonas plenamente
oscuras, apagadas, y otras tiritando una luz con mayor o menor intensidad. Y
entre una y otra zona, pequeñas luces en movimiento, tal vez llevando luz hacia
lo oscuro, o viceversa.
Me esfuerzo por hacer foco en las luces hasta que logro
atrapar una bajo el zoom de la cámara. La inspecciono y veo que se trata de un
amarillo epiléptico que llega a tornarse feroz al acercar mis ojos. Aparecen
entonces llamas de fuego y con ellas el sonido de un tamborello en invierno- el
aire es salado y se escucha el mar-. Me agrada lo que veo y oigo. Intento permanecer
pero es inútil, una vez más la cámara toma control y me lleva de regreso a la
ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces en movimientos por texturas
rugosas.
De repente la cámara se retira y distingo lo que parece ser
un cerebro. Esta imagen me alcanza a perturbar, como si todo esto desfile se
tratase de un chiste de mal gusto que busca burlarse de mí.
La cámara, con su constante desprendimiento, se burla de mi juicio.
Me indica que mi lógica para calificar lo que me muestra siempre se equivoca.
Que mi lógica siempre corre por detrás de su creatividad.
- A qué se dedica usted?, me dice con una sonrisa
el pasajero a mi lado mientras se abrocha el cinturón.
- ¿Yo? Digo confuso mientras veo que la ventanilla
del avión muestra un campo de pastizales bailarines. - Si, usted. Parece muy preocupado.
- No, para nada- digo suspirando antes de sonreírle.- Yo me dedico al arte de no acabar nunca nada. No sé si me explico. Me dedico a emprender cuanta empresa tenga por fin la inutilidad. Esa es mi destreza, no sé si me explico.
- Interesante.
- Si, interesantemente inevitable diría yo. Veo el tiempo a través de una ansiosa obstinación por rellenarlo sin respiro ni descanso…hasta el momento donde la cosa toma algo de forma, y entonces la abandono.
- ¿De qué formas me habla?
- No lo sé, no podría asegurarle.
- Pero…¿Cuál es el aspiración de este arte suyo entonces?
- Ninguno más que ocupar mi tiempo.
1.6.13
La manivela
Con lo que
acabábamos de hacer nos habíamos consumido el poco aire que quedaba en el coche.
La ventilación estaba averiada y el último soplo había entrado hacía más de
media hora cuando un golpe de viento se llevaba hacia la autopista el humo y
las cenizas de su cigarrillo. Desde aquel momento nuestras intenciones habían
ido agitándose sin más oxigeno que el que había dejado aquellos minutos. Además
yo me sentía destemplada por ser nueva a estos climas trabados del norte de
Europa, y no podía dejar de sentir que el aire húmedo que se respiraba en esa
cabina transformaba cada bocanada en un trozo de materia espesa.
Afuera, el
aire se condensaba mientras nosotros, dos cobardes enamorados, avanzábamos
lentamente por las callecitas de tierra del parque. Su mirada nerviosa buscando
el lugar apropiado donde detenernos no alcanzaba a disimular sus intenciones de
refugiarnos de las pocas personas aún se paseaban por aquellos enormes campos
de césped calado. Ambos estábamos visiblemente nerviosos desde que nos habíamos
subido al coche (por primera vez) con el pretexto de llevarme a conocer los
alrededores de la ciudad. Éramos dos extraños que apenas se conocían, pero dos
extraños fascinados uno por el otro. No suelo fumar tanto, me dijo encendiendo
el primer cigarrillo adentro del coche mientras yo aún me acomodaba en el
asiento del copiloto. El olor a cenizas se asomó en cuanto abrí la puerta; apenas me
senté remarqué que en el cenicero había más de cinco colillas, todas oprimidas
entre cenizas y papel de caramelo. Inmediatamente pensé en sus manos y fue
recién ahí, cuando se acomodaron sobre el volante, que noté las manchas de
nicotina en los dedos.
Tal vez nunca
creímos que el aire que aun persistía cuando entramos al parque se iría
consumiendo con tanto vigor. Lo cierto es que para cuando nos detuvimos debajo
de aquellos pinos (tan altos que me llevaron a inclinarme hacia adelante para apreciar
su altura desde la ventana frontal) ya apenas se podía respirar allí adentro;
todo era un deseo espeso que no sabíamos cómo exteriorizar. Remarqué su perfil mientras
aun maniobraba el coche y donde se delataban sus mejillas acaloradas que casi
pude sentir como fiebre en mis labios. Estábamos atraídos por el azar de
nuestro encuentro, casi absurdo para dos personas cuyas vidas no podían
cruzarse más que por azar. A pesar de ser dos extraños que llevaban horas
consolándose, en ningún momento desconfié de sus palabras o gestos, juzgué
natural seguirlo, corresponder a su propuesta de subirme al coche y dar un
paseo. Todo en él me resultaba extraordinariamente familiar desde el primer
momento que me abordó en la cola del supermercado. No dudé en querer conocer
más, en ver si era cierto aquello que yo veía en sus ojos mientras los dos
hablábamos de precios, horarios comerciales y los acentos de cada uno. Fue
natural seguir conversando y usar la excusa de la garua eterna de la capital
belga y el hecho de estar libres de compromiso aquella mañana, para ir a tomar
un café, por qué no, por qué no perseguir aquel titubeo a pesar de la
diferencia de edad, a pesar de los prejuicios, por qué no creer cuando me dijo
que mis palabras le hablaban a un aspecto de él al que nunca le habían hablado,
y yo callé porque sentía lo mismo de sus palabras.
Cuando apagó
el motor y se giró hacia mí para darme toda su atención remarqué que no era un
hombre guapo, en nada se parecía a los hombres que me atraían o con los que había
estado. Pero poco a poco me había ido atrapando con su pelo blanco despeinado,
su mirada pueril y su cigarrillo constante, hasta que casi involuntariamente
permitirle una belleza única que lo distinguía de todos los demás hombres.
Sería falso
decir que me esperaba lo que sucedería. Yo sólo estaba dispuesta a besarlo, había
pensado desde que entramos al parque. Y sin embargo fui yo quien lo impulsó a
avanzar, a buscarme con sus manos por debajo del vestido. Fui yo la que
sorprendió trayendo su rostro hacia mis pechos mientras no podía evitar
abrazarle la cabeza y llenar el espacio que hay entre mis dedos con su pelo
fino, revolviéndolo bajo la inspiración inconsciente del paisaje que se
aparecía por la ventana; el baile de los pinos con el viento. Y él sin saberlo
supongo, poco a poco desvanecía mis recuerdos y expectativas, se caía toda esa
vida que en realidad no existe o ya existió. Yo estaba allí, en aquel coche
estacionado en aquel parque de aquella ciudad, bajo esa lluvia y en ningún otro
lugar ni en los brazos de ningún otro hombre. Totalmente allí, aferrada al
presente de su aliento en mis ojos y su cabello entre mis dedos, gastando sin
reparo las pocas gotas de aire que aun flotaban, deseando ahogarme cada vez más
en un presente que se dilataba cuando nos cruzábamos la mirada y la sorpresa
del encuentro nos mudaba de aires, yendo del gesto serio a la risa cómplice,
como si en realidad los que estuvieran en aquel coche fueran dos personas
distintas a nosotros susurrándonos un secreto.
Cuando el
aire comenzó a ser realmente una necesidad vital, ya mi postura no me permitía
casi mover; ambos estábamos abatidos por el desahogo. Ahora solo nos quedaba
hacer algo para remediar la asfixia que se volvía un poco más intolerable con el
correr de los segundos (y pensar que hace instantes ese ahogo era el trampolín
al que subíamos para lanzarnos). Me acomodé como pude sin lograr mover el
cuerpo, sólo sentí el sudor de su cuerpo tendido sobre mí. Me erguí apoyando el
codo izquierdo sobre el respaldo inclinado y tomando impulso con el
pensamiento, estiré el brazo derecho con un movimiento que me permitió
alcanzar, primero arañándola con la punta de los dedos y luego con un manotazo
gracias a una segunda propulsión que di, la manivela de la ventanilla. La giré
aguantando el peso de su cuerpo que en vano intentaba ayudarme, le di dos o
tres vueltas y caí de nuevo sobre el asiento tumbado.
No fue hasta
que la lluvia comenzó a mojarme la cadera entrando por ese pequeño espacio que
se había abierto entre el cristal y el marco de la ventana y por el cual
respiraba ansioso todo el interior del coche, que empecé a inquietarme. No por
el hecho de llevar tan sólo unos pocos días viviendo en Bruselas, o sobre lo
considerada que podía haber sido mi decisión de dejar atrás a Alberto sabiendo
que él no sabía que yo estaba embarazada de semanas, mucho menos sobre cómo
afrontaría mi situación en una ciudad nueva y en la cual no hablaba el idioma y
sólo conocía a este hombre casado que ahora descansa junto a mí.
Mi única
inquietud en este preciso momento es el presente que percibo mientras la lluvia
pega cada vez más fuerte sobre la carrocería del coche. Estoy atrapada en el aquí
y ahora, suspendida sobre la certeza de que el tiempo no está sucediendo.
Desnudos, abrazados, incomodos. Él, recostado sobre mí, con la cadera
apretujándose contra la palanca de cambio. Yo, sintiendo su peso caluroso sobre
mi pecho, alcanzando a ver la punta de los inmensos árboles moverse con el
viento a través de la ventana, sintiendo la lluvia -cada vez más fuerte-
mojarme la cadera mientras escucho nada más que el sonido de su respiración. Me digo a mi misma, Alicia
recuerda esto, graba esta imagen porque merece ser recordada al menos como el
retrato de un presente cuya importancia no logro interpretar ahora. Y sin
dudarlo, en un segundo -un instante de segundo en realidad- y usando el tapiz
gris del techo como mesa de trabajo, abrazando el cuerpo del hombre que aun
siento moviéndose por mis entrañas, revelo esta foto que en realidad ya se
había revelado sola en el momento en que me propuse hacerlo. Es una foto
infinita, lo sé, una instantánea que retrata la aglomeración de todas las horas
vividas hasta ese instante y a la vez un hecho puntual de dos cuerpos vestidos
y luego desnudos, buscándose y luego encontrándose, una imagen compuesta de
incontables efigies: el interior del coche, la moneda que descubrí entre el
asiento y la puerta, el cenicero repleto de colillas, mi cartera entre las piernas y luego debajo
del asiento trasero, un coche negro visto desde lo alto de la copa de un pino,
mojándose con las mismas gotas que veo caer desde lo alto y, simultáneamente,
fluir por el cristal de la ventanilla con sus finos hilos acuáticos. Es la foto
de lo que inevitablemente está sucediendo con la fuerza que solo tiene lo
sublime llegando y por fin ahogando el pasado y el futuro, fundiéndolo todo en
un instante cuyos elementos estarán eternamente en movimiento, ajenos al
tiempo; como una partícula de aire flotando por siempre al alcance de la vida
que sucede afuera de ella.
-
Mama, mai quest
qui ha? Ca va?, eh mama! Ques ce que tu pensai?, dijo el joven tomando el brazo
de su madre.
-
¿Eh?, Perdóname
hijo, pero ahora no quiero hablar de este tema. Me siento un poco cansada,
sabes. Prefiero que lo hablemos en otro momento si no te molesta. Voy a afuera
a tomar un poco de aire fresco.
-
Pero mamá,
contesto el hijo en un español de fuerte acento francés, está lloviendo ahora.
La madre no hizo caso y salió al patio de la casa. En
la mesa de la cocina se quedaría el hijo mirando la foto de su difunto padre,
sin reconocerse en aquel hombre de cabellos blancos y mirada mansa.
23.5.13
La muerte nunca muere (crónicas H&S)
Sebastián se llamaba, igual que yo. Cuando lo atendí por primera vez me hizo reír. El tipo hacía chistes con su enfermedad que yo no me hubiera atrevido a hacer ni siquiera entre mis colegas más cínicos. Los primeros cinco minutos de charla que tuve con él me hicieron pensar que era un negador, que detrás de esa risa vivía un pobre tipo, un infeliz; tal vez porque había algo en su regocijo que no comulgaba con su mirada al estar callado.
Sin embargo, con el tiempo entendí que no. Mi paciente estaba realmente contento, el cáncer era lo mejor que le había pasado: así me dijo. Me estuvo contando durante un buen rato que, desde que le diagnosticaron el tumor, su vida había mejorado en todos los aspectos: sus hijas lo pasaban a buscar día por medio para ir a comer juntos o tomar un café, su ex mujer le hacía todos los trámites administrativos, y además, como si esto fuera poco para alguien que aún le guardaba algo de rencor por sus muchas infidelidades a lo largo de los quince años que duró su matrimonio, cada tanto le hacía llegar, por alguna de sus hijas, viandas en tuppers que según me contaba, a menudo olvidaba devolver y poco a poco se acumulaban en las alacenas de su cocina.
- ¿Cómo no pensar que es lo mejor que me paso en mucho tiempo? Me decía -. Si hasta las noches de póker con mis amigos pasaron de ser sólo los jueves, a tres veces por semana. No fumaban, se justificaba como un adolescente buscando mi aprobación médica, pero se bebían una botella de single malt en cada encuentro: un whisky escocés de la isla de Jura y la cual Sebastián había visitado hacía unas semanas, justo después de haber recibido la noticia del tumor. La combinación de su debilidad por el whisky y la noticia –entre líneas- de que sus días estaban contados, lo habían llevado a permitirse el primero de una serie de placeres postergados.
Era un cambio; de estar solo, desempleado y deprimido, había entrado en un ritmo de vida que no podía despreciar. Seguía sin trabajo, es verdad, pero ya tampoco lo buscaba, tenía poco tiempo y no lo iba a desperdiciar. Había guardado algunos ahorros que le alcanzarían para el tiempo que estuviera vivo calculó, y en último caso siempre podría pedir prestado a sus hijas o a algún amigo. Él sabía que gran parte, sino todo, de lo que recibía era generado por la culpa, pero eso, era problema de los otros.
Con el tiempo entendí que Sebastián pasaba asiduamente por mi consultorio porque en realidad apreciaba nuestra amistad anónima, y el tratamiento de acupuntura que yo le realizaba, en verdad, no era más que un pretexto para nuestras charlas. Durante las sesiones él me hacía algún comentario sobre su evolución, yo lo revisaba, le indicaba alguna modificación en su dieta y luego nos quedábamos charlando una media hora de sus cosas, a veces de las mías.
En ciertas ocasiones llegó incluso a presentarse sin cita previa, y no le molestaba esperar sentado la posibilidad de que algún paciente cancele o se demore. Sacaba un libro de un bolso y se ponía a leer como si no tuviera nada mejor que hacer con su tiempo. A mí, lejos de fastidiarme esa actitud -la cual jamás hubiera permitido en otros pacientes-, me resultaba simpática. Confieso que, en el fondo, Sebastián y su enfermedad me provocaban una curiosidad casi morbosa. De algún modo me sentía el personaje secundario de una historia cuyo desenlace estaba por llegar, inevitable e inminentemente.
Y a pesar de ese final, borroso pero que día a día tomaba forma con la velocidad de lo ineludible, jamás había el mínimo destello de melancolía en nuestros encuentros. Todo lo contrario, sus comentarios tragicómicos sobre cómo él imaginaba que sus seres queridos –y los no tanto- vivirían su muerte, me parecían tan elocuentes y mordaces que a veces me hacían hasta saltar lágrimas de risa. Más de una vez, y enrojezco al confesarlo, volviendo a casa en subte me supuse víctima de una enfermedad terminal y así poder sentir, si quiera en a través de la imaginación, un humor y una perspectiva que mi salud no me convidaba.
Un jueves por la mañana durante una de nuestras consultas, Sebastián me invitó a jugar al póker con él y sus amigos aquella misma noche. Al principio dudé en aceptar, me sentía incómodo rompiendo una dinámica de viejos colegas. Sin embargo me había hablado tanto de ellos que hasta creía conocerlos; de hecho me di cuenta que, en mi fascinación por esta historia, había formado una opinión de casi todos ellos. Sobre todo de un tal Hernán, un amigo suyo del colegio, el cual, según deduje de las charlas con Sebastián, era un tipo bastante radical en sus opiniones, de esos se aferran a una idea y jamás la modifican, así sea por orgullo. Esa actitud me caía bastante mal, pero tenía que aceptar que me sentía algo identificado con esa forma de ser. Terminé por aceptar: una vez más la curiosidad por descubrirle un nuevo matiz a esta relación, me había ganado.
El encuentro era en la casa de un tal Ariel y la cual no quedaba lejos de la mía asó que decidí ir caminando. Llegué un poco pasadas las nueve y luego de confirmar por teléfono que Sebastián ya estaba allí; no podía dejar de sentir que mi presencia era inoportuna en ese encuentro. En fin, me abrió la puerta un tipo alto y robusto que luego supe que era Hernán. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma amistosa. - Buenas noches, tordo! Epa! Usted sí sabe ganarse a la tribuna - dijo mientras miraba la botella de whisky en mi mano y yo me sentía aún más inoportuno con ese comentario-. Pase nomás, estamos en el fondo.
Nos quedamos allí hasta las tres de la mañana, justo media hora después de que se sirviera el último trago de whisky. A pesar de que la noche fue distendida, la última media hora fue algo extraña. Bastante incómoda para mí, que no había logrado dejar de sentirme un sapo de otro pozo desde que había entrado allí hacía ya casi seis horas.
Todo comenzó cuando Sebastián, claramente borracho y con tono alegre, soltó uno de sus chistes: -¡Muchachos! –dijo alzando el vaso -Prométanme que si en algún momento me quieren internar y no pueda disfrutar de esto, alguno de ustedes va a desenchufarme y mandarme al otro lado.
-No digas boludeces- interrumpió Hernán con un tono que claramente censuraba las risas que podría haber provocado el comentario de Sebastián-. Si a vos te llevan a un hospital es porque los médicos te van a salvar. No podés ser tan pelotudo de no poner esfuerzo de tu parte y luchar por tu salud.
Si hubiera estado en un bar, pensé, ya me hubiera levantado y discretamente alejado de la situación. Siempre fui alérgico a los borrachos moralistas y sus monólogos sin humor.
-Bueno, ya sabemos que Hernán no será el que se anime a matarme –dijo Sebastián exagerando una risa que le resaltaba los parpados caídos.
Quise reírme al escuchar esto pero preferí quedarme callado para no ofender a Hernán o llamar la atención de algún modo.
-Ni yo ni nadie debería matar a nadie, pedazo de boludo. O te crees más listo que un médico que se quemó las pestañas durante años para saber cómo salvar a ignorantes como vos - respondió Hernán-. Y ya que estamos, a ver si te dejas de joder con eso de la acupuntura y vas a ver a un médico de verdad...Sin ánimos de ofender – remachó Hernán sin mirarme.
-No pasa nada-, dije con mi mejor sonrisa de estúpido-. Con algo hay que robar, ¿no?
A partir de ese momento creo que tácitamente todos hicimos un esfuerzo conjunto por agilizar el cierre de la velada y evitar seguir diciendo cosas que al día siguiente nos lamentaríamos. No me acuerdo muy bien cómo fue que nos despedimos, sólo recuerdo que cuando me levanté de la silla el mareo era evidente.
Por mi parte, decidí volver caminando a casa, no me venía mal tomar un poco de aire. Además me habían entrado unas terribles ganas de fumar y quería ver si de camino encontraba un kiosco abierto para comprar cigarrillos. Dejé de fumar hace ya más de diez años, y a pesar de que nadie lo sabe, cuando bebo me gusta fumar solo, como sellando un secreto. Javier y Leandro dijeron estar demasiado borrachos como para volver a sus casa manejando y optaron por quedarse a dormir en lo de Ariel, en definitiva nadie los esperaba en sus camas; tampoco a mí, pero prefería mi cama. Hernán, en cambio, se ofreció para llevar a Sebastián en auto a su casa.
Yo me enteré del accidente recién al mediodía siguiente, gracias a Javier. Había sido él quien buscó mi número de teléfono y el que me dejó el mensaje de voz en el contestador del consultorio. Ese viernes había llegado más tarde de lo habitual al consultorio y a pesar de no tener mucha resaca, el cansancio no me dejaba pensar con claridad. Apenas escuché la voz de Javier en el contestador supe que no serían buenas noticias. Me pedía que lo llame y me dictaba lentamente su número de teléfono al final del mensaje. Así lo hice, llamé y mientras esperaba con el tubo pegado al oído pensé que tal vez estaría a punto de escuchar un final que yo no habría imaginado.
Según contó Hernán a la policía cuando le tomaron declaración, un hombre se le había aparecido repentinamente de entre los autos cuando intentaba cruzar la avenida a mitad de cuadra. Cuando lo alcanzó a ver, giró el volante pero la lluvia en el asfalto lo hizo patinar hasta chocar de costado con un semáforo. Alego no recordar la velocidad a la que iba.
Él salió totalmente ileso. Salvo por una costilla que se había quebrado, el resto de su cuerpo no había sufrido ni un solo rasguño. Sebastián, en cambio, había muerto al instante como consecuencia del impacto en el cuello. Según el doctor, las víctimas de este tipo de muertes causadas por un impacto tan brusco e inesperado, no sienten dolor. Nos decía esto como si fuera un consuelo. Y en algún punto lo era, al menos para mí.
Pregunté por Hernán y el doctor me informó que estaba internado en observación. Volví al hospital esa misma tarde y en recepción me informaron que estaba en la habitación 308. Al llegar a la puerta me detuve sin abrirla, en realidad no sabía a qué venía ni qué decir. Asomé la vista discretamente por la ventana circular que había en la puerta y lo alcancé a ver con claridad. Estaba recostado de lado, con el cuerpo girado hacia la puerta y los ojos abiertos. Si no fuera por el suero en su brazo izquierdo, jamás se imaginaria uno que ese hombre había sufrido un accidente hacia tan sólo unas horas. No tenía ningún daño visible y su rostro, si bien se veía agotado, no mostraba huella de lo ocurrido.
Tenía la mirada posada en el suelo, con la cabeza asomándose a unos centímetros de la cama yla mirada cha o izquierdo no habia ver a sus casa manejando y s. su mano derecha acariciando el borde de la mesa que había junto a su cama. Tenía un aspecto dubitativo, y noté como detenía el movimiento de su mano justo en la esquina de la mesa y con el dedo índice presionaba con mayor fuerza.
De repente alzó la vista y me vio; inmediatamente me reconoció. Y al verlo mirándome me di cuenta de que el daño que había esquivado su cuerpo, había en cambio totalmente alcanzado su mirada. Algo en ella no comulgaba con su cuerpo ileso.
Antes de que yo levantase la mano para saludar, Hernán se giró hacia la ventana y me dio la espalda.
Durante unos segundos me quedé ahí parado, desconcertado, pero inmediatamente quité mi mano del picaporte y me fui. El pasillo se hizo un poco largo, pero al llegar al ascensor me llegó el consuelo que estaba buscando. Sonreí, y entre imágenes de la noche anterior, las discusiones, el juego -del que no sabía quién había salido ganando-, riéndome solo, murmuré en voz alta: el mundo acaba de perder dos bebedores de whisky.
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